Rosa María Soriano Reus - Cartas de Gabriel

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La protagonista, una joven de 20 años, decide pasar otro verano con su abuela materna en la Masía, un paraje apartado en Inca (Mallorca) en los años 80, en plena transición democrática. A través de unas cartas de su abuelo Gabriel que encuentra fortuitamente en el desván, descubrirá poco a poco su arrolladora personalidad.Comienza un viaje de investigación minuciosa por los lugares que recorrió su abuelo en la Batalla del Ebro, durante la Guerra Civil Española.Terra alta y su geografía particular tiene un protagonismo fundamental en toda la novela. El río Ebro y sus aguas fangosas son testigo crucial de uno de los acontecimientos más sangrientos de la historia de España. La protagonista descubre el otro rostro del ejército acabada la guerra en un fascinante discurrir de dispares personajes en su trayecto.Teresa se adentra en una aventura trepidante por los entresijos de la guerra, la pasión, el amor, el dolor y el perdón. Descubre que la historia apasionada de amor de sus abuelos tiene cierta semejanza con la que está viviendo con Ramón y en el fondo teme que le ocurra lo mismo.La novela desgrana la historia familiar de María Ripoll, una mujer adelantada a su tiempo, fuerte y luchadora. Una mujer enérgica y valiente que no duda arriesgarse por amor.Un libro fantástico.

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El monte desierto la sedujo. Sentía la necesidad de estar en contacto con la naturaleza, sola y desarmada, tan solo con su vieja cámara para plasmar todo lo que le llamara la atención, o quizá lo imperceptible, e impregnarlo para siempre en la retina. El viento la arrastraba por el sendero viejo y ella, como hipnotizada, seguía el camino casi a ciegas sin oponerse. Sin embargo, rugía cada vez con más intensidad y el cielo rojizo resplandecía su figura, que se movía sin rumbo fijo entre las fuerzas de la naturaleza. Al llegar a una bifurcación, se dirigió a la derecha donde se estrechaba el camino y se hacía más abrupto. Por un momento pensó que se iba a caer al tropezar con un arbusto, para recobrar inmediatamente el equilibrio. Apenas podía divisar el paisaje. Los párpados se le cerraban para protegerse de la ventisca y el cabello se le enredaba en la cara como un manto negro sobre su tez pálida. En el horizonte un cartel señalaba el término de una propiedad y unos pasos hacia delante se veía la entrada de una especie de cueva medio derruida. Teresa sintió curiosidad por aquel lugar y no dudó en refugiarse, extenuada por el esfuerzo de la subida. El acceso a la misma resultaba difícil, sin embargo, la furia del viento la empujó con fuerza haciendo que se adentrase súbitamente en el interior. Asustada y exhausta permaneció un buen rato inmóvil hasta que recobró las fuerzas suficientes para pensar y tranquilizarse. Estaba todo oscuro y apenas podía moverse en un espacio tan reducido. Cerró los ojos mientras que la tormenta arreciaba. Sintió que su cuerpo se estremecía de frío por la humedad. A los pocos segundos un sol radiante se empezaba a vislumbrar por el resquicio de la entrada. «Las tormentas de verano son pasajeras y remiten pronto», murmuraba en su interior.

Cuando llegó a casa se encontraba mareada y sin fuerzas para realizar ninguna tarea, solo le apetecía subir al desván para curiosear en el baúl y entre los recuerdos de su abuela; quizás pudiera conocerla mejor a través de sus objetos más personales. Se sentó en una silla vieja y desvencijada. Todos los muebles se encontraban en muy mal estado debido al paso de los años. En aquel desván todo permanecía igual, como si el tiempo se hubiese parado en un momento determinado: los recuerdos dormitaban, pendientes de ser rescatados, los enseres envejecían sin que nadie retirase el polvo ni que un rayo de luz iluminase de vez en cuando la estancia. Las cortinas sucias y descoloridas eran un buen refugio para las telarañas. La mecedora, de madera de roble, era pasto de la carcoma. Sin embargo, aquella habitación era el lugar preferido de Teresa. El silencio, la oscuridad, lo enigmático, lo oculto y prohibido. Sentía que allí era libre. Su abuela no veía con buenos ojos que pasase tanto tiempo en aquel cuchitril, por eso aprovechaba sus salidas para poder disfrutar de unos momentos de intimidad.

El baúl era de madera maciza, que provenía de África, forrado de terciopelo, regalo de un comerciante que viajó por aquellas tierras en época del padre de su abuela, marinero que murió en alta mar en uno de sus viajes por tierras gallegas en el peligroso cabo de la muerte. En su interior se podía encontrar de todo: lámparas, velas, cuerdas y todo tipo de objetos que parecían inservibles a simple vista. Estaba intrigada por encontrar algo que le fuese útil para conocer mejor la vida de su abuela y, de pronto, un sobre amarillento y medio roto se vislumbró en el fondo del baúl. La curiosidad la invadió y la corroyó hasta el punto de estremecerla, una corazonada le decía que dentro iba a encontrar la respuesta que estaba buscando desde hacía tanto tiempo. En el sobre con letras mayúsculas se podía leer: CARTAS DE GABRIEL. Era evidente que su abuela guardaba celosamente aquellas cartas de su amado esposo y que en ese lugar tan recóndito de la casa nadie las iba a encontrar. En ese instante, cuando se disponía a abrir el sobre para ver lo que contenía, escuchó la voz grave de su abuela y bajó deprisa las escaleras dejando el sobre en su sitio.

—¿Dónde estás?

—En la cocina, preparando la cena —musitó Teresa con voz entrecortada.

—He ganado la partida, como siempre. Tendré que buscar otra compañera de juego para que me resulte más gratificante jugar. Si tú quisieras jugar conmigo... Ya sé que no te gusta el parchís, con lo divertido que es.

—A mí no me lo parece. Lo encuentro aburrido y poco estimulante.

—Los jóvenes no sabéis valorar las cosas de los mayores —dijo con tono molesto.

—Bueno, abuela, no nos vamos a enfadar por una tontería.

—¿Qué tal te ha ido a ti el paseo? —preguntó distraídamente.

—He pasado un poco de apuro por el viento y me he refugiado en una cueva.

—No tenías que ir tan lejos, esta zona tiene muchos lugares que aún no conoces.

—No te preocupes, aunque no soy tan valiente como tú, sé cuidarme. Me gustaría que me hablases del abuelo Gabriel y de las cosas que hay en el baúl — dijo, mientras servía a su abuela la cena.

—En este momento estamos cenando y estoy cansada para remover los recuerdos —dijo con gesto desairado—. Seguro que en mi ausencia has estado inspeccionando todo como si fueses una detective.

—Me intereso por tu vida, pienso que como nieta es lógico que quiera conocer la historia de mi familia. Puede ser que no sea el momento más adecuado, pero he sentido la necesidad de expresarlo ahora.

—Lo siento, tienes todo el derecho a conocer la historia de tus abuelos.

—Está bien, cenemos tranquilas —dijo Teresa, intentando que su abuela se sintiese cómoda.

María Ripoll tenía unas costumbres muy estrictas y rígidas. No convenía contradecirla para que reinase la armonía en la casa, por eso Teresa decidió cambiar de tema y hablar de las cosas que le gustaban a su abuela. Era necesario encontrar el momento adecuado para los recuerdos y tener paciencia.

La vida en La Masía transcurría tranquila y los acontecimientos externos no preocupaban a sus ocupantes, abuela y nieta intentaban llevar una vida relajada.

Al día siguiente, su abuela se despertó muy temprano, algo poco habitual en ella. Estaba muy nerviosa y hablaba con rapidez sin apenas pensar lo que decía. Daba la impresión de que estaba pensando en voz alta y no podía parar de hablar. A los pocos minutos se escuchó el teléfono y su abuela contestó con voz resuelta: «A las nueve en el paseo del Borne». De repente, se escuchó el ruido de la puerta y los pasos firmes de su abuela que se alejaban de La Masía.

Teresa se levantó súbitamente de la cama y se acercó a la ventana para ver a lo lejos su sombra.

¿Qué pasaba? ¿Por qué su abuela había salido de casa tan pronto y sin decir nada? ¿Qué ocultaba?

Todas sus preguntas vagaban por su mente sin rumbo fijo y no sabía qué pensar. La curiosidad la corroía por dentro y el corazón le latía con fuerza.

Decidió acudir al trastero para poder leer con tranquilidad el contenido del sobre que había encontrado el día anterior. Se encontraba nerviosa y un poco asustada, nadie antes había irrumpido en aquella habitación y arrebatado el sosiego de aquellos recuerdos que, aletargados, reposaban durante tantos años. Sabía que su abuela no aprobaba esos encuentros furtivos al desván, pero era algo más fuerte que ella. Necesitaba saber más cosas sobre sus antepasados para comprender en el fondo quién era y por qué era tan rebelde y le gustaba tanto la libertad. La herencia es tan caprichosa que a veces coquetea con parientes lejanos a los que apenas podemos conocer. Era tanta la curiosidad por indagar en la vida de sus abuelos que se cegó en el empeño de descubrir hasta el más insignificante de los detalles. Para ella, era todo un reto y una aventura aquel verano de 1986. Empezó por abrir aquel sobre para averiguar su contenido. El papel descolorido, amarillento y manchado indicaba que las cartas que se encontraban en el interior del sobre se habían escrito hacía mucho tiempo y que al principio la letra era más clara y recta para finalizar más inclinada y con el pulso menos firme. Era evidente que durante la ocupación de Palma de Mallorca en plena guerra civil, su abuelo escribió esas cartas desde el frente y su abuela las guardaba como su más preciado tesoro. Al contemplar por primera vez la letra de su abuelo, la invadió un escalofrío que la estremeció y tuvo la sensación de que alguien la estaba observando, los fantasmas del pasado se habían despertado para ver la luz. Pudo intuir que su abuelo era muy sensible y que había sufrido mucho en la guerra. La impresionó la historia de amor tan apasionada y desgarradora, pensó que era muy difícil encontrar un amor así. ¡Qué romántico! ¡Es una pena que finalizase tan pronto! ¡Eran tan jóvenes cuando estalló la guerra! ¡Tenían tantos sueños y proyectos!

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