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Espido Freire: Diabulus in musica

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Espido Freire Diabulus in musica

Diabulus in musica: краткое содержание, описание и аннотация

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Ésta es una historia de amor entre una mujer, un hombre y un fantasma. O, tal vez, dos fantasmas. Una historia que nos habla de Christopher Random, un actor que fue muchas personas, y de Balder Goienuri, que hasta su muerte sólo interpretó a Christopher Random. De la muchacha que amó a los dos. De las mentiras y los fingimientos entre los que se perdieron, y de cómo se buscaron durante años sin encontrarse. El Diabulus representaba, en la teoría de la música antigua, el intervalo prohibido, un error deslizado entre las matemáticas perfectas que regían el mundo. También esta novela describe la lucha entre el orden y el caos, la luz y la oscuridad, el pasado y el presente. La voz y el silencio. Las múltiples maneras en las que el diablo acecha a la espera de encontrar un hueco por el que llevarse a sus víctimas.

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Pablo estudiaba en la Guildhall School of Music and Drama, y creían que antes de un año sería aceptado en alguna compañía de teatro. Sabía moverse, había educado su voz de barítono, y le sobraba seguridad. En los dos años que llevaba con Clara había logrado todo lo que deseaba, y cumplido cada uno de los pasos prometidos.

Los tres, como casi todos los amigos que conservábamos, éramos gente de paso. Regresarían a su país tan pronto como hubieran logrado lo que deseaban: así era también Pablo, terrenal, concreto, implacable.

Deseaba, a costa de quien fuera, hacerse un nombre.

– ¿Vendrás? Yo sola no podré encargarme de la fiesta. Me desborda; no sé hacer nada, y Pablo no ayudará. Por favor…

Dije que sí porque quería a Clara, porque siempre accedía ante los favores fáciles, y porque los domingos en soledad sabían a comida recalentada y a esperanzas no cumplidas. Llevé mi última botella de aceite de oliva para que la tortilla de patata pudiera defender con dignidad su nombre. A menudo, la distancia provocaba pequeñas nostalgias. Los detalles cotidianos que pasaban desapercibidos en nuestro país cobraban importancia. Una botella de aceite, unas rosquillas, un frasquito de azafrán se convertían en tesoros, en puntales que sostenían la esperanza de regresar, o que nos recordaban nuestro lugar, nuestro exilio.

Pablo saltaba sobre los sofás mientras cambiaba las bombillas de las lámparas, y Clara colgaba cadenetas y colocaba banderitas de papel en forma de corazones y flores sobre los canapés.

– Hola, preciosa -dijo Pablo, con poco entusiasmo-. Clara me dijo que vendrías. Oye, hazme un favor. Tengo que salir un momento. Me he quedado sin tabaco. Ayuda a Clara ¿sí?

– No irás a salir ahora -comenzó ella, pero ya era tarde.

Pablo cerró la puerta sin demasiado cuidado, y bajó las escaleras silbando. Yo sostuve los brazos en alto para que me los llenara de papeles de colorines.

– Esta casa es horrible -estalló Clara, de pronto, y supe que era un reproche a Pablo, a su egoísmo y su desinterés, y no una queja contra el piso, amplio, cálido y con unas preciosas ventanas victorianas-. No me hagas caso. Pablo me saca de quicio. Ya ves cómo me trata -me dijo, casi sin mirarme. Pablo había fingido no escucharla, o quizás estaba tan acostumbrado a oír su voz como quien oye llover que, efectivamente, no la escuchó-. Estoy nerviosa. Ya me entenderás.

Me vestí un delantal muy gastado, e inicié con parsimonia los mil pasos previos hacia la sartén: patatas para cuatro tortillas, agua con sal, pimientos, fuegos desconocidos que habían de ser domados con pericia y un ojo entrenado.

– Creo que ha salido a por hachís -me dijo. Suspiré. No había gran cosa que decir sin resultar irónica o maternal. Medí el agua con un cazo, y comprobé el calor del fuego. Pablo no tardó demasiado, pero la tarde ya se había arruinado. Clara, nerviosa, me observaba desde la puerta, traía y llevaba pan y tenedores y controlaba a su novio con el otro ojo.

Entonces sonó el timbre y cerraron la puerta. Entre el salón y la cocina corrían invisibles corrientes de aire, y la casa siempre olía a comida, a leche volcada sobre el fuego y chamuscada, a tostadas recién hechas. Moví la sartén con cuidado. Por la hora, algunos invitados habían llegado con antelación. Yo no era hábil para tratar con gente nueva: ocultaba mi timidez con una brusquedad que me avergonzaba aún más. No dominaba el arte de hablar con sonrisas sobre tonterías, y las miradas de los desconocidos me recordaban qué era, dónde estaba, todas las preguntas incómodas que no deseaba responder.

El salón pertenecía a Clara; había nacido para ello. Tal vez no tendría por qué salir de mi cocina.

Desde allí se escuchaba la música, y yo aún no me había quemado. El mundo funcionaba según lo previsto, y los que nos encontráramos en el lugar correcto no teníamos nada que temer.

Clara me llamó y yo me volví.

– Quiero presentarte a alguien.

Traía del brazo a un hombre, y por un momento dudé. Hay veces, aún ahora, cuando no he despertado, en que el sueño se hinca en la realidad por un momento, se aferra a ella antes de desvanecerse. Hay veces, cuando llevo tiempo sola y perdida en ideas propias, en que me ocurre lo mismo, y durante un instante la frontera entre lo que imagino y lo que veo se confunde.

Aquel hombre no estaba allí, porque había estado allí mucho tiempo antes, pero no podría decir qué parte de él era real y cuál imaginada.

Callé. Los azulejos blancos de la cocina, los imanes en la nevera, el aceite que chisporroteaba en la sartén destacaron de pronto groseramente.

– Es Christopher Random -dijo Clara, con una punta de tensión apenas oculta en la voz-. El actor -luego bajó la mirada.

No debió haber sido así. Yo vestía el delantal que la madre de Clara le había comprado, como burlesco ajuar, y llevaba una espumadera en una mano y un trapo en la otra. Escondí las manos a la espalda y balbuceé un saludo; él sonrió y escondió también las manos tras él antes de responderme. Me sentí aún más confusa, y me incliné sobre la tortilla. Clara sostuvo la puerta abierta hasta que él se marchó, y me guiñó un ojo.

– Calla -dijo, levantando una mano-. Es tuyo -susurró-. Tómatelo como el regalo que no te traje de Francia. Acaba de divorciarse.

Más tarde pensé que si alguien podía encontrar a Christopher Random, ésa era Clara. Atravesaba el mundo como las cornetas, a favor del viento, y su mirada, pese a la tristeza, perforaba los deseos humanos, pero entonces, mientras adornaba las tortillas con unos pimientos primorosamente troceados, y me sentía estúpida, y torpe, y fuera de lugar, no fui tan clemente con ella.

Cuando me uní a la fiesta, con las mejillas arreboladas por el calor y la vergüenza, ensayé risas y hablé en tono más alto de lo habitual, pasando por alto la desaprobación telegrafiada por las cejas fruncidas de mi amiga. Sin duda ella hubiera preferido que fuera más sutil, que me sentara junto a la chimenea, y aguardara allí los acontecimientos, pero hacía tiempo que yo había comprobado que lo que para ella valía fracasaba en mí.

Vagué de grupo en grupo, actores y aspirantes, un guionista embravecido por la cerveza, dos lindas chicas desconocidas, un hombre con perilla y mirada penetrante e irónica, hasta que llegué al que me interesaba. Christopher sonreía con una lata de cerveza en la mano, hundido en el sofá de terciopelo marrón desgastado y brillante; me hizo un sitio a su lado y me felicitó; cocinaba bien, le gustaba mi vestido, de dónde era. No supe corresponder a los elogios; no devolví las preguntas, no mostré interés por su salud ni por su cerveza. Ni siquiera fui cortés.

– Tengo una historia para ti -le dije, con la mirada fija en el tapizado del sofá. Era hora de cambiar la tapicería, porque la trama blanca asomaba entre los pelillos castaños- Una historia real, que yo he vivido, pero en la que tú eres el protagonista.

Oculté las manos: las uñas clavadas en las palmas habían dejado una hilera de medias lunas. Me miró con sus ojos imprecisos, y de pronto tuve conciencia de que él no era Balder, de que tampoco yo era Balder, pero que de alguna manera los tres nos habíamos encontrado, que era así como tenía que ser y que, en el rincón junto a la ventana, bajo las guirnaldas de colorines y las serpentinas, Balder asentía y daba por terminada la búsqueda.

No alcancé a contarle toda la historia, sino apenas un esbozo, y eso pese a que se quedó hasta que Pablo sirvió el café a los rezagados. Sacudió la cabeza, reparó de pronto en la hora y me pidió un teléfono, una dirección de contacto.

– No hay nada peor que una historia interrumpida -se quejó, y sin embargo, no se quedó para continuarla-. No vas a desaparecer ¿verdad? -bromeó, y yo sentí deseos de hacerlo, de no verle de nuevo, y al mismo tiempo de inventar cualquier argucia para retenerle.

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