María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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Le espiaba. Cuando le perseguía desde una cierta distancia, protegida por los transeúntes que se interponían, se sentía estúpida. Nunca habría creído que fuera posible actuar como un animalito perdido que husmea a su amo. ¿Dónde estaban la dignidad y el orgullo que sus padres le habían enseñado como consigna de vida? Ella vivía con aquel hombre. Tenía que repetírselo constantemente. Amaba la sombra que perseguía por las calles de Palma. Conocía su presencia concreta. Dormía junto a él. ¿Por qué, entonces, la sensación de haber perdido el norte, la incapacidad de hablar claro? «Sé sincero de una vez -habría querido decirle-. Dime cómo es posible cambiar en pocas semanas. Me regalaste un anillo. Me pediste que fuera tu mujer. Te respondí que ya lo era. ¿Lo he sido, alguna vez? ¿O sólo una persona que no quieres mostrar al mundo, porque representa tu debilidad? Quién sabe si sólo he representado el papel de una puta. Ha desaparecido el amante, el amigo, el amor. Como si siempre hubieras llevado una máscara. Continúas diciéndome que me amas. ¿Qué amor me juras, mientras llevas una vida que desconozco, paralela a la nuestra? Tienes dos vidas, Ignacio, y yo sólo conozco una.»

Le espiaba de día. Le amaba de noche con una furia nueva. Cada vez como si fuera la última. Lo intuía, aunque no se lo dijera. Un beso, y otro más, mientras callaban. Se arañaban los cuerpos con una desesperación que sustituía la antigua ternura. Se dejaban en la piel los signos con que habrían querido marcarse la vida. No era furia contra alguien, sino a favor de un amor que se les escapaba. Cuando él se dormía, ella le velaba el sueño. Observaba sus movimientos debajo de las sábanas, la respiración, la desazón que salía por cada poro de su piel. Habría querido abrazarle, decirle que le amaba, suplicarle que no le fallara. «No me traiciones, porque me matarías.» Se lo decía muy bajito, cuando no podía oírla. Con la punta de la lengua recogía la sal que la tristeza deja en las mejillas.

Le telefoneó a la radio. Era casi mediodía y estaba a punto de entrar en un estudio de grabación. El técnico le dijo que tenía una llamada. Era la voz de Ignacio. Nervioso, le dijo:

– Tendrías que venir un momento a casa.

– ¿Ahora? ¿Tienes algún problema?

– Sí. Ven en seguida. Tengo que decirte algo.

No era su forma de actuar. Tampoco le reconocía el tono de voz. Pronunciaba las palabras con una tensión desconocida. Era una voz amarga por la tristeza, lenta. No tenía vida, la energía que le recordaba la pasión que ponía en las cosas. Se preocupó. Algo muy grave sucedía para que Ignacio reaccionara como un hombre derrotado. Le recordó a alguien que habla sin fuerzas mientras se asoma a un abismo en el que puede perderse para siempre. Intentó coger un taxi para que el trayecto fuera más corto, pero no encontró ninguno libre. Volaba por las calles. Todo el mundo debía de pensar que se había vuelto loca, pero no le importaba. Le encontró en la habitación, con una bolsa de viaje abierta delante de él. Estaba metiendo algunos jerséis, camisas. Se miraron. Él murmuró:

– Me ha llamado Marta.

– ¡Siempre Marta! -Habría querido evitar la exclamación, pero no pudo contenerla. Hay palabras que se nos escapan sin que podamos silenciarlas.

– Es la madre de mis hijos -lo dijo serio, casi solemne.

– Sí, claro.

– Jorge ha tenido un accidente de moto.

– ¿Cómo?

– Mi hijo. ¿Recuerdas que tengo hijos? -Había una frialdad terrible en aquella voz.

«No me hables así -habría querido exclamar-, no tienes ningún derecho. Yo no tengo la culpa del accidente, y tú me miras como si fuera la culpable.» Contuvo el alud de reproches, y preguntó:

– ¿Es grave?

– No lo sabemos muy bien. Parece ser que sí. Podría… -vaciló- quedarse sin poder andar. Tiene la columna afectada, pero no sé hasta qué punto. Nos lo llevamos a Barcelona.

– De acuerdo. Tranquilízate. Seguro que será una falsa alarma. Te ayudaré a preparar las cosas. ¿Dónde tienes la chaqueta gris? Todavía hace frío, la necesitarás. -Hablaba y se movía como una autómata, incapaz de asimilar la información, intentando no reflejar el miedo que sentía.

– Tengo una plaza en un avión que sale dentro de una hora. He de darme prisa.

– Sí. Te acompañaré al aeropuerto. Si tenemos suerte, podré encontrar un billete en el mismo vuelo.

– ¿Qué dices?

– Quiero acompañarte.

– No seas absurda. No es el mejor momento para encuentros familiares, ¿no te parece?

– No iré a la clínica. Te esperaré en el hotel para hacerte compañía cuando vuelvas por la noche. Estaré cerca de ti.

– Mi hijo es ahora la única prioridad. Me iré solo y te mantendré informada.

– No lo entiendo. Te aseguro que no molestaré a nadie.

– Te telefonearé.

Había llamado a un taxi. Al cabo de pocos minutos, el coche estaba en la calle. Lo vio por la ventana y le pareció el espectro de una pesadilla. Intuyó una sombra en el interior. Se preguntó si era un juego de la luz o la figura de Marta esperándole. Intentó sentir compasión por aquella mujer, por el adolescente que quizá no volvería a andar, pero no pudo. Sólo era capaz de sentir lástima de sí misma, apartada de la vida de Ignacio. Se sintió culpable, pero no lo podía evitar. Tenía que acompañarle a Barcelona. ¿Cómo podía quedarse en casa, como si no pasara nada, mientras él partía? Se abrazaron: ella como se agarra un reo a la vida antes de morir; él con cierta ternura que la impaciencia vencía. Se esforzó en dominarse, mientras le preguntaba:

– ¿Me tendrás informada?

– Naturalmente.

– ¿Dónde te alojarás?

– No lo sé. Si quieres ponerte en contacto conmigo, llámame al móvil.

– ¿Tengo que decírselo a alguien?

– No hace falta que hagas nada.

– Ya. Adiós, amor.

– Adiós.

Vio cómo se marchaba sin hacer nada por evitarlo. Las palabras y los gestos habían dejado de tener valor. Tenía que saber esperar. Nunca había sido una mujer paciente. Le costaba reprimirse. Tener que dejar que los demás marcasen los ritmos era duro. Habría necesitado ir con él. Oscilaba entre la pena por Ignacio y la rabia contra él, que no aceptaba que le acompañara. No era sencillo hacerle entender que amar también es estar juntos, sentir la presencia del otro en los momentos malos. Habría querido apoyar la frente en su hombro. Le habría gustado también estrangularle porque la expulsaba de su mundo. Le amaba y le odiaba. Se lamentaba por la soledad de Ignacio, mientras se preguntaba si Marta estaría a su lado. ¿De qué hablarían? ¿Intentarían consolarse rescatando recuerdos perdidos? ¿Se entretendrían reviviendo la niñez del adolescente como una forma de recuperarle? Recordarían horas felices, tiempos pasados que la memoria puede hacer presentes. ¿Se alojarían en el mismo hotel? Quizá se habían abrazado con una intensidad nueva, junto a la cama del hospital. Quién sabe si habían recobrado rastros de la antigua ternura.

Se dijo que tenía que ser fuerte. Ayudaría a Ignacio desde la distancia. Se reprochó el egoísmo de querer acapararle, cuando su hijo estaba grave. Le avergonzaban sus propios sentimientos, aquella combinación absurda. De una parte, la tristeza, pero también el miedo a perderle. Las ganas de que Jorge se recuperara; el deseo de que todo fuera como antes. La necesidad de irse a Barcelona; el esfuerzo de contención que le suponía quedarse en casa, sentada junto al teléfono, esperando noticias. Tenía el móvil en la mano. El teléfono fijo cerca. Uno u otro sonarían en cualquier momento. Tenía que estar atenta. Cuando Jorge volviera a la isla, quizá querría conocerla. Dicen que las experiencias extremas hacen madurar. Conmovido por la dedicación de un padre que lo dejaba todo para ayudarle, sabría ser generoso. Marta se adaptaría a la nueva situación. Una mujer que ha estado a punto de perder a un hijo debe aprender a relativizar ciertas historias. El dolor nos tiene que hacer más comprensivos, tiene que suavizar la intransigencia. Pensarlo le servía de consuelo.

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