Espido Freire - Diabulus in musica

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Diabulus in musica: краткое содержание, описание и аннотация

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Ésta es una historia de amor entre una mujer, un hombre y un fantasma. O, tal vez, dos fantasmas. Una historia que nos habla de Christopher Random, un actor que fue muchas personas, y de Balder Goienuri, que hasta su muerte sólo interpretó a Christopher Random.
De la muchacha que amó a los dos.
De las mentiras y los fingimientos entre los que se perdieron, y de cómo se buscaron durante años sin encontrarse.
El Diabulus representaba, en la teoría de la música antigua, el intervalo prohibido, un error deslizado entre las matemáticas perfectas que regían el mundo. También esta novela describe la lucha entre el orden y el caos, la luz y la oscuridad, el pasado y el presente. La voz y el silencio. Las múltiples maneras en las que el diablo acecha a la espera de encontrar un hueco por el que llevarse a sus víctimas.

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Luego, tras el feroz momento de enajenamiento, la soledad me cayó encima como una piedra. Reparé por primera vez en el discreto estampado beige y gris de las sábanas, en las columnas sin dosel que custodiaban la cama y me sentí perdida, diminuta y errada. No le miré. De pronto me invadió la vergüenza de que me viera desnuda y descubriera mis defectos. Recliné la cabeza sobre su hombro y me ovillé contra él, que me acariciaba el pelo y me besaba de vez en cuando con aire ausente, y deseé desaparecer, fundirme con él, fuera quien fuera, mientras me rescatara, mientras me dijera quién debía ser yo, mientras fuera capaz de mostrarme el absoluto y arrojarme luego de nuevo a la realidad de modo tan certero.

Chris tenía cuarenta años; aquella primavera cumplió cuarenta y uno, la edad en la que las metáforas comienzan a ser peligrosas, en la que hieren y mienten y engañan y seducen. La edad del espejismo. Yo tenía veinticuatro.

Aquel verano cumpliría veinticinco, pero nunca importó. Los acontecimientos me dejaron sin edad, me fosilizaron, un insecto en ámbar.

Veinticinco años, una edad perfectamente insensible a las metáforas, en la que se vive de gestos heroicos, de decisiones dramáticas, de la esperanza en una vida que comienza a atisbarse, que no se obtendrá jamás.

Por entonces yo mantenía un noviazgo de corte tradicional con un chico de mi edad, desconcertado y conmovedor, y le era sistemáticamente infiel con otro, mucho más sumiso y entregado, que vivía en Barcelona pero trabajaba entre semana en Bilbao. Ninguno de ellos sabía de la existencia del otro, y yo me movía con comodidad y silencio entre los dos. Cada cual era dueño de su pedazo, de sus restaurantes, y bares, de sus rincones en el parque y sus promesas eternas.

– ¿Me quieres? -preguntaban, seguros de la respuesta.

– Sí.

– Nunca me lo dices.

– Nunca me lo preguntas -replicaba yo, y ellos torcían el gesto, fastidiados.

– Dímelo.

– Te quiero.

No les mentía, me limitaba a ocultar datos, y a correr cortinas opacas de palabras; tampoco era feliz. La nostalgia de algo aún no vivido, de una felicidad que sin duda se encontraba en otra parte me asaltaba, y me quejaba por nimiedades, me enfadaba sin que existieran auténticas razones. Me pesaba la infidelidad, y mi conciencia buscaba un castigo.

Creí que la situación se echaría a perder con mi viaje y la distancia; necesitaba terminar con ellos, y comenzar limpia y sin zonas ocultas en Londres, pero no fue así. Mi novio me enviaba flores en cajas por correo urgente, y largas cartas de estilo pesado y un tanto grandilocuente. El otro, postales jocosas que yo regalaba a mis compañeras de piso, para su colección. Hubiera deseado respetarles y mostrarme agradecida por su cariño, pero me sentía incapaz, y no sabía cómo cortar los hilos entrelazados por los malentendidos y las mentiras.

Christopher estalló en risas cuando se lo conté.

– ¿Quieres que sea el tercero en discordia?

– No es gracioso.

– Sé manejar la espada y monto bien a caballo, nena. Puedo retarlos a un duelo.

– Ya basta… -dije, sonriendo.

Me conmovía que se sintiera tan seguro, que ni por un momento dudara de que él era el elegido.

Pero les abandoné con otra mentira. Les llamé a los dos, sentada en la cama de Chris, y les conté que ya no sentía nada, que la prueba no había sido superada. Mi novio creyó que el recuerdo de Balder pesaba demasiado, y que había emponzoñado desde el primer día nuestros encuentros.

– No puedo luchar contra fantasmas ¿verdad?

– No es eso…

Me deseó suerte con una dignidad que me hizo saltar las lágrimas de remordimiento y compasión, y antes de colgar supe que él también lloraría. Ojalá no le hubiera conocido. No me aportó nada, salvo la seguridad de no quedarme sola, y yo no le traje nada salvo falsedad y dolor.

El segundo se negó a aceptar la separación ni aún cuando le hablé de Chris: pensó que mi decisión se debía a que la pasión que sentía por él era devastadora, aunque equivocada y efímera, y juró esperar y triunfar sobre ella.

– ¿No ves que te equivocas? ¿No ves que va a jugar contigo, que tiene todo a su favor, la edad, el idioma, el país, el dinero, y que cuando se canse te dejará de lado?

– Lo único que veo es que a ti te duele que sus cartas sean las ganadoras -dije. Chris había entrado en la habitación y me besó en el hombro.

– No. Me da igual. Ya caerás en ello. Y cuando lo hagas, yo estaré aquí, y sabrás a quién tienes que elegir.

No cumplió su promesa, y por tanto, tampoco obtuvo la recompensa que aguardaba.

Karen, sin embargo, no accedió a desprenderse de Chris de tan buen talante.

Lloró, amenazó, suplicó en su nombre y en nombre de la niña, y no soportó descubrir que el andamiaje que aún sostenía sus esperanzas se derrumbaba. El día en que abandonaba Inglaterra y regresaba a San Diego, Chris llamó al timbre de mi casa descolorido, insomne, sin quejarse, pero sin ocultar tampoco su rabia.

Se quedó dormido desnudo sobre la moqueta, y yo me recliné desde la cama para verlo dormir. Con un dedo recorría el perfil de su torso y las caderas cuadradas. Inmóvil era más mío que despierto: no sabía parar, no era capaz de contemplar nada en silencio, ni de desear nada sin obtenerlo, pero yo le amaba porque era hermoso, por su egoísmo infantil, porque se creía invencible y por tanto, nada podía sucederle.

En aquella época, si le hubiera inventado no hubiera sido tan perfecto, no se hubiera acomodado a mis deseos de manera tan exacta.

No tenía descanso si no me encontraba junto a él, si no devastaba a besos y a zarpazos mi maquillaje y mi ropa, si no me devolvía mi ansia en sus ojos, que Balder había fracasado en copiar.

No supe por qué me amaba él.

Quizás porque era joven, y deseaba sorber mis años antes de que se desvanecieran. Quizás porque llegaba de lejos, una criatura del sur liviana y entregada pero no demasiado dócil. No fue por mi belleza, ni por mis buenas cualidades: desde el principio le mostré mi ruindad y mis temores, mi hosquedad, las huellas que la angustia había marcado en torno a mis ojos y mi boca.

Puede que necesitara otro espejo, como yo todas las tardes, y que en mí se reflejara como yo le veía, como él quiso ser: joven y fuerte, con la ingenuidad del elegido. Tomó mis emociones y las transformó en otro personaje en el que convertirse. Sentía los pesares de la vejez demasiado cerca. Puede que, como Balder, hubiera anhelado morir antes de tiempo, y que no le hubiera llegado el valor para ello.

Me amaba, ansiaba cada una de mis palabras y la menor atención le hacía sonreír y levantarme en brazos. Y para mí aquello era suficiente.

Dos semanas después de que Karen y la niña se marcharan, me pidió que me fuera a vivir con él.

– Estoy harto de buscarte a cada momento, y de no encontrarte nunca. Siempre estás pendiente de los taxis, de los autobuses… además, no me gusta tu zona.

– Creí que te encantaba mi casa -me burlé yo, aún demasiado emocionada por la propuesta como para contestar directamente.

– Si la echas de menos, te permito que traigas un trozo de moqueta.

Comenzó a llevarme a cenas y fiestas con sus amigos: me sonreían, preguntaban mi nombre, y luego continuaban hablando de sus hijos recién nacidos y de sus proyectos. No sabíamos de qué tratar, ni qué podríamos tener en común.

El más influyente de todos ellos, Stephen, se mostró muy atento conmigo.

– No me recuerdas -afirmó-, pero nos conocimos en la misma fiesta en la que encontraste a Chris.

Le vi de nuevo en el salón de Clara, charlando con dos jovencitas, un hombre de ojos inteligentes y barba recortada.

– Claro que te recuerdo.

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