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Espido Freire: Diabulus in musica

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Espido Freire Diabulus in musica

Diabulus in musica: краткое содержание, описание и аннотация

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Ésta es una historia de amor entre una mujer, un hombre y un fantasma. O, tal vez, dos fantasmas. Una historia que nos habla de Christopher Random, un actor que fue muchas personas, y de Balder Goienuri, que hasta su muerte sólo interpretó a Christopher Random. De la muchacha que amó a los dos. De las mentiras y los fingimientos entre los que se perdieron, y de cómo se buscaron durante años sin encontrarse. El Diabulus representaba, en la teoría de la música antigua, el intervalo prohibido, un error deslizado entre las matemáticas perfectas que regían el mundo. También esta novela describe la lucha entre el orden y el caos, la luz y la oscuridad, el pasado y el presente. La voz y el silencio. Las múltiples maneras en las que el diablo acecha a la espera de encontrar un hueco por el que llevarse a sus víctimas.

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– Pareces una chica en su primera cita. No eres la misma del otro día. Te ha cambiado la mirada. ¿Qué te pasa?

– Nada -dije yo, y era verdad.

– Estás nerviosa. Mírate, tienes los nudillos blancos.

– Mi responsabilidad es mi historia.

– Entonces, cuéntamela.

¿Qué había que contar? ¿Qué era tan importante como para haberme marcado con hierro candente, como para haber impulsado a Clara a extender sus redes de araña (un profesor de Pablo amigo de Christopher, una fiesta, insinuaciones, suerte y paciencia), qué se había orquestado con tal precisión como para permitirnos acabar allí?

De pronto todo pareció insignificante. Podría haber dicho -Te amo-. Podría haber dicho -Te amamos, te amábamos tanto, y ahora eres real. Ahora puedes herir y defraudar, no quiero conocerte. No quiero que seas-. A cambio, le conté lo que deseaba saber.

– ¿”Ragnarok”? -preguntó él.

Yo asentí.

– Balder “el blanco”… -continuó-. No creo que jamás me libre de él.

Habíamos terminado el café.

Aún así, cogió la taza y sorbió las últimas gotas.

– ¿Sabes qué significa “Ragnarok”? -me preguntó.

– El ocaso de los dioses -contesté.

– El ocaso de los dioses -repitió él. Luego continuó-. Hace mucho tiempo. Casi quince años. Más.

– No -repliqué yo-. Te equivocas. Está ocurriendo ahora.

El largometraje “Ragnarok” llegó trece años antes a otro país, a una ciudad junto al mar, a dos cines que la proyectaron con un rotundo éxito durante varios meses.

Narraba las aventuras de los dioses nórdicos, sus bromas bárbaras, su lucha contra el malvado Loki, el diablo, y sobre todo, cómo perecían en la tremenda batalla del fin del mundo, del último día. Un lobo engullía la luna, otro lobo devoraba el sol, y las estrellas se tambaleaban, el arco iris se quebraba bajo el peso de los gigantes del hielo, que venían a reclamar su reino.

Los dioses, Thor, Heimdall, el tuerto Odín, Frey, aguardaban a las puertas del Valhalla con el viento en sus capas y el aire re signado de quien conoce el futuro.

Cuando la batalla terminaba no quedaba nada, ni cielo, ni tierra, ni dioses, ni gigantes. Ni débiles mortales supervivientes. El cine encendía las luces en el silencio, sin banda sonora que atenuara la impresión, mientras los nombres de quienes habían creado la película corrían sobre fondo negro.

Más adelante fue emitida por la televisión. Yo tenía quince años.

Mis horas libres las robaba la música. A veces, para mitigar el aburrimiento de tocar el piano, encendía la tele, y al menos las voces me distraían. Así me alcanzó “Ragnarok”, sentada en el banco del piano.

Entre los nombres sobre fondo negro estaba el de Christopher: era Balder “el blanco” el dios del sol del verano. Entre los dioses, el único que había muerto ya cuando comenzaba el fin del mundo.

El más hermoso, y el más amado.

Sólo el muérdago podía matarlo; su madre, temerosa de las acechanzas de Loki, el malvado, el traicionero, había arrancado a todas las cosas que se encontraban en la superficie de la tierra la promesa de que no herirían a Balder. Sólo excluyó al muérdago, una ramita débil y tan tierna que le pareció inofensiva.

Los dioses respiraron tranquilos, y se dedicaron a sus pendencias y a matar gigantes. Cuando regresaban a casa, su pasatiempo preferido era probar su puntería con Balder: él permanecía en pie, reclinado contra un roble, y los demás le arrojaban armas y se admiraban al comprobar una vez más, una vez más, siempre, que ni las piedras, ni el metal, ni el cristal, podían dañarle. Ellos se sabían perecederos. Les preocupaba que alguna vez les llegara la muerte: todo en aquel universo hostil y oscuro contenía una putrefacción oculta, y el propio fresno que sostenía el mundo había de ser protegido de ciervos, de serpientes y de pájaros. Y Balder, Balder al menos, era inmortal en aquel caos.

Pero Balder murió; cayó bajo la flecha de su hermano ciego. Una flecha de muérdago que Loki le había entregado para que no se sintiera excluido de los juegos de los dioses derribó al hermoso Balder, el eterno. Colocaron su cuerpo en un barco a la deriva, le prendieron fuego, y Nanna, su mujer, se arrojó a las llamas para seguirle. Para cuando los gigantes del hielo golpearon en las puertas del Valhalla, los dioses ya habían perdido toda esperanza.

Durante algún tiempo, las niñas cubrieron sus carpetas con su fotografía, nuevo dios rubio y sacrificado; gozó de popularidad a lo largo de la primavera, y hasta bien entrado el verano, y se mantuvo en su puesto cuando “Ragnarok” regresó a la televisión. Después llegaron otras películas, nuevos dioses a los que adorar, y sus fotos quedaron ocultas bajo las de otros ídolos perecederos.

Lo que Christopher no sabía, lo que supo por mí, fue que hubo un chico que se escondía bajo la música del violonchelo, un chico tan similar en todo al dios del sol del verano que perdió su nombre, Mikel, y fue para siempre Balder.

Adoptó sus ropas, aclaró aún más su cabello con camomila, se buscó novias de pelo negro, como era la esposa de Balder, y cuando le llegó la hora, la angustia, se ahorcó sobre el arco roto del violoncelo y un centenar de velas que ahumaron las paredes y las suelas de su calzado.

Yo fui la última de esas novias morenas; rompí con él nueve días antes de que lo encontraran en su habitación, desasido de la vida, volando sobre un océano de cera.

Ícaro huyendo del fuego. Cuando lo supe, entendí que no era el remordimiento de una ruptura lo que me perseguía desde una semana antes, sin la sombra de la muerte, los avisos, el terror a adentrarse sólo en el bosque. Balder me llamaba, y yo había malinterpretado su voz.

Habían pasado los años, y la voz se había amortiguado. Pero en la tarde del invernadero, el ciclo se completaba, y yo conté la vida de Mikel a quien la había dirigido desde la pantalla, sin saberlo.

– ¿Es esto cierto? -me preguntó, cuando yo terminé.

– Palabra por palabra.

– Quiso convertirse en mí.

– Quiso convertirse en Balder.

– Qué más da -dijo él, entre dientes-. Yo mismo no he logrado desprenderme jamás de Balder.

Esa era la historia, y en el rincón, junto a la ventana, como siempre, para que quien quisiera verlo se deslumbrara con la luz, Balder asintió, y en premio me concedió a Chris.

– ¿Quieres algo más? ¿Más té? ¿Quieres probar el café? -y cuando se levantó buscó el sostén de la pared, y apoyó la mano sobre la silla.

– No. No, me marcho ya.

– Espera un poco. Mi hija debe estar a punto de irse.

Hizo señas a través de los ventanales, pero luego se volvió a mí.

– No me ve. O no me hace caso.

La niña continuó jugando hasta que su madre, la esplendorosa Karen de pómulos eslavos, vino a por ella. Llevaba una banda de plata rígida, muy gruesa, en torno al cuello, y anillos en el dedo índice, el dedo de los ambiciosos, de los obstinados. Entró en el invernadero, y sólo reparó en mí después de comprobar sin acercarse los estragos causados en sus macetas.

– Al menos, podrías regar de vez en cuando los rosales. Tú te empeñaste en plantarlos.

Chris nos presentó, pero ella me prestó muy poca atención.

– Nos vamos a Gales pasado mañana. Si quieres ver a Frances, llámame antes. Si no, es posible que no me encuentres en casa. De todos modos, te la traeré antes de regresar a San Diego.

– Está bien. Ahora te alcanzo el abrigo de la niña.

Karen me dedicó una breve mirada, y arrancó dos hojas mustias de una de las macetas. Cuando Chris regresó, se las mostró, y las dejó caer con fingida desesperación.

– Cuida de las plantas. ¿Me harás caso?

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