De pasiones y otros fantasmas
María Paz Ruiz Gil
© María Paz Ruiz Gil, 2021
© Sobre la presente edición: Editorial Alt autores
Diseño y maquetación: © Sergio Verde (www.sergioverde.com)
Correción textos: Esther Carretero
ISBN: 978-84-17400-72-9
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Editorial Alt autores
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CIF: B95888996
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Índice
Capítulo uno
Capítulo dos
Capítulo tres
Capítulo cuatro
Capítulo cinco
Capítulo seis
Capítulo siete
Capítulo ocho
Capítulo nueve
Capítulo diez
Capítulo once
Capítulo doce
Capítulo trece
Capítulo catorce
Capítulo quince
Capítulo dieciséis
Capítulo diecisiete
Capítulo dieciocho
Capítulo diecinueve
Capítulo veinte
Capítulo uno
Había cumplido treinta y cinco años y no sabía si sentirse joven o viejo. Con esa ambigüedad confeccionaba sus días: unos atiborrados de experiencias que solo un cuerpo ebrio de locuras podía aguantar, y otros lentos, a medio vivir, pensando en la venta que se traía entre manos, enfermo de cansancio y enfilando resacas con soldaditos de Ibuprofeno para no perder su trabajo.
Para combatir esa tediosa vida que jugaba de lunes a jueves, Nacho adoraba la fiesta, se rendía ante los castigos y poderes del alcohol que le hacían ver a las mujeres más hermosas y divertidas de lo que eran; y a esas malditas noches en las que él mismo se transformaba en un cuerpo admirado del que estallaba una sonrisa con la que regaba encanto por esa boca con la que a todas, o a casi todas, enamoraba por horas.
La que no se creía el cuento era su madre, que a sus cincuenta y nueve años continuaba esperando que llegara el día en que su presumido hijo sentara la cabeza y, conseguido esto, de una buena vez decidiera casarse para empezar a encender cuanto antes la máquina de hacer hijos. Y mientras ese día llegaba —porque las madres por el mero hecho de haber fabricado a sus hijos muy internamente saben qué será de ellos—, Nacho gozaba de ser un matón de amores, un ladrón de sexo casual y un atareado coleccionista de orgasmos, afición que descubrió efectiva para calcinar los recuerdos y las montañas de amor convertido en fétido compost después de pasar tres años al lado de una mujer, una que lodejó contagiado de dolor, a la que despojó de su nombre y que cada dieciséis de marzo lo hacía llorar.
Todos los demás días, Nacho, que tenía calentita la máquina de reproducción, pero de momento forrada siempre en látex, insistía en complicárselos conociendo mujeres, arrebatándoles el cariño a mordiscos y bañándolas en besos tan excitantes como sus palabras de amor, usurpadas a Vallejo sin sus correspondientes comillas.
Era analista de banca de inversión y, según decían sus compañeros, de los mejores; un chico rápido y con una intuición de torero que le permitía entenderse con el riesgo para hacerle las mejores faenas, y así exprimir dinero con la venta de compañías sin preocuparse por la sangre que pudiera salpicar al desgarrarlas, fusionarlas o liquidarlas.
Los viernes, al terminar su jornada con los demás de su especie, gente que había empapelado su español con vocablos del inglés para enunciarlo todo y que le aburrían hasta el abatimiento, Nacho Corbacho salía disparado como una flecha hacia su casa, se arrancaba la corbata, se duchaba hasta que su pene olía a jabón y se iba a probar suerte en cualquier bar que estuviera a tono con sus deseos.Esa noche de noviembre lo que le apetecía era un bar en el que pudiera pescar a una chica como la que finalmente quedó enganchada a su anzuelo: Fini, una mujer de padre español y madre norteamericana, dueña de un estrafalario castellano que salía por unos dientes divorciados en los que se podía ver atascada la caña de pescar de Corbacho, y que convertían su escindida sonrisa en una provocación a los sentidos que, a coro, empinaron la fábrica de hijos de Nacho para hacerla suya.
Fini había entrado a ese bar para mejorar su español «de mierdo», pero ese viernes, y el sábado que le siguió, tras una convulsiva noche, lo único que ejercitó la rubia de cejas perfiladísimas fueron palabras obscenas del inglés gritadas una y otra vez con la misma cadencia que las más despernancadas actrices porno. Y a Corbacho le gustó confirmar que esas mujeres existían fuera de su portátil. Se divertía estudiando lo que unas y otras hacían durante los minutos de placer con él, por eso se aficionó al juego erótico que idearon un par de checas turnándose para dejarlo dos tallas más flaco; se deleitaba al recordar las irrepetibles poses que le enseñó una brasileña que no llevaba ropa interior; y soñaba con los azotes de melena de una que nunca le dijo su nombre y que en dos horas que les duró la cópula más animal no emitió el más leve sonido.
Todas saboteaban su mente con fragmentos de sexo. Y ese domingo, después de que Fini se despidiera en inglés con un par de uñas rotas, Nacho la incluyó en su memoria por sus edificantes lecciones de inglés y se dio cuenta de que nadie le había hecho sentir lo mismo que la innombrable, la misma que una vez desaparecida, hacía un año y medio, había convertido el sentimiento del amor en algo nauseabundo.
A Ignacio le habían dejado probar el amor a las carreras. Era una delirante combustión celular que no se extinguía cuando se agotaba la ginebra ni cuando consumía sin freno su último cigarrillo o, incluso, cuando la copia de Eva en su cama se empezaba a dormir y dejaba que su ajetreado pene pusiera su sábana de piel en señal de descanso. El amor era como estar enfermo y jodido porque creaba adicción, y el cuerpo cambiaba y la boca sonreía sin querer por horas en un hábito estúpido. El amor era como volver a ser niño y estar de cumpleaños todos los días.
Lo más difícil de entender de este amor fue admitir que una desconocida de sopetón se hubiera convertido en la criatura más relevante de su vida, en un ser caliente y apetecible, que sus extraños pies terminaran bajo sus mismas sábanas, su aliento en su boca, su pelo en la ducha y su ropa en las cuerdas del patio; y que todo este proceso fuese celebrado por dentro con creciente alegría, cada discusión apagada por besos largos de perdón... Y cada mañana le costaba creerse que todo esto le estuviera sucediendo a él.
A Nacho se le olvidaban con facilidad los nombres de las mujeres que llevaba a la cama y sabía que olvidar un nombre era una forma de convertirlo en silencio. Él se divertía proponiéndole a sus chicas que se dejaran llamar Victoria: algunas se lo permitían y otras pensaban que era una locura, pero en el ardor delsexo la mayoría se dejaba llamar de cualquier forma, y por lo mismo entraban en su teléfono móvil como Victoria_Padel, Victoria_Chile, Victoria_lunar_boca, o Victoria_MojitoyDiazepam.
Él sentía que su colección de mujeres era una debilidad heredada de su padre, el difunto Ulises Corbacho, un hombre que todos aseguraban que hasta su última hospitalización siguió siendo guapo y seductor y, por lo mismo, detestado por la fiebre de amores que contagió a las dos mujeres que se lo disputaron antes de que la muerte lo «cableara» por todos sus orificios.
La historia de Ulises Corbacho como galán comenzó muchos años atrás en su graduación como arquitecto a la que acudieron en manada sus familiares presenciando cómo una de las estudiantes, con el cartón en la mano, lo llamó maricón delante de todo el público. Ulises destapó al máximo sus ojos, pero no fue capaz de contestar ni una palabra porque su padre se precipitó hacia él y, ofendido en su orgullo Corbacho más genital, lo coloreó a bofetones y esa misma noche lo llevó de putas.
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