Espido Freire - Diabulus in musica

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Ésta es una historia de amor entre una mujer, un hombre y un fantasma. O, tal vez, dos fantasmas. Una historia que nos habla de Christopher Random, un actor que fue muchas personas, y de Balder Goienuri, que hasta su muerte sólo interpretó a Christopher Random.
De la muchacha que amó a los dos.
De las mentiras y los fingimientos entre los que se perdieron, y de cómo se buscaron durante años sin encontrarse.
El Diabulus representaba, en la teoría de la música antigua, el intervalo prohibido, un error deslizado entre las matemáticas perfectas que regían el mundo. También esta novela describe la lucha entre el orden y el caos, la luz y la oscuridad, el pasado y el presente. La voz y el silencio. Las múltiples maneras en las que el diablo acecha a la espera de encontrar un hueco por el que llevarse a sus víctimas.

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– No corras -me dijo- Se han suspendido las clases; aviso de bomba.

– ¿Otra vez?

Cada dos meses, aproximadamente, la Guardia Civil subía hasta el cuarto piso, nos mandaba salir y registraba el edificio: miraban en las chimeneas abandonadas, en el hueco del ascensor. Algunas noches yo deseaba con toda mi alma que las amenazas se cumplieran y que el viejo edificio volara por los aires, y destrozara con él los horarios, las clases, las horas desperdiciadas.

– Yo me quedo -aclaró- Ya llevo dos faltas, y todo sea que den clase al final. Me marcho al Isla de Loto a por un café. ¿Vienes?

La cafetería quedaba a cien metros del conservatorio, y la gente joven no la frecuentaba. Saqué el cuaderno de armonía. Con un poco de suerte, podría comparar los ejercicios.

– ¿Sabes quiénes eran los lotófagos? -me preguntó, cuando regresó de la barra con los cafés.

– Los habitantes de una isla que encontró Ulises. Comían semillas de loto y olvidaban su pasado -contesté. Él levantó la mirada.

Por primera vez observé sus ojos, de un verde irreal, sin trazos de castaño.

– ¿Has leído la “Odisea”?

Dije que sí porque moriría antes de reconocer que lo sabía por un cómic de mis hermanos. Guardamos silencio. Luego hablamos de armonía, de lo que me aburrían las clases, del violonchelo, del camarero calvo que atendía las mesas del fondo. De nuestros compañeros (Mikel los aborrecía, especialmente a las chicas), y de qué pensábamos hacer en Semana Santa, porque ya mediaba marzo y el tiempo volaba. Me contó que iría a Biarritz, como de costumbre. Su madre era francesa, e insistía en mantener la costumbre, aunque sólo ella se divertía allí.

– ¿Hablas francés? -pregunté, pensando en las horas que perdí con la pronunciación de algunas “chansonnes”.

– Un poco -dijo- Mis hermanas y yo tenemos nacionalidad francesa. Y nombres compuestos. Marta Marie, Silvia Sophie y Virginie Ana.

– ¿Y tú? -me había fijado en sus manos, en la red de venas que se translucía bajo la piel y en los finos cartílagos. Una mano de idealista.

– Mikel Henry. No uso ni uno ni otro. Me llaman Balder.

– ¿Por qué?

Me habló de la película “Ragnarok”, mencionó con cautela su parecido con Christopher Random, y yo creí recordar que no me era del todo desconocida la información. Posiblemente se lo había oído comentar a alguna de las chicas.

– ¿Tú crees que te pareces?

– Eso espero -sonrió él- Este sábado, a las ocho, puedes verla en la tele. Juzga por ti misma.

Continuamos charlando hasta que pasó con creces la hora de la clase. Yo tenía que regresar a casa, y me despedí.

– Yo sabía quiénes eran los lotófagos -dije, antes de levantarme de la mesa-. ¿Sabes tú qué es el “diabulus in musica”?

Él no descompuso su sonrisa.

Me pregunté cómo me podía haber parecido tímido alguna vez.

– No tengo ni idea. ¿Es importante?

Se fue al cuarto de baño y yo canturreé por lo bajo. Tal vez fuera el mejor músico de la clase, pero no conocía las bases teóricas.

Los instrumentistas, decía Guido d.Arezzo, eran poco mejores que monos que imitaban gestos. Cierto que a los cantantes tampoco nos tenía en muy alta estima. Balder regresó, se guardó los dos bolis en el bolsillo y salimos de la Isla de Loto.

– Te veo el martes -dijo, y se colgó el violonchelo-. No te olvides de “Ragnarok”.

Levantó la mano y dijo adiós.

Yo fui incapaz de moverme. Sentí un temor agudo, una sensación de amenaza que descendía por mi espalda. En las articulaciones de sus dedos, con boli negro, había trazado la mano guideana, las notas mágicas que determinaban en qué tono cantar. Y en la palma, en rojo, un pentagrama muy corto en el que podía leer Fa y Si. Una cuarta aumentada. “Diabulus in musica”.

Más adelante, cuando ya salíamos juntos y conocí a sus padres, a sus hermanas (Virginie, la menor, era muy hermosa; las otras dos no), la gran casa burguesa en la que vivían, cuando supe que se empeñaba, en contra de todos, por continuar tocando y ser concertista, encontré que no resultaba fácil seguir su paso. A veces quedábamos en el piso de su hermana mayor. El piso, grande, polvoriento, desangelado, había pertenecido a la abuela de Balder, y de común acuerdo, Marta vivía allí: fue el último intento de comprar la libertad de una hija que se escabullía, y fracasó. No le gustaba el piso; apiló unos cuantos cuadros contra una de las paredes, se trajo un edredón y dos almohadones que arrojó sobre una cama y luego huyó del polvo, del olor a cerrado y de las molduras amarillentas que festoneaban los techos.

A Balder, sin embargo, aquella decadencia le entusiasmaba, y muy a menudo, al salir de clase de canto lo encontraba sentado en el suelo de la antesala, la espalda contra la pared. Me daba la mano y caminábamos hasta el Sagrado Corazón, hasta el piso prestado. Tocaba el violoncelo, y yo, abrigada con una manta, le escuchaba. Por entonces estaba de moda una versión con fondo de cuerda de la canción “Aitormena” (Confesión), y él repetía una y otra vez los acordes.

– Los buenos tiempos no son para siempre. Al fin y cabo, no somos más que simples seres humanos. Sí, te juro que nunca te he mentido, te aseguro que nunca podré olvidarte, te confieso que has sido lo mejor de mi vida, pero ahora, cariño, liberémonos cuanto antes.

Cuando quedábamos con sus amigos, que cada vez le llamaban menos, absortos en sus vidas y sus estudios, nos sentíamos invadidos por unas mentes más crudas, más directas, incapaces de comprender los secretos sutiles y la música suave y plagada de armonía y matemáticas. Bilbao se desmoronaba suavemente, los edificios grises respirando como enormes elefantes agonizando bajo capas de polvo y años, la ría incesante y sucia, y nosotros nos dejábamos envolver en aquella atmósfera, en la nostalgia del pasado ordenado y glorioso, en la evidencia de una juventud marchita y sin sentido.

Mikel, en su esfuerzo por ser Balder, lo vivía peor que yo. Su vida, su familia, el ambiente gris y lluvioso, invernal y metálico en el que se movía, eran reales.

Cierta y punzante su desesperación, su amor por la música, su oscilante humor y el modo decidido con el que se enfrentaba a la vida.

Balder abría con su presencia una puerta invisible, aquella casa, la música, los versos en euskera, la manta, aquella novela rosa inconclusa, aquel vago sentimiento de música inacabada, de armonía perdida.

Rompió conmigo a los pocos meses. No era mi culpa, dijo, yo era perfecta, dulce, animosa. No podía explicarme nada. Quería dedicarse al cello, se acercaba el verano, tenía que estudiar, la universidad aguardaba en septiembre y debía convencer a sus padres de que podría ser un músico profesional.

Podía quedarme con la pulsera que me había regalado, podría seguir viendo a sus hermanas, si quería, pero se había terminado. Se levantó, pagó la cuenta y salió del Isla de Loto. Yo me quedé sentada, incapaz de chillar, como siempre, de pedir otra oportunidad. Él se volvió en la puerta y me miró con sus extraños ojos quietos. Después de eso, nunca volví a ver a Mikel.

Fuera quien fuera la persona que me encontré después, ya no era Mikel.

Quién fui yo entonces tampoco lo sé. Con su mundo propio de sueños, música, violonchelo y diablos asomando entre las notas, con su decidida voluntad de convertirse en un dios de película, en un personaje vivo, Mikel me había otorgado cierto peso, cierta corporeidad: yo, que no existía a menos que los demás me dieran un papel, hija, alumna, cantante, novia, perdí pie.

Lloré no únicamente por su abandono, sino por la falta de mis puntos cardinales. Sin Mikel, sin Balder, fui de nuevo una muchachita más perdida entre otras, un uniforme en el mar de uniformes azules y blancos, una voz que elegía callar para no destacar entre otras.

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