Espido Freire - Diabulus in musica

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Diabulus in musica: краткое содержание, описание и аннотация

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Ésta es una historia de amor entre una mujer, un hombre y un fantasma. O, tal vez, dos fantasmas. Una historia que nos habla de Christopher Random, un actor que fue muchas personas, y de Balder Goienuri, que hasta su muerte sólo interpretó a Christopher Random.
De la muchacha que amó a los dos.
De las mentiras y los fingimientos entre los que se perdieron, y de cómo se buscaron durante años sin encontrarse.
El Diabulus representaba, en la teoría de la música antigua, el intervalo prohibido, un error deslizado entre las matemáticas perfectas que regían el mundo. También esta novela describe la lucha entre el orden y el caos, la luz y la oscuridad, el pasado y el presente. La voz y el silencio. Las múltiples maneras en las que el diablo acecha a la espera de encontrar un hueco por el que llevarse a sus víctimas.

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No resultó fácil dejarlo marchar. Una tarde garabateé un alfabeto en una hoja de papel, sí, y no, los números del 1 al 10, una entrada y una salida, y, con la voz temblorosa, posé un dedo sobre la moneda que me serviría de guía sobre las letras. Luego, esperando que nada ocurriera, y rezando porque sucediera lo que esperaba, le invoqué.

– ¡Mikel! ¡Mikel! ¡Mikel!

La moneda se movió, primero lentamente, luego a mayor velocidad sobre el alfabeto. Levanté el dedo. Había trazado una palabra.

– Balder.

Pregunté de nuevo, un hilo de fe tendido entre los dos mundos:

– ¿Estás bien? ¿Qué quieres de mí? ¿Cómo puedo ayudarte?

La moneda saltó, apenas empujada por mi dedo índice.

– No. No. No. No. No.

Y luego.

– Volveré a por ti.

Después, y por muchos años, el silencio.

Hablar con los muertos, con los fantasmas, era mucho más sencillo de lo que yo pensaba. Al fin y cabo, como en el amor, los sentimientos se reducían a desear y ser deseada; a transmitir una historia, a vivir a través de otra persona.

En las historias de amor, los dos amantes están vivos, aunque quizás no por mucho tiempo. En las historias de fantasmas, al menos uno de ellos ha de estar muerto. Pero puede que no por mucho tiempo.

Al fin y al cabo, las cosas importantes son siempre las más simples. Un cuerpo, una mente, desea otro, y el otro se entrega.

Se nos dice que, por lo general, son los hombres los que desean, las mujeres las deseadas. Pero mienten.

Hace muy poco, la niña con margaritas en el pelo entró en el cuarto de baño y aguardó a que yo saliera de mi cubículo. A veces me quedaba allí durante horas, sentada sobre la taza, con la cabeza entre las rodillas.

– ¿Cómo podemos hablar con los muertos? -me preguntó.

– ¿Por qué quieres saberlo?

– Mis amigas me lo han preguntado. Yo les he dicho que es posible, pero ellas quieren una prueba. ¿Cómo puedo hacerlo?

Moví la cabeza muy despacio.

– No lo hagas -le pedí.

Sin embargo, dos días más tarde, mientras el resto de sus amigas corrían en el patio, la niña de las margaritas y sus compañeras se sentaron en el suelo del cuarto de baño, con un tablero tan tosco como el que yo había empleado para hablar con Balder y un vaso que se movería sobre las letras. Nerviosas, revolucionadas como palomas jóvenes, dudaron.

– Esto no está bien -dije, y las otras no levantaron la vista, pero la niña que hablaba conmigo quitó su dedo del vaso.

– Salúdala -dijo una.

– ¿Al fantasma?

– A quien sea. Dale la bienvenida.

Las niñas gritaron cuando el vaso se movió sin que nadie posara sus dedos sobre él. Era lo que ansiaban, y por eso se asustaron.

Descubrieron el pavor que inspira un deseo cumplido. No pude evitar su miedo. Corrieron, aterradas, y se lo contaron a sus padres, que a su vez acudieron a la directora.

Una capa de histeria se posó suavemente, como la ceniza de un volcán, sobre todas ellas. Las niñas cambiaron, se volvieron ariscas, desconfiadas, y, a instancias de sus padres, dejaron de hablar con los fantasmas. Se dedicaban únicamente a sus tareas, clases, deberes, baloncesto, inglés, el ocio resultaba sospechoso, como si en ello se ocultara una rebelión contra el mundo de los mayores, o contra la invisible esfera de los no vivos. La niñita de las horquillas graciosas comenzó a evitarme, y a fingir que no me veía. Y por primera vez desde que llegué a aquel colegio, desde que decidí abandonar a Christopher, me quedé sola.

Mi ópera preferida, “L´incoronazione di Poppea”, era una de las que se escondía en las cintas que encontré antes de la mudanza, y a la que, en su momento, dediqué más tiempo de ensayo. Mi compañero, el tenor que actuaba como Nerón, apretaba contra su cuerpo mi cintura, y ya no éramos dos desconocidos, sino los rastros misteriosos de dos personas muertas durante siglos.

Y sin embargo, las vidas que tomábamos prestadas no desfiguraban nuestras frentes. Era Popea la que dulcificaba su memoria en mis rasgos infantiles, la que estallaba en risas cuando me estrechaban demasiado apretadamente. E incluso a veces los tiempos se entremezclaban como agua y tinta cuando Nerón cantaba y era yo quien recibía sus frases de amor, o cuando aquel tenorcillo escuchaba absorto los trinos falsos y de rendida adoración de la infame Popea que aparecía en mi voz.

Todos esos ensayos nos hacían huir del resto del mundo, porque era divertido reír, y porque ninguno de los dos, Nerón, yo, advertíamos el punto de locura que nos animaba. Y así nos alejábamos de la férula feroz y crítica de la profesora de canto, que con sus indicaciones de lectura nos escamoteaba el placer que pudiéramos sentir. Porque cantar, nos advertía, no resultaba cosa fácil; exigía disciplina, sacrificio, una voluntad de hierro, y una salud impecable. Cuando se disfrutaba con ello, había que comenzar a desconfiar. Como de las hemorragias ocultas: algo iba mal en el interior.

Cuando ya llevaba una semana colgando mi ropa en el armario de Chris, Clara me llamó. Yo la había mantenido al tanto, y ella había demostrado alegría sincera ante las noticias, pero no nos habíamos vuelto a ver desde la fiesta de Pablo.

– ¿Por qué no te acercas a la Galería, y comemos juntas? -me pidió.

– Tengo bastante trabajo -mentí yo, incapaz de resistirme a la tentación de ostentar lo que había conseguido-. ¿Qué te parece si vienes tú aquí, a casa, después del trabajo? Puedes quedarte a dormir, si se te hace tarde.

Clara llegó a las ocho con su antigua mirada. Parecía mayor y cansada. Aguardé a que me contara qué le ocurría, qué se había desmoronado, pero hablamos de temas banales. Le enseñé la casa; ella se asomó a la ventana de nuestra habitación, y pasó el dedo sobre la repisa en un gesto instintivo heredado de su madre.

– ¿Estás contenta? -preguntó.

– Sí. Mucho.

– No lo parece.

– Tampoco tú -objeté. Coloqué sobre la mesa la azucarera que el primer día había usado Chris, y dos tazas para el té.

– No -contestó ella, al fin-. Ya lo sé.

– ¿Por qué?

– Nací hace demasiado tiempo en el lugar equivocado.

– Ya no tiene remedio.

Posó la mano sobre la taza, pero no la cogió.

– Por eso no soy, feliz.

– ¿Has dejado a Pablo? -me arriesgué a preguntar.

– Él me ha dejado a mí. No importa -se apresuró a añadir-. Me ha liberado de un puñado de preocupaciones. Ha sido él quien se ha mudado, de modo que ni siquiera he buscado otro piso. De todos modos, a fin de mes me marcho.

– ¿A París? -ella asintió con la cabeza- Si dijiste que te había decepcionado…

– Eso no tiene nada que ver. Es… al menos es el lugar adecuado.

– Eso mismo dijiste de Londres.

– Me equivoqué. Era el lugar adecuado para ti.

– ¿Tiene algo que ver aquel mimo que conociste?

Ella calló. Luego habló con rapidez: le pagarían menos, pero había pensado en métodos para ahorrar, y la vida no costaba tanto allí, o al menos eso le habían dicho. Yo callé. Clara apenas hablaba francés, no conocía a nadie en Francia, y perdería los méritos que había logrado en Londres. Pero callé.

Dejó la casa antes de que Chris llegara: no me había preguntado por él, ni por mis planes, por mi futuro, por nada. Escuchaba con arte, pero nunca hacía preguntas.

Era un confesor que negaba la absolución, o que al menos, se olvidaba de darla. Atesoraba lo que los otros le daban, y no lo revelaba jamás, pero no mostraba interés por nadie. Por nada.

Leí en alguna parte que las salamandras podían sobrevivir entre las brasas de una hoguera. Eran animales mágicos, y por lo tanto, malditos, y se dudaba de si en su naturaleza pesaba más el fuego o el agua, si se fundían con las llamas o se oponían a ellas.

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