Espido Freire - Diabulus in musica

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Diabulus in musica: краткое содержание, описание и аннотация

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Ésta es una historia de amor entre una mujer, un hombre y un fantasma. O, tal vez, dos fantasmas. Una historia que nos habla de Christopher Random, un actor que fue muchas personas, y de Balder Goienuri, que hasta su muerte sólo interpretó a Christopher Random.
De la muchacha que amó a los dos.
De las mentiras y los fingimientos entre los que se perdieron, y de cómo se buscaron durante años sin encontrarse.
El Diabulus representaba, en la teoría de la música antigua, el intervalo prohibido, un error deslizado entre las matemáticas perfectas que regían el mundo. También esta novela describe la lucha entre el orden y el caos, la luz y la oscuridad, el pasado y el presente. La voz y el silencio. Las múltiples maneras en las que el diablo acecha a la espera de encontrar un hueco por el que llevarse a sus víctimas.

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Clara compartía la habilidad para sobrevivir a los incendios con las salamandras; los vaivenes, que parecían zarandearla como a una caña seca, demostraban que continuaba con fuerzas. Cuando la conocí, Mikel aún vivía. Ella acababa de cambiarse de instituto, y cayó en mi clase. Simpatizamos enseguida. Al mes siguiente Balder murió, y fue ella quien se encargó de consolarme. Quien me explicó cómo trazar una ouija, y allanar así el camino hacia los espíritus.

Hablábamos de él en los descansos en la universidad, sentadas sobre la hierba, mientras el puente de Deusto se elevaba para permitir el paso a algún barco retrasado y el sol nos daba de lleno en los ojos. Al otro lado de la ría se elevaba el esqueleto rojo del que años después sería el museo más famoso del mundo. Y, un poco más allá todavía, se divisaban las ventanas del piso en el que un día canté con Balder las notas de “Aitormena”, envuelta en una manta.

– Es una lucha -me dijo-. O él o tú. Decide quién quieres que venza. Si continúas llorando, si no comes, te llevará con él. Vamos -me animaba- La vida sigue.

Ella recordaba bien “Ragnarok”; había ido a ver la película, y se había enamorado del diabólico Loki.

– Y cuando dice, cuando se dirige a esa pobre chica y dice: Vivirás para mí hasta que no puedas vivir para nadie… Por favor… -echaba la cabeza atrás, y se tiraba del pelo-. Si algún día alguien me dice esas palabras, estoy perdida. Me enamoraré inmediatamente.

– Nadie te dirá nunca nada parecido.

La primera vez que Clara marchó a Inglaterra yo no fui a despedirla al aeropuerto. Estaba enferma, y tuve que guardar cama durante dos semanas, con la peor gripe que nunca había conocido. Cuando me levantaba, las piernas me temblaban como gelatina, y el dolor de cabeza giraba en espiral entre mis oídos. El día que pude sentarme a la mesa y comer un poco consideramos finalmente derrotada la gripe, y me di cuenta de que me había quedado de nuevo sola. Según avanzaba la tarde, el pensamiento regresaba una y otra vez, insoportable, y los ojos se me llenaban de lágrimas.

Lo que comenzó siendo un berrinche afectado acabó en sollozos que me cortaban la respiración.

Lloré por todo; por mi vida tras la universidad, el trabajo, ese monstruo contra el que tanto nos habían advertido que acechaba allí, tras la esquina, por mi amiga, que no estaba conmigo, por la poca atención que me habían prestado mientras estaba enferma. Ése era el destino de Clara ahora que estaba lejos; nadie cuidaría de ella.

Simplemente, la dejarían morir sino aprendía a sobrevivir. Lloré, sobre todo, porque una vez más, me quedaba sola, yo sola con mi espejo, sin nadie que me dijera quién era, qué debía hacer, qué camino debía seguir.

– Yo no quería irme -le confesé a Chris esa noche, cuando Clara se hubo marchado y estábamos ya en la cama-. No quería vivir lejos de mi familia, ni aprender normas extrañas entre gente que no conocía. Si alguien me hubiera detenido, jamás hubiera llegado hasta aquí.

– Tenías a tus novios -dijo él- Buenas piedras en los bolsillos.

Hice un gesto con la mano, como para despejar telarañas.

– Con piedras en el bolsillo no se avanza. Y quería avanzar… Soy tan cobarde… te asombraría comprobar lo cobarde que soy.

– Es curioso. Al menos a mí me resulta curioso. ¿A qué le tienes miedo? -me dijo, acariciándome el pelo.

Yo cerré los ojos.

«A Balder -pensé-. Al que nunca duerme.»

– A lo que no veo -intenté explicar-. A la sanguijuela que vive en mi estómago, que lo araña a veces y me causa tanta angustia, tanto dolor… Puede masticarse. Sabe a barro, a sangre, al agua de mar que alguna vez he tragado al nadar, y amarga dentro. Tengo miedo a quedarme sola, porque sé que sola nada puedo hacer contra el pánico. Pero cuando estoy con alguien, nunca soy yo. Nunca digo lo que realmente siento, lo que realmente me quema. Huirían. Creerían que estoy loca. Enferma. Resulta ya duro que rechacen a quien no soy, a la coraza que me protege. No resistiría que huyeran de quien realmente soy -me hubiera gustado llorar.

Hubiera sido lo propio llorar, pero sólo sentía una desazonadora aridez en los ojos, como si en lugar de a la verdad los hubiera expuesto demasiado tiempo al sol.

– Tienes miedo a lo invisible -dijo él- porque ni siquiera te detienes a fijarte en lo visible. Frente a eso sí deberías temer. Lo que llevas dentro, sea sangre, sean monstruos, eres tú. Son tuyos. No te harán daño. Te acosan, te mantienen viva. Así cierras los ojos a la realidad que se te echa encima cuando despiertas por la mañana y compruebas que has de continuar.

Fijé los ojos en el techo.

– ¿Tú crees? ¿Así ves mi vida?¿Como una huida?

– Como una huida. Pero nadie te perseguirá: yo te sirvo de escolta.

Sonreí. Enredé mis dedos con sus dedos, jugué con el hueso de su muñeca.

– Y tú -pregunté yo, tras una pausa-, ¿a qué le tienes miedo?

Dejé de sentir su mano en mi pelo. Sorprendida, me giré hacia él.

Había cometido un error al mencionarlo; sólo con preguntar, había abierto una brecha por la que se colaba, sin pausa, rápidamente, el agua de mar, la sangre, el barro.

Dando por cierto su miedo, le había convertido en mortal.

– A nada -añadí, rápidamente, aunque el mal ya estaba hecho, y las paredes vacías de cuadros, las mesas huérfanas de fotos se perfilaron en la oscuridad-. A nada, ¿verdad? Ojalá yo fuera como tú. Ojalá tuviera tu fuerza.

– Nos quedaremos en Inglaterra -dijo una mañana, mientras me miraba desayunar. Él había salido a correr una hora antes, y había regresado para despertarme y arrojar una rosa sobre la colcha-. Creo que aún estoy a tiempo para decidir que soy europeo.

Llevaba varios días preocupado, porque su agente le presionaba y llamaba a diario: debía elegir en poco tiempo qué hacer, si continuar en televisión o probar nuevamente con el teatro. Dicho en otras palabras, si volvía a Estados Unidos o se quedaba en Inglaterra.

Le urgía una respuesta. La serie que rodaban estaba a punto de terminar, y hasta la fecha Chris le había dado largas.

– Si no te decides, yo no me hago responsable: perdemos las opciones al papel.

Yo también prefería Inglaterra, aunque me había guardado muy bien de decir nada. Pensaba que al menos me mantenía en tierra conocida, relativamente cerca de casa, y sobre todo, lejos de la otra familia de Chris. De la insistente Karen. Además, sabía que él añoraba el teatro. Sólo hablaba de eso con sus amigos.

– Stephen cuenta conmigo para la nueva obra. Y le he hablado de ti, también.

Yo abrí mucho los ojos.

– ¿De mí? ¿Por qué?

– Es una obra española. Podrás aportar tu visión.

Se refería a “El caballero de Olmedo”, el ambicioso montaje que Stephen tenía en mente desde hacía tiempo. Habían esperado varios años, pero al fin, tímidamente, otras compañías se habían atrevido con Calderón de la Barca, con el propio Lope, y habían decidido que era el momento.

– No sé nada sobre teatro.

– Eso está bien. Nosotros tampoco. Voy a ducharme.

Yo recogí la mesa, pensativa.

Luego me acerqué a la puerta del baño.

– ¿Cuándo te marchas?

– El sábado -respondió él.

– ¿Sabes por cuánto tiempo? -no me oyó, o no lo sabía-. Christopher ¿sabes cuánto tiempo estarás fuera?

– No. Una semana, o diez días.

Bajé las escaleras, despacio, y me senté de nuevo en la cocina, con la cabeza entre las manos. Cada vez que se marchaba, yo me sentía enferma. No había retomado las clases, porque los alumnos se mostraban reacios a recorrer tanta distancia hasta la casa, y había dejado de asistir a las mías desde Navidad. Alguna vez había reunido la suficiente fuerza de voluntad para vestirme y hacer ademán de salir, pero Christopher me había retenido.

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