Ocuparon una mesa junto a la ventana que daba al jardín. Una estratégica iluminación ofrecía la visión de un escenario de verdes. Eligieron un vino que coloreaba las mejillas. Pidieron una ensalada de bogavante, carpaccio de gambas, trufas heladas. Tenían una mano sobre el mantel y enlazaban los dedos, que parecían adquirir vida propia, en el afán de encontrarse. Habían empezado con una copa de champán como aperitivo. Brindaron por la fortuna que les era propicia, por los dioses que habían escuchado sus plegarias. «Los deseos -pensaba ella- pueden convertirse en oraciones, cuando se repiten como una letanía.» Los dioses habían sido amables, les habían concedido lo que más deseaban: una vida para vivirla los dos. Tenían que aprovecharla. Saborearla como quien disfruta de un bien muy preciado. Ignoraba si las cosas que nos cuesta conseguir son más queridas. Estaba segura, en cambio, de que nuestra percepción se agudiza en relación con lo que surge de un intenso deseo. Somos conscientes de la buena suerte cuando hemos tenido que esperarla.
Tenían la sensación de que estaban solos en el restaurante. El resto de las personas que cenaban quedaba lejos, en un segundo plano casi ficticio. La realidad eran ellos, capaces de convertir cualquier espacio en un paraíso. Hablaban en voz baja. Hacían proyectos que habrían querido concretar ya, porque los vencía la impaciencia de los amantes. Repetían que se amaban. Las palabras sonaban como si fueran nuevas, aunque las dijeran mil veces. Se miraban a los ojos. Ignacio pensaba que todo se solucionaría, que el desasosiego por los hijos no tenía que preocuparla. Se sentía optimista, brillante. Habría sido capaz de ganar cien mil juicios. Dana tenía una risa mágica. Había un resto de chocolate en sus labios; era una sombra casi imperceptible. Ignacio se inclinó un poco. Con la punta de la lengua percibió el sabor. Tenía un gusto amargo, de cacao. Le cogió las manos y depositó en ellas un paquete envuelto con esmero. Llevaba un lazo azul, dorado en el borde. Dana se entretuvo en deshacerlo. Abrir un regalo era casi un ritual. En un fondo de terciopelo estaba la joya. Un anillo de oro y rubíes rodeados de brillantes. Era una pieza de buen gusto, diseñada con exquisitez. Le dijo:
– Es muy bello. Gracias.
– ¿Te gusta?
– Nunca había visto un anillo tan delicado.
– Lo escogí con mucha ilusión. He visto muchos, antes de decidirme. He tenido serias dificultades para elegirlo.
– Has acertado, amor mío.
– Es nuestro anillo de compromiso.
– ¿Cómo?
– ¿Te casarás conmigo, cuando mi infierno se calme?
– Sí, me casaré contigo. No importa el tiempo que tenga que esperar.
– ¿Tendrás suficiente paciencia?
– Lo único que quiero es estar a tu lado. No hables de infiernos, cuando nosotros hemos tocado el cielo.
– Tienes razón. No tendría que quejarme, pero quiero que seas mi mujer.
– Ya lo soy.
– ¿Sabes por qué opté por los rubíes?
– No.
– Me recuerdan a tus ojos. Hay fuego en ellos.
– Los dos estamos hechos de fuego.
Era cierto. Las llamas los empujaban a amarse. Aquella noche recorrieron cada centímetro de la piel del otro. Probaron el sabor de la sal, del cacao, de las rosas. Ella se echó sobre él mientras la penetraba. Marcaron los ritmos del placer, y no les fue difícil imaginarse respirando para siempre un único aliento.
Pasaron las semanas, con la precipitación que lleva la vida vivida con intensidad. Los buenos momentos se le escapaban de las manos. Dana habría querido eternizarlos, poder parar las horas como si cada instante se convirtiera en una fotografía. Miles de fotografías de la historia que protagonizaban, cada una reproducida en un papel, para que pudieran mirarlas de nuevo. Habría sido una forma de impedir que se escaparan. Le gustaba ir al trabajo a pie. Desayunaban juntos, café y zumo de naranja, tostadas con mermelada. En la puerta de la casa se decían adiós hasta la noche. Ignacio se iba al despacho; Dana se encaminaba hacia la radio. Una mañana, se cruzó con Marta en la calle Sant Jaume. No fue un encuentro casual. Cuando estuvieron frente a frente, supo quién era sin preguntárselo. Nunca se habían visto de cerca. Ni tampoco bajo la luz inclemente de una mañana que subrayaba la dura expresión de la otra. Dana lo adivinó sin proponérselo, porque no quería pensar. Se quedaron inmóviles. Parecían incapaces de hablar. Marta, muda por la ira; ella, sin posibilidad de reaccionar. Le resultaba extraño tener frente a sí a la mujer que había vivido tantos años con Ignacio, que era la madre de sus hijos. Eran fuertes y se miraron sin parpadear. Dana rompió el silencio:
– Buenos días.
– No tengo días buenos. ¿Lo sabes?
– ¿Quieres que entremos en un bar a tomar un café? Si me tienes que decir algo, quizá es mejor que no sea en la calle. -Intentaba mantener la calma, pero no podía evitar un leve temblor en las manos, que ocultó en el fondo de los bolsillos.
– No me apetece que nos vean tomando un café como dos buenas amigas. Lo entiendes, ¿verdad? Lo que tengo que decirte será breve.
– Entonces, dímelo.
– No te saldrás con la tuya. Ni tú ni el cabrón de mi marido.
– Me habían dicho que eras una mujer educada. Ese tono no es el adecuado. Además, Ignacio no es un cabrón. No creo que pensaras lo mismo cuando le amabas.
– De eso hace muchos años. Ahora sólo sé que nos putea la existencia. Mi vida es un infierno desde que se fue de casa. La de mis hijos también.
– Puedo entender que le eches de menos. -Pensó que se estaba equivocando de discurso. No podía implicarse en el posible padecimiento de aquella mujer. Rectificó en seguida-. En todo caso, ésa no es mi historia. Tendrías que hablar con él. ¿No te parece?
– ¿Echarle de menos? Le haremos la vida imposible. Su descrédito será el precio de este estúpido capricho. Mis hijos no quieren saber nada de él. Ha roto una familia feliz.
– ¿Familia feliz? No sé de qué me hablas. No es precisamente así como él define la vida contigo. Escucha, Marta, no es un capricho: es amor. Sé que te hace daño escucharme, pero es la verdad. Vivíais una historia acabada; déjale libre.
– Nada ha terminado. Eres tú quien no lo entiende. Nosotros -supuso que incluía a los hijos en aquel plural- no perdemos nunca. Pobrecita, tendrías que darme lástima. Retírate del juego, antes de que sea tarde.
– Adiós.
Continuó andando. Iba de prisa, sin mirar atrás. Tuvo miedo de que aquella mujer, que tenía la determinación de una loca, pudiera perseguirla. Le había dicho que se retirara del juego. Las palabras resonaban en su cerebro. ¿De qué juego le había hablado? Aquello era la vida. No se trataba de una partida de cartas donde es necesario ganar por orgullo. El amor va unido a la generosidad, no tiene nada que ver con la arrogancia que había manifestado la otra. Era consciente de que representaba el papel de la mala de la película, la mujer que rompe una familia, como le había dicho, pero había descubierto que Marta no quería a Ignacio. Quería el lugar que ocupaba en el mundo gracias a él. Ignoraba si le quedaba algo de ternura, la satisfacción por los hijos que utilizaba como instrumento, la rutina de los años. No estaba dispuesta a perder el estatus social, la situación económica. Era una mujer de formalismos, que obviaba los contenidos de las cosas. Acaso se quedaba en un nivel muy superficial de consigna mal entendida.
Habría querido notar una sombra de complicidad. El sentimiento que nos puede hacer entender el dolor que causamos a una persona. En los antiguos episodios bélicos, cuando los guerreros se enfrentaban cuerpo a cuerpo, había seguramente secuencias de acción y de sentimientos, cada una guiada por sus propios ritmos. Desde el miedo al encuentro a la rabia, desde el afán de defenderse para sobrevivir hasta el instante inexplicable de proximidad con el enemigo. Todo debía de suceder en cuestión de segundos. Quienes luchaban tenían que tener las armas a punto, el cuerpo al acecho. En un encuentro por amor, intervenían los mismos factores. El afán de poseer a alguien tiene motivaciones diversas. Surge de razones que pueden llegar a ser contradictorias. El amor o la ambición; los deseos del otro o de las seguridades que nos proporciona; el riesgo de vivir o la comodidad de una vida. Continuó el camino hasta la radio. Hacía una mañana de plomo. Se dijo que las cosas no podían ser tan simples, que las analizaba desde la propia conveniencia. Nunca nada es blanco ni negro por completo. Le invadió la añoranza. Habían pasado siglos desde que se había despedido de Ignacio. Se paró en medio de la calle y marcó su teléfono. Tenía que decirle que le amaba. En un gesto inconsciente, acarició el anillo que llevaba en la mano izquierda. Los dedos no habían perdido aquel sutil temblor.
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