Rosa María Soriano Reus
Cartas de Gabriel
Primera edición: junio de 2020
© Grupo Editorial Insólitas
© Rosa María Soriano Reus
ISBN: 978-84-17300-66-1
ISBN Digital: 978-84-17300-67-8
Ediciones Lacre
Ramiro II, 6
28003 Madrid
info@edicioneslacre.com
www.edicioneslacre.com
La Masía
La visita
La verbena
La llamada
El sueño
La espera
Éxtasis
La merienda
La despedida
El viaje
El reencuentro
La aventura
Final del viaje
Regreso a Tortosa
La noticia
Viaje a Inca
Final del Trayecto
El duelo
Emprender el futuro
La Masía
El tórrido mes de agosto se mitigaba en La Masía, un caserón antiguo construido a principios del siglo XIX a las afueras de Inca. Rodeada de árboles frondosos y espesa vegetación, se divisaba la gran casa, majestuosa y blanca, presidiendo aquel lugar impenetrable. Era un paraje idílico que deleitaba los sentidos y atrapaba al visitante para sucumbir en la curiosidad de lo enigmático. El acceso a la entrada presentaba cierta dificultad, como si de una fortaleza se tratase, debiendo superar algunos obstáculos que aparecían en el camino, una valla medio derribada, matorrales salvajes y un montículo de tierra que había que sortear con pericia y habilidad.
Se podía decir que La Masía, llamada así por su dueña Dª María Ripoll March, mallorquina de pura cepa, había sido una casa de labranza donde se criaban animales (puercos, gallinas, conejos, etc.) y se hacía la matanza. El corral, ahora cerrado, aún tenía impregnado el olor y el calor de los mismos. La Masía era como un museo donde se podía encontrar de todo (muebles antiguos, objetos inservibles, cuadros de gran valor, alfombras de la India, cerámica de Teruel, pintura rupestre, etc.). Sus cimientos, sólidos y fuertes, y su construcción austera, le imprimían un sello especial en una época dura, ya que había salido indemne y victoriosa de los bombardeos sufridos durante la guerra civil.
Dª María gozaba de gran respeto. Su carácter fuerte y enérgico le otorgaba una distinción particular que no poseía el resto. Era valiente, decidida y no tenía miedo a nada. Estaba acostumbrada a vivir sola en un piso céntrico de Palma y cuando acechaba el calor del verano, se refugiaba en el monte con el sosiego de la naturaleza. Su vitalidad y energía arrolladora eran inusuales en una octogenaria que había llevado una vida marcada por acontecimientos traumáticos como la pérdida de su primer marido y de su hermano a consecuencia de la guerra. El tiempo era su aliado más fiel, permaneciendo impertérrito en su rostro. Su mirada penetrante y viva resurgía cada día con nuevo brío. El interés por su imagen y por el cuidado externo de su cuerpo era una constante y una prioridad. Sabía disfrutar la vida al máximo, exprimiendo cada instante y saboreando bien su jugo hasta la última gota. El mundo estaba a nuestro servicio y había que aprovecharse. Le gustaba ser la primera en todas partes y por las buenas o por las malas lo conseguía. No había que mirar hacia atrás, siempre la mirada al frente, la cabeza bien alta y los pasos firmes.
Su lema era: si otro lo podía conseguir, tú también. Siempre dispuesta para el ocio y el placer. Le gustaba viajar y comer bien, su apetito no tenía límites, era capaz de comerse dos kilos de naranjas casi sin pestañear o repetir el postre dos o tres veces si sentía esa necesidad. La comida era un placer más y, como tal, requería regodearse en el manjar y saborearlo bien. La vista jugaba un papel importante en este oficio, mucho más que el apetito; el estómago saciado no era un obstáculo para seguir engullendo si el deseo lo exigía. El sacrificio y la contención tendrían lugar cuando el cuerpo ensanchase demasiado y distorsionase su figura.
María Ripoll tenía un sentido práctico de la vida. No se preocupaba por los problemas ajenos, decía que cada uno ya tenía bastante con los suyos como para tener que solucionar los de los demás.
Tanto tiempo viviendo sola, no podía soportar la idea de compartir su vivienda con nadie, ni siquiera por unos días, excepto con Teresa, su única nieta a la que quería con locura. Teresa admiraba a su abuela y en parte deseaba ser como ella. Comerse el mundo y disfrutar la vida intensamente.
Teresa era una joven extrovertida y espontánea que conseguía de su abuela lo que nadie había logrado. Todos los veranos pasaba los meses de julio y agosto en la Masía. La compenetración entre abuela y nieta era casi perfecta. Resultaba curioso que caracteres tan distintos pudiesen congeniar hasta el punto de fundirse en una sola persona.
El verano en La Masía era monótono y tranquilo. Para cualquier joven de su edad pasar el verano en aquel lugar tan alejado de la civilización hubiese sido un suplicio. Sin embargo, para ella, era relajante, porque salía de la rutina de Palma, se adentraba en el monte infranqueable y en la apasionante vida de su abuela.
Le encantaba escuchar historias intrépidas donde siempre la protagonista resultaba victoriosa, prototipo de mujer independiente y luchadora, que no se rendía ante la adversidad, fuerte y segura de sí misma, con una vitalidad inusual que derrochaba sin límites. Como la protagonista de la película de aventuras que tanto le gustaba, su abuela encarnaba el mito de la mujer audaz y moderna que no se regía por normas preconcebidas ni convencionalismos. Preconizaba la libertad y la felicidad en este mundo. Vivía intensamente y dejaba vivir. El placer era un lujo al alcance de quien lo supiese aprovechar y ella estaba siempre dispuesta a disfrutarlo.
Teresa era valiente, sin ser arriesgada, y pensaba mucho las consecuencias de sus actos. Aquel verano presentía que iba a ser especial. Su corazón palpitaba con fuerza al imaginar las noches frescas y apacibles que pasaría en La Masía. En Palma, el calor era muy agobiante en el mes de agosto. Acababa de cumplir veinte años, una cifra redonda y mágica. Se sentía como una niña a la que se le concede un deseo, pasar otro verano con su abuela, la persona que más quería en este mundo, su mejor regalo de aniversario. No se planteaba nada extraordinario, solo quería estar con su abuela y conocerla mejor.
—¿Qué haces, Teresa? ¿Dónde te escondes? ¿Ya estás en el desván? Mira que te gusta curiosear, no sé qué buscas, todo es viejo.
—No te preocupes, ya voy —el chirrido de la mecedora retumbaba como un disco rayado en la cabeza de Teresa.
—Abuela, ¿no te apetece pasear?
—Estoy esperando a mi amiga Catalina para ir a jugar al parchís a su casa. ¿Qué vas a hacer tú?
—Yo quiero hacer unas fotografías. Iré a dar una vuelta y veré si me gusta algo.
—Entonces nos vemos a la hora de cenar, ya sabes, a las nueve —musitó en un tono contundente.
Teresa conocía bien a su abuela e intentaba cumplir sus normas. Al escuchar el portazo de la puerta, se colocó la máquina de fotos al cuello y cogió un bolso grande por si en el camino encontraba algo interesante que le pudiera servir. La tarde invitaba a la melancolía. El cielo plomizo presagiaba la típica tormenta de verano donde la lluvia escampa pronto. El aire azotaba con fuerza los árboles y barría la arenilla de un lugar a otro, sin rumbo fijo. Nada permanecía en su sitio, todo cambiaba y la naturaleza de pronto se transformaba y se volvía loca.
¿Qué leyes regían tanto movimiento? ¿Quería mostrar su poder?
Teresa, detrás de la ventana, miraba con ojos expectantes semejante espectáculo. Al final decidió salir, aunque la tarde pedía permanecer en casa.
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