María siempre había sido de carnes prietas. Cuando era niña, tenía los muslos gorditos y la sonrisa amable; dos hoyuelos en las mejillas, que invitaban a los padres a pregonar que era una niña sana. Durante la adolescencia, tuvo que acostumbrarse a los pellizcos afectuosos, un punto malévolos, de la colección de tíos viudos, solteros o malcasados que había en la familia. La robustez de los brazos y la piel tersa de la criatura invitaban a acariciarla. Era de talante afectuoso, tranquilo. No le resultaba molesta la invasión física de los demás, sino que acogía las manifestaciones de cariño con una alegre naturalidad que transmitía a la gente.
Matilde era su mejor amiga. Aunque tenían la misma edad, le inspiraba una mezcla de ternura y de sentimiento protector. Eran el día y la noche: a María no le gustaban los cambios, nunca se precipitaba al tomar una decisión. En cambio, Matilde era impulsiva, capaz de improvisar. Ella tenía un carácter alegre, pero la prudencia predominaba en cada uno de sus actos. Matilde se reía a menudo, aunque también lloraba mucho. Podía experimentar la alegría y el dolor en parecidos grados de intensidad. Una no se arriesgaba demasiado; la otra amaba la aventura. Curiosamente, nunca rechazaron una forma de ser que no reflejaba su propio carácter. Se respetaban y se entendían, aunque no acabaran de comprenderse. Eran fieles a la amistad que tenía orígenes remotos en la memoria. Se sabían incondicionales, sinceras, confidentes. Compartían secretos que no habrían desvelado en la vida. María sonreía ante las incoherencias de una Matilde demasiado visceral. Matilde levantaba las cejas al intuir las inseguridades de su amiga, aquel curarse en salud antes de dar un paso. Expresaban disconformidad sin reproches; discutían con ganas de convencer a la otra, pero no para transformarla.
Las diferencias en sus respectivos caracteres estaban en clara correlación con unas considerables diferencias físicas.
– Nadie creerá que somos hermanas -decía María, muerta de risa.
– Seguro que no nos hicieron con el mismo molde -añadía Matilde, con malicia.
Matilde era menuda. Daba la impresión de que un soplo de viento se la podía llevar lejos. Tenía la cintura de avispa, las manos delgadas, con los huesos marcados. En los pies, las venas dibujaban rutas azuladas. María estaba hecha de redondeces, como si tuviera el cuerpo de musgo, el vientre parecido a un melón maduro. Era alta, con los hombros cuadrados. Tenía unos pechos que se adivinaban turgentes debajo de la ropa. En una tienda del barrio, compraban telas para hacerse vestidos. Les gustaban los estampados de flores: las margaritas de una falda plisada favorecían la graciosa figura de Matilde. Un campo de amapolas se ceñía a los muslos de María. Eran jóvenes y estaban siempre de buen humor.
– Privilegios de la edad -decía Matilde años más tarde, cuando lo recordaban-. La pena es que no éramos conscientes. Éramos felices sin saberlo, como dos estúpidas. Nos habían dicho que la felicidad eran grandes proezas, momentos supremos que no vivimos. Nos creímos unas mentiras que nos hacían vivir a la expectativa, mientras dejábamos pasar de largo una felicidad de días dulces.
Matilde era enamoradiza. María sólo se enamoró una vez, y fue para toda la vida. Se conocían como si fueran almas gemelas. Habían crecido juntas en un rincón del mundo que no ofrecía sorpresas. Cada una de ellas se habría creído capaz de augurar el futuro de la otra. Tenían una base sólida de datos, toda la información posible, pero no consideraban los elementos ajenos que nos marcan la vida; aspectos como el azar, la suerte, los encuentros desafortunados. Ignoraban que hay situaciones que cambian el destino. Ninguna de las dos habría acertado en la predicción de la otra. Los años tuvieron que demostrárselo, con la combinación de sorpresa y dolor que nos acompaña cuando nos hacemos mayores. María aceptó el margen de distancia que hay entre lo que hemos previsto y lo que sucede. Dejó de ser la adolescente que se conforma con todo, pero se convirtió en una mujer que se reconocía en la mirada de los perros apaleados. Matilde entendió el error con estupefacción.
Tiempo antes de esas constataciones, María sorprendió a Matilde con el único acto de vehemencia que protagonizó: el del amor. Cuando alguien no es apasionado, se apasiona por casualidad, sin quererlo. Como llega por caminos imprevisibles, lo hace con una fuerza inesperada. Una energía surgida de un aspecto desconocido de su persona. No hay reservas en los actos que nacen de la espontaneidad. Si intuyes que puedes rodar pendiente abajo, te agarras a las rocas, clavas las uñas de las manos, apoyas los pies. Caminas muy despacio. Eres cauto, prudente. Si desconoces la posibilidad de caerte, saltas por los matojos como una cabra salvaje. No experimentas el miedo protector que nos impide convertirnos en improvisados saltimbanquis condenados a la agonía. Ignoraba que amar era despeñarse vida abajo, a favor de la vida del otro. Convertir su gozo en tu gozo; sus tristezas en las propias tristezas. Nadie le avisó de aquel delirio, de la pérdida de voluntad, de las ganas de irse hasta el fin del mundo con alguien que acababa de conocer. Se enamoró como una loca, pero se comportó con la constancia y la lealtad que la caracterizaban. El resultado era una suma peligrosa. A Antonio, el hombre que se dejaba querer por María, le resultaba una buena combinación.
– El amor te hace tener cordura en la casa, como antes -se burlaba Matilde-, y ser una loca en la cama, cosa inimaginable.
Se casó con un ramo de mimosas en las manos. Decía que eran rayos de sol que había aprisionado, porque se sentía feliz. Llevaba una falda cosida con muchos metros de tela, hecho que no tenía demasiado mérito si tenemos en cuenta las considerables proporciones de su silueta, pero que le daba un aire majestuoso. Una magnificencia que duró el tiempo de la ceremonia, pero que perdió casi inmediatamente y no volvió a recuperar. Fue sustituida por un aspecto inofensivo de ama de casa. Se fue sin dolor del barrio en el que había crecido. Acaso con una cierta tristeza por la tristeza que no sentía. Estaba sorprendida de la ruidosa alegría con la que se despedía de la adolescencia. Era muy joven. Tenía las caderas firmes, los brazos fuertes. El marido estaba convencido de que pariría hijos sanos, de que trabajaría con entusiasmo en el puesto de venta del mercado. Se cumplió la segunda parte del oráculo. Se levantaba al amanecer para cargar el camión con cajas de hortalizas, verduras, frutas. Atendía a los clientes con la sonrisa en los labios. Su carácter apacible favorecía el trato con la gente. Era generosa a la hora de pesar, añadía siempre alguna golosina para los pequeños: un racimo de uva moscatel, unas cerezas para que las niñas se hiciesen unos pendientes, un albaricoque madurado al sol. Se dio a conocer en el mercado. Todo el mundo la saludaba con simpatía, porque no sabía qué era la envidia. Los brazos se le redondearon algo más. Tenía unos pechos generosos, que asomaban por el escote de la bata cuando se agachaba. Aquellas turgencias habrían hecho las delicias de un Rubens. Era gordita y ágil, como si la alegría de vivir se le contagiara al cuerpo.
El marido era un hombre corriente. Matilde habría dicho que vulgar. María le consideraba extraordinario. El desacuerdo a la hora de juzgarlo surgía de la diferencia de afectos que inspiraba a ambas mujeres. Para Antonio, la vida era un negocio sin demasiadas ambiciones: el ahorro mínimo, contar el dinero ganado en el puesto de venta mientras hacía sonar las monedas en la mesa de la cocina; era un vaso de vino y unos huevos en el plato; era dormirse delante de la televisión, mientras seguía el hilo de una película; era penetrarla con una avidez que los años fueron apagando; era una partida de cartas en el bar con los amigos, un cortado con un poco de ron, una camisa limpia que la mujer planchaba con esmero.
Читать дальше