Después de eso, nunca volví a ver a Balder.
La primera noche tardé en dormir. Al día siguiente nadie aguardaría por mí fuera de la cama, y los días se repetirían, simétricos, intervalos matemáticos, hasta que algo me agitara de nuevo. La paz de espíritu se cobraba un alto precio, y me privaba a cambio de sentimientos. Después me olvidé, y dormí sin sueños, y desperté sin ojeras.
El martes, dos días después de mi ruptura con Balder, me llevaron de excursión con el colegio. Perdería dos clases en el conservatorio, pero insistí en unirme. Montamos en el autobús, cantamos canciones en las que revelábamos nuestros amores secretos y nos llevaron a un prado cercano. Abrimos un hoyo usando una pala y plantamos robles jóvenes. Mi compañera de tareas y yo dibujamos un plano para encontrar el nuestro años más tarde, cuando regresáramos allí con nuestros hijos.
El miércoles, los profesores agitaron la cabeza para sacudirse la lluvia y nos llevaron al Museo de Ciencias Naturales. En una de las vitrinas, los esqueletos de los peces trajeron a mi mente monstruos nocturnos: antepasados muertos hacía mucho tiempo. Visitamos el herbario en el que las plantas disecadas se echaban a dormir, y escuchamos sin rastro de burla las explicaciones de los guardas que nos hablaban de memorieta, con la vista fija en los otros grupos de la sala.
El jueves, la lluvia malogro definitivamente la excursión. Trataron de mantenernos entretenidos en el albergue, pero hacia la hora de comer claudicaron. Regresamos bastante antes de lo anunciado.
Nadie abrió a mis timbrazos. Bajé las escaleras, salí del portal, llamé. Silencio. Golpeé en la puerta, primero con la mano, luego con el puño. Resignada a esperar, me senté en las escaleras, mientras la ropa que había logrado conservar limpia se mezclaba en la mochila con el barro y el verdín de las otras prendas.
A la misma hora a la que mis padres aparecieron por casa, sin contar conmigo, a las nueve, la hermana de Balder encontraba su cuerpo balanceándose sobre un centenar de velas.
Si tuviera que describir el silencio ahora lo definiría como la muerte. Entonces, en aquellos años en los que me encontraba contaminada por las notas agudas e irrompibles de la música antigua, hablaría del silencio como la ausencia de Balder, de Mikel. Él no hubiera sobrevivido en el silencio (Balder con sus ojos verdes infinitos, el paso furtivo y las partituras amarillas importadas bajo el brazo), ni siquiera con su mundo propio e inalcanzable. Cuando le negaron la música, tomó una cuerda y echó a volar de un salto de samurai herido en su honor. A sus pies, el fuego y el arco roto del violonchelo.
Llevaba cerca de seis horas encerrado en la habitación para entonces, y cuando oyeron el grito de su hermana Silvia los demás aguardaron un momento antes de cortar la cuerda que le sostenía, manteniéndose por un momento más en un mundo que sería más sordo y cruel sin Balder. Se resistieron a entrar en el humeante altar del sacrificio porque ya sabían que nada quedaba por evitar, y que el pobre dios sufriente había huido de nuestras manos una vez más.
Años más tarde, cuando me encontraba en una casa grande y acogedora, y con Chris, por añadidura, supuse que esas seis horas estuvieron ocupadas en despedirse de la música, y que rompió el violonchelo porque fue su intención destrozar el instrumento que estaba royendo su vida. Supongo sin embargo que dudó varias veces. Supongo también que luchó contra el pánico de someterse al silencio.
Mikel, el Balder perfecto, murió, por tanto, y nos traicionó a todos. A su familia, a los amigos sencillos y de gustos idénticos con los que alguna vez habíamos queda do. A las muchachas de nuestra clase, fascinadas por sus ojos verdes, su indiferencia y su aire de niño nacido en otro tiempo. Traicionó, sin saberlo, a los que llegarían a amarle en la distancia, ya muerto, a los que se asomaron a su historia a través de las palabras de los demás, de mis historias compiladas, de la música apagada del violonchelo. Al morir provocó un desgarrón en el tapiz, una súbita grieta que absorbió a los que nos aferrábamos a la superficie. Mientras él volaba en el espacio, mientras se alejaba, atraído de manera inevitable por el centro de gravedad, nosotros nos empeñamos en continuar un viaje en el que él había introducido la duda. La sospecha.
Con el tiempo, con la desesperación, con el agotamiento, nos dimos cuenta de que en realidad nos había brindado la certeza de que no cabía esperar recompensa al buen comportamiento, de que la vida era, irremediablemente, injusta.
No podía hablarle de todo esto a Chris. No le gustaría saber que tuvo una rival, la música, en la obsesión continua y halagadora de Mikel.
Jamás quise ser cantante, aunque intenté ser, al menos, una mentirosa convincente. Nací con buenas cualidades, con dulce voz y oído atinado. De las virtudes que se me habían entregado al nacer para que sobreviviera en el mundo, era la que yo menos valoraba, y por lo tanto, no comprendía por qué me envidiaban, cuando no tenía conciencia de que aquello era envidia, mi voz de tonos de terrón de azúcar, de agudos limpios.
Cuando Balder murió me enfrenté por primera vez a mis padres.
Era suficiente. No volvería a cantar. Abandonaba mis estudios y el conservatorio: deseaba ir a la universidad. Mi decisión no cedería ante ningún razonamiento.
– Estás loca -me dijeron-Piensa en lo que has sufrido para llegar hasta aquí. Piensa en que nada habrá merecido la pena si abandonas.
Yo miraba al suelo, apretaba los puños.
– Esperábamos tanto de ti…
Se esperaba tanto de mí. Una sirena puede entregar su voz a cambio de las piernas que le lleven al príncipe, pero ha de conservar la cabeza en su lugar. En las antiguas leyendas, las hadas poseían un hueco en la columna vertebral: un espacio que demostraba que no eran reales, que en ese vacío debía haberse alojado un alma. La voz de la sirena era su alma. Cuando calló, fue una princesa más. Yo callé. Entregué mi voz a cambio de encontrar la paz.
La vida se trunca fácilmente.
Aunque sorprenda, ocurre todos los días. Un padre muere, una madre enferma, un loco aguarda en el ascensor para manosearte las piernas, una hermana acaba bajo un camión.
El médico en quien confías se droga antes de la operación, el mecánico no revisó bien los frenos, una secta sin nada que perder te confunde con tu prima.
Junto a esto, mi pérdida fue pequeña, y no otorgaba excusas para lamentarme. La desgracia había rozado mi espalda sin mirarme, sin hincar sus huesudas manos para marcar su trazo. Se esperaba tanto de mí y me dieron tan poco a cambio…
No se habla de un suicida, y sus restos desaparecen con rapidez, un tronco desviado en el bosque, una planta mal enderezada. Pero de vez en cuando todo cobraba otras sombras, como un fuego fatuo que guiñase el ojo con desvergüenza, y aparecían de nuevo las preguntas.
Por qué se mató. Qué culpa tuve yo. Cómo pude haberlo evitado.
Quién sería yo a partir de entonces, por qué no estuve allí, por qué no intuí nada, por qué no supe detenerle, por qué, por qué, por qué…
Los siguientes años pasaron como un soplo; estuve ocupada cuidando de mí misma, pendiente de los estudios, de alejarme del pasado, de todo lo que significara pensar en Balder fuera de los aniversarios y las fotos que me enseñó Silvia. De vez en cuando, su recuerdo me hacía llorar en las tardes melancólicas, o cuando al pasar frente a una ventana abierta me golpeaba una ráfaga de “Aitormena”. Aquello que debimos haber visto juntos, el nuevo museo cubierto de titanio, como una nave espacial, los colores rescatados en los viejos edificios de la ciudad, blanqueados con agua y arena, la vieja pantera rugiendo con nueva fuerza desde su atalaya al otro lado de la ría, fue únicamente mío.
Читать дальше