María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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Era un desbordamiento de carne, un desenfreno de pechos, de nalgas. Una abundancia que los gestos subrayaban, porque ella nada pretendía ocultar. Bailaba sin pudor. Las prevenciones anteriores habían desaparecido. Se sentía una mujer bella. Nunca había experimentado una sensación parecida. Tenía la frente llena de sudor, mientras dibujaba sus labios con la lengua. Dobló los brazos, mientras se desabrochaba el sujetador. Los pechos aparecieron con una rotundidad casi dolorosa. Se quitó las bragas, piernas abajo hasta los tobillos, flexionó las rodillas, abriendo el arco de los muslos. Antonio no decía nada. Habría querido detenerla. Era extraño: por primera vez en mucho tiempo, María no pensaba en él. Le había olvidado. Estaba sola consigo misma. Se acarició la piel. Se pellizcó el pezón rebelde. Se mordió los labios. Con una expresión de sorpresa, el marido se preguntaba qué debía hacer él. La situación le desbordaba. Esbozó un gesto vago, pero fue inútil. Pensó que a la mañana siguiente tenía que madrugar, que aquello no eran bromas propias de una esposa como es debido, que qué putada, a aquellas horas. María notaba el cuerpo a punto de estallar como una fruta madura.

XV

Hay indicios que nos negamos a reconocer. Son signos minúsculos que percibimos aunque no queremos prestarles atención. No nos conviene o no nos interesa fijarnos. Activamos un mecanismo de defensa que nos ayuda a sobrevivir. Consiste en actuar obviando una parte de la realidad. Nos quedamos con la cara amable de las cosas. Cuando las historias se complican, hurgar excesivamente no es demasiado tranquilizador.

Dana no fue una excepción. Pasar de la gloria al ocaso es una vivencia poco recomendable. Durante semanas, no quiso darse cuenta. Se querían y eran felices. Se reafirmaba en aquella certeza con toda la fuerza que da el miedo, el temor a comprobar que el mundo se hunde. Habían vivido una relación que había sido un juego de equilibrios hasta que empezaron las confusiones. No era una mujer que viviera con serenidad el desconcierto; necesitaba certezas: saber que nada amenazaba lo que había construido. La transformación de Ignacio fue lenta. No hubo una metamorfosis, sino una suma de minúsculos cambios. Primero no quiso percibirlos. Más tarde los intuyó con sorpresa, pensando que eran un engaño de la mente. No podía ser. Las ambigüedades, las excusas, las mentiras eran imaginaciones surgidas del miedo a perderle.

No cambiaron los gestos del amor, sino las actitudes más profundas. Le costaba describirlo. Pasaban los días e Ignacio continuaba jurándole amor eterno. Al mismo tiempo, aumentaban los espacios en blanco. Intuía que se veía con gente sin decírselo, que tenía conversaciones que no le contaba. El silencio ocupó el lugar de las palabras. Él vacilaba a la hora de contar qué había hecho, adonde había ido. Sin darse cuenta, caía en absurdas contradicciones que ella intentaba olvidar de prisa. Habría querido que aquel hombre justificara su actitud, pero le conocía demasiado. Cuando le oía hablar apresuradamente, sabía que volvía a mentir. Ignoraba el alcance del engaño, pero intuía que le ocultaba verdades.

Actuó como si nada sucediera. No le dijo a nadie que no entendía lo que pasaba. Querer racionalizar lo absurdo incrementa la angustia. Vivía con el corazón en vilo; siempre intentando creer explicaciones que resultaban increíbles, mientras ocultaba que las piezas del rompecabezas no acababan de encajar. Ignacio no cambió de la noche a la mañana. El amor a los demás y la debilidad personal le vencieron, aunque él quisiera negarlo. Se había creído fuerte, preparado para hacer entender a sus hijos que la amaba, pero no supo hacerlo. Las coacciones soterradas llegaron a convertirse en amenazas directas que no pudo soportar. No quería perderlos. No podía dejarla. Pensaba que tenía que esperar a que pasara el tiempo, proteger todos los frentes, disimular y convencer. Fingía delante de Dana, a quien no quería alarmar. El afán de persuadir a los hijos hacía que actuara con inseguridad. Se contradecía porque vivía confundido.

Llegaba tarde a casa. Volvía del trabajo con un rictus de fatiga en los labios. No se relajaba, estaba al acecho, pendiente del móvil, con las facciones tensas de quien espera siempre un imprevisto. La cena se había enfriado. Ella la calentaba de nuevo sin hacer preguntas, con un gesto de tristeza. Habría querido saber qué le pasaba, acompañarle en la duda. Ignacio no se lo permitía. Hay muchas formas de construir muros protectores, distancias que nos separan de los demás. «¿Cómo es posible?», se preguntaba. La persona a quien más quería se alejaba como un barco que desaparece de nuestra vista hasta que el horizonte lo engulle. Se refugiaba en la radio, aunque no le resultaba fácil concentrarse. Pensamientos intrusos la asaltaban de pronto. Por la noche, le oía dar vueltas. Él tampoco conciliaba el sueño, pero callaba. Hay historias que, si no se cuentan, parece que nunca han sucedido. Lo que no se cuenta quizá no sucede realmente. Dana lo pensaba mientras respiraba hondo. Sabía que se amaban. Nunca dudó de aquel amor ni creyó que todo pudiera desaparecer de pronto. Mantenía la fe ciega. Sólo debía tener paciencia. Volvería a llevarle un ramo de rosas comprado en las Ramblas y le diría que la pesadilla había acabado.

Descubrió que era un mentiroso. Compartía el techo con una persona que tenía un ingenio especial para engarzar una cadena de falsedades. Una tras otra. Surgían de sus labios con una fluidez increíble. Parecía que tuvieran alas, porque se movían con una agilidad sorprendente. Como pompas de jabón, crecían, adquirían forma y se deshacían ante sus ojos. Habría querido cogerlas al vuelo y no dejarlas escapar. Hay mentiras pequeñas que cuesta adivinar. Hay otras que se perciben nada más ser pronunciadas. Son contundentes, precisas; no admiten ni el consuelo de la duda. Hay interrogantes que nos ayudan a sobrevivir, porque son menos duros que la verdad.

Las reacciones del amor son complejas, sirven para definirnos. Describen cómo somos, cuál es nuestra capacidad de movimiento. Dana se sorprendía a sí misma. Nunca habría creído que sería capaz de protagonizar hechos insólitos, de experimentar reacciones ilógicas, de actuar con incoherencia. Tenía la impresión de que deliraba. Se había convertido en una criatura imprevisible, que actuaba a partir de impulsos concretos. ¿Dónde estaban la razón y sus designios? Se habían fundido, inesperadamente, en el aire. Espiaba sus conversaciones telefónicas. Aparentaba estar ocupada en una tarea cualquiera. Fingía estar concentrada en lo que hacía, pero prestaba atención para cazar sus palabras. ¿Qué decía? ¿Con quién hablaba? Como nunca le ofrecía una respuesta convincente, ella improvisaba hipótesis imposibles.

Decidió seguirle. Dejaba el trabajo sin dar explicaciones y salía a la calle, dispuesta a saber adonde iba. Conocía sus itinerarios, el bar donde desayunaba, el quiosco donde se paraba a comprar la prensa, el camino que seguía para regresar a casa. Perseguir los pasos de alguien a quien amas es un ejercicio de ladrones o de supervivientes, y ella era una pobre mujer que intentaba sobrevivir en medio del desconcierto. Se escondía en una esquina, tras el portal de un edificio que le ofreciera protección. Le esperaba con una paciencia que le era desconocida. Tenía la impresión de que se había convertido en una estatua de sal. Su corazón no latía. No sentía el frío ni el calor. Su cuerpo era insensible a los elementos porque vivía esclavo de una actividad frenética. Se hacía preguntas mientras intentaba justificarle. Si estaba distraído, era porque el trabajo le agobiaba. Cuando parecía ausente, la culpa era de una agenda demasiado apretada. Cada mentira se convertía en un engaño de la imaginación.

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