NUESTRA PIEL MUERTA
Primera edición: octubre, 2019
© del texto: Natalia García Freire 2019
© de la presente edición: Editorial Humbert Humbert, S.L., 2019
Ilustración de cubierta: Iban Barrenetxea
Ilustraciones de interiores: Charles Dessalines, Oliver Goldsmith, Paul Poiré
Producción del ePub: booqlab
Publicado por La Navaja Suiza Editores
Editorial Humbert Humbert, S.L.
Camino viejo del cura 144, 1.º B, 28055 – MADRID
http://www.lanavajasuizaeditores.com
ISBN: 978-84-123059-1-3
IBIC: FA
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Moscas de cementerio
La noche que bramaron las vacas
El pie de Eloy
Chinche asesina
El ordeño
El piano
Larva blanca y fofa
Una ofrenda encendida
Las cíclopes
Dios se mete conmigo
Reina de los artrópodos
La hora del rosario
La araña
La nariz del profesor Erlano
Las cigarras
La anunciación
Casa de locos
La expulsión
Los insectos de la montaña
Pupa
Nuestra piel muerta
Felisberto
Imago
Para Matías y Bartleby (nuestro gato)
«Escuchamos los insectos
y las voces humanas
con distintos oídos»
Kobayashi ISSA
No creo que mi difunto padre me esté observando. Pero su cuerpo está enterrado en este jardín, lo que queda del jardín de mi madre, rodeado por babosas, arañas camello, lombrices, hormigas, cucarrones y cochinillas. Quizá haya incluso algún escorpión que se pose junto al rostro medio descompuesto de mi padre y juntos parecen los dibujos de la tumba de un faraón egipcio.
Lo enterramos cerca del lugar donde descanso, detrás de estas estatuas de piedra. Si escarbo toda la noche podría encontrarlo, quién sabe si le agarraría primero las manos o los pies o la punta del pantalón del traje negro. Quién sabe cómo se habrá acomodado su cadáver para descansar en paz. Lo enterramos sin ni siquiera cambiarle el viejo traje ese que llevaba puesto, porque el cuerpo ya olía.
Sucedió todo tan deprisa que solo ahora que han pasado ya tantas noches de tantos días empiezo a pensar en él como un muerto, de los que penan. Y por las noches a veces le hablo.
Si ahora mismo me está observando, padre: he vuelto a casa. Aunque más bien parece que he vuelto a otro sitio, otro tiempo, otro mundo en el que jamás existimos. Disculpe si a veces me distraigo y me fijo, sin descanso, en las cosas que usted llamaba inútiles. Pero ahora mismo con todas esas lombrices alrededor, debe estar usted pensando que después de todo no eran cosas tan sin importancia. ¿No? Si se le meten por la boca y las orejas y hasta, quién sabe, por el culo, y le escuecen por las noches; si van por su cuerpo de arriba para abajo buscando lo que queda de usted que les pueda servir y se posan sobre sus manos y sus pies y se contonean. ¿No le parece que, después de muertos, después de todo, son ellas más fuertes que nosotros? Y que bien pensado, quizá el mundo no es nuestro, sino de esos seres minúsculos que si se juntaran podrían cubrirnos por entero a todos.
Cubrir entera la tierra como una gran alfombra que desde el espacio se vería negra y brillante.
Esta no es nuestra casa, padre. No lo es desde hace tiempo. Creo que usted lo sabía ya y por eso se dejó matar. ¿No es cierto, padre, que fue eso lo que pasó? Que usted se dejó matar. Y que nadie habría podido ayudarlo porque usted lo que quería era irse. Irse de una vez. Aunque fuera por el camino más corto.
Y una mierda, padre. Siempre escogiendo usted el camino más corto.
He vuelto a casa, pero todavía no me he atrevido a entrar. Ellos siguen ahí, los vi comer codornices esta tarde y cuando estuve frente a la puerta tuve un escalofrío.
¿Niñerías, dice? Bah. ¡Pero qué dice, padre! En el tiempo que ha estado usted de muerto, yo he crecido y mientras trabajaba las tierras del señor Elmur, porque ahí me llevaron, sí, padre, a trabajar tierra ajena, cuando estuve ahí mis brazos se volvieron morenos y fuertes, y las piernas, escuálidas como las tenía, son ahora capaces de aplastar el cráneo de un animal pequeño, un mono, o quizá un gato, digamos de una rata, de una sola vez. Nada de niñerías, padre. Pero usted no puede verlo porque anda por ahí de muerto. Y es culpa suya. Y lo sabe. ¿Recuerda que fue usted el que insistió en que se quedaran un poco más? Que había que cuidar a los forasteros y tratarlos como a hermanos. Que Dios mandaba esto, que Dios mandaba lo otro. Pues dígale a su Dios que ahora duermen en su cama, visten sus ropas y que han dejado su cuerpo bajo la tierra de su propio jardín para pisotearlo cada día.
Su cuerpo, padre, que ahora encogido se debe parecer más al mío de lo que los dos podemos imaginar.
Como un espejo esta tierra.
Yo de un lado. Usted del otro.
Ya nadie me llama Lucas, padre.
Aunque puedo prescindir de mi nombre, pero tuve una familia. Nuestra casa me espera como una sucesión de sueños en los que no dejo de caer. Llegué atraído por ella, por esta casa con sus paredes amarillas y su tierra de costra.
Subí y bajé las colinas con los pies descalzos, caminando sobre tierra desnuda, con llano y con piedras, tierra muerta con lápidas de adoquines. Dejé atrás todos los caminos cargados de viento y brisa y mientras más me acercaba, más sentía este aire obsceno que ahora lo envuelve todo en este lugar, y que sale por las grietas de las paredes de adobe viejo, por los huecos que deja el papel tapiz, que se cae como la piel muerta; ese aire que parece enturbiar el espacio hasta lograr un tono sepia como de abandono y aglutinar en el piso todas esas formas indefinidas de inmundicia.
Agachado como una sabandija la espío. A la altura de mi cabeza vuelan moscas, de esas diminutas y filudas, moscas de cementerio. Imagino que sobrevuelan países imaginarios. Es una guerra en miniatura. Abajo las hormigas, que caminan en fila india por el piso de losa, son los soldados a punto de atacar la última fortaleza en ruinas. Apoyo los dedos en el marco de madera de la ventana y miro los huecos que han dejado las polillas. ¡Balas de cañón!
Arriba de estos seres casi secretos hay un mundo ajeno, de grandes catástrofes.
Que no importa.
Usted solía repetirme hasta el cansancio que yo no me enfocaba en lo útil. «¡Por las barbas del Señor, Lucas! Eso no es importante», me decía cada vez que yo le iba a soltar algún cuento sobre los insectos que habitaban en el jardín de mi madre: orugas que avanzaban una detrás de otra como en una procesión devorando mala hierba, mantis religiosas que atrapaban colibríes y los engullían con elegancia, hormigas rojas que construían botes uniéndose entre ellas para cruzar pequeños charcos.
Usted tenía razón, padre. Siempre la tienen los muertos.
Es cierto, no me enfoco en lo útil. Me fijo en cosas insignificantes, me pierdo en naderías. Creo que mientras más grande el suceso, con más facilidad se disuelve. Los Torrente de Vals desaparecimos del pueblo y es como si nada hubiese sucedido. Dieron a mi madre, con mucho gusto, por loca; al fin y al cabo, siempre anhelaron poder declararlo con franqueza: «Lo veíamos venir, Josefina no iba a misa y no era bautizada», comentaban en los pasillos del mercado del pueblo esas señoras de buena presencia que es lo mismo que decir señoras feas pero bien vestidas.
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