María Paz Ruiz Gil - De pasiones y otros fantasmas

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De pasiones y otros fantasmas: краткое содержание, описание и аннотация

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Una novela de María Pasión, su alias como autora del libro de éxito Ligar es fácil si sabes cómo y Dating Coach exclusiva de Meetic España, María Paz Ruiz Gil es una de las nuevas voces narrativas de América Latina, clara exponente de la literatura posfeminista.
Un ejecutivo saboreando una crisis vital, una artista plástica con habilidades sobrenaturales heredadas, y una niña muerta que maravilla por su pensamiento impredecible, son algunos de los personajes de esta novela. En ella se disecciona la vida de cada uno de los personajes, sus anhelos, su búsqueda del amor. De Pasiones y otros fantasmas es un mapa de historias que convergen, una radiografía sobre el poder de las relaciones de sangre, los deseos humanos, la muerte, y los mecanismos de contracción del poder, la libertad y el erotismo.
Historias de amor y erotismo entre los personajes incapaces de tomar buenas decisiones por la influencia de su entorno.

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—Mañana después del trabajo la llamaré —concluyó Nacho después de colgar a su indigesta madre, quien continuaba hablando de esa nieta a la que pensaba llevar a una cabaña en la Polinesia francesa.

Virginia se estaba quitando las botas cuando sonó el teléfono. Había pensado en Nacho como se piensa en un examen, con la incómoda sensación de tener un asunto pendiente, asunto por el que ya había discutido un par de veces con su hermana. Mientras Virginia, la mayor, percibía a Nacho como un claro candidato para deshidratarla de amor por la viveza con la que convivía con un romance del pasado —o tal vez más de uno—, la pequeña Virginia había experimentado la sensación de que ese chico le gustaba. Afirmó que le habían puesto unos ojos verdes preciosos, del color de las botellas, ojos potentes como los de los niños y que,por primera vez, alguien en su vida le parecía digno de su hermana y de ella misma; por eso cuando sonó el teléfono corrió al cuarto de su hermana para decirle que era Nacho quien estaba llamando.

Virginia intentó hacerse la sorda, dejando que el bendito aparato sonara y sonara, y cuando Nacho llamó de nuevo a los cuarenta minutos, más nerviosa que emocionada, aceptó ir esa noche al cine con él. Por ser una película para mayores de edad, tuvo que prohibirle la entrada a su hermana quien, poco acostumbrada a la censura impuesta por su única autoridad, se quedó llorando en casa, pataleando sin producir el más mínimo ruido en el piso de madera, y con los mocos escurriendo por su cara.

Con su abrigo negro y el pelo intencionadamente despeinado llegó Nacho a las taquillas del teatro. Sacó un cigarrillo y, segundos antes de encenderlo, apareció Virginia con el pelo recogido en un moño y luciendo unas botas de tacón que la hacían más alta que él.

En lugar de las típicas palomitas infiltraron una caja de chocolates rellenos, y en lugar de refrescos compraron un par de latas de té helado. La película resultó larga para ambos y Nacho, que no sabía dejar volar el tiempo, se dedicó a hacer una lista de restaurantes con cierto tufillo hippie para llevarla a cenar. Sin mayores rodeos y dejando claro que no le gustaba la pasta, Virginia lo convenció para que escogieran un restaurante indio en el que la conocían y donde servían el mejor curry de la ciudad.—¿Tienes hermanos? —preguntó Virginia al recibir su pan de queso.

—No. Mis padres no se quisieron tanto como para cometer dos veces el mismo error —respondió Nacho como si llevara años esperando soltar esa frase.

—Eso sigue pasando. Yo tampoco sé cómo describir el amor de mis padres. Cuando era menor los percibía como una pareja de enamorados, pero ahora los veo como dos animalitos enjaulados que se miran atónitos desde sus mecedoras. Dudo mucho que tengan relaciones.

—Mi madre enviudó hace unos años, pero no tiene la más mínima intención de buscar pareja. Y cada día creo que es más infeliz, la pobre —añadió sin vergüenza Nacho.

—Pues yo pienso que si alguno de mis padres desapareciera, el otro despertaría un poco.

—Por cierto, ¿qué tal te fue en tu comida? ¿Llegaste a tiempo? —recordó Nacho.

—El cocido de mi madre sigue estando bueno, un poco soso, pero bueno. Y yo cada vez que voy a verla me convenzo más de que es esa jodida casa la que los mantiene así de mal.

—¿Están enfermos?

—Digamos que sí. Ninguno de los dos parece entender que se les murió una hija.Nacho pidió una cerveza y se mordió tres veces la lengua para no preguntar nada sobre el tema que le parecía demasiado íntimo, pero vio a Virginia hablando con tanta naturalidad de su hermana y hasta cierto punto dibujando un puntito de alegría al referirse a ella, que le llegó a parecer macabra; algo que, lejos de hacerle perder puntos a Virginia de Mayo, se los multiplicó. Por suerte estaba la mesa para ocultar esa protuberancia que se hinchó en sus pantalones, incómoda por lo inoportuna y por ese tamaño tan tremendo que no consiguió reducir en veinte minutos de tensión y salivación excesiva.

El postre llegó medio derretido: una bola de helado de mango para cada uno. En el momento en que Nacho estaba recogiendo con la cuchara el último sorbo de crema amarilla, la pequeña Virginia ocupó el asiento de al lado.

—¿Qué tal la peli? —preguntó molesta.

Virginia, que había empleado veintitrés años de su vida en enseñarle a su hermana que no interrumpiera las conversaciones, se limitó a contestar como pudo a Nacho mientras intentaba espantar a su hermana. El empleado de banca empezó a sentir a su compañera desesperada: parecía como si algo de su ropa le picara, batía la servilleta sin venir a cuento, sus mandíbulas bruxaban y, de repente, reía como una diva en pleno trastorno bipolar.

Al ver que le había estropeado la cena a su hermana, la pequeña Virginia desapareció y la mayor, convencida de que Nacho no había notado nada raro, salió tan campante del restaurante, como si nada, arrastrando su abrigo para ir a tomar unas copas.—No bebas más —dijo de pronto la pequeña Virginia cuando tuvo la oportunidad de asomarse al oído de su hermana en el baño.

—¿Qué hemos dicho Virginia? ¡Ni bares ni piscinas, joder!

—Ya lo sé. Pero es que ya estás borracha.

—Eso a ti no te debería importar. ¿Qué pasó con tu amiguita? —preguntó Virginia.

—Sofía, se llama Sofía. Pues justo este fin de semana se tuvo que marchar con su madre.

—¿Y no te invitó? —preguntó con una carcajada Virginia.

—No.

—Vale, vete a casa. La tele está puesta desde ayer.

—No quiero ver más tele. Es que ahora pasas de mí, hace dos días que no me cambias la página del libro.

—¡Perdona! Pero es que si no me lo dices, no me acuerdo. —Y para sus adentros pensó que hubiera sido mejor no haberle enseñado a leer.

—Antes no era así —dijo canturreando la pequeña, con el rostro más pálido que la nieve, señal de que se estaba sintiendo enferma otra vez. La enferma imaginaria, que era como se podía enfermar la pequeña y frágil Virginia: primero empalidecía, luego se le iba la voz, y horas más tarde empezaba a quejarse por las calenturas de la fiebre, también imaginaria y, por último, ocurría algo que ni su propia hermana podía soportar.Con el maquillaje retocado con su pulso tembloroso y con el aliento refrescado por dos chicles de fresa, Virginia continúo bailando con Nacho en aquel barcito cubano en el que un moreno de menos de metro y medio enseñaba a las parejas el «dile que no»: el paso cubano más básico para iniciarse en la salsa de salón.

Entrelazaron sus manos, un poco sudorosas, y pegaron todo el tiempo sus mejillas como cortinas de piel. Virginia pensaba que era pronto para cederle su boca, pero se le escurrían las ganas de besarlo. Empezó a menear su cintura dando ochos sensuales y Nacho puso su efervescente mirada con poderes para enloquecer a vivas y muertas, y pensó que, así, conseguiría un polvo de los buenos.

La noche se cerró en casa de Virginia. Nacho entró a su cuarto pintado de cabo a rabo de color rojo y negro con letras chinas y, mientras paseaba sus ojos por esos trazos que semejaban pájaros negros. confirmó que ahí mismo abriría su piel de pergamino; pero instantes después de que Virginia entrara y apagara la televisión cayó, cual princesa envenenada, con ropa y botas sobre su cama doble. Nacho, que no quería irse hasta confirmar que eso había sido todo, le soltó el lacito que le enmarcaba la cintura y se fue al salón a revisar, sin pudor. los curiosos trabajos manuales de la chica, los libros infantiles de su estantería, las fotos que tenía colgadas... y cuando vio que no tenía con quién hablar ni a nadie a quien abrazar, se fue.

Caminar podía haber sido el remedio para olvidar esa cara de niñata sexy y esos ojos de tierra húmeda: preciosa Virginia de piel brillante, de cuerpo para tocar por horas… Y cuando su mente no le permitió borrar la nítida imagen de Virginia ni por un minuto, supuso que se estaba enamorando. ¿Tan rápido? —se preguntó a sí mismo mientras rascaba su cabeza, recordándola aún cuando no quería verla más. Elevó sus ojos para limpiarlos de imágenes y enseguida Virginia se le apareció a la perfección como si fuera imposible cambiar el canal.

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