Perseguía la frase tranquilizadora: «Ah, amor, hoy tengo la cena con los del trabajo», o con las amigas, o con aquel compañero del instituto, o con quien carajo fuera, cualquier persona a quien pudiera llamar para pedir noticias de Mónica, que no llegaba, aun cuando al día siguiente tenía que madrugar. Fueron pasando las horas. Recordó una canción de Sabina que les gustaba a ambos. Hablaba de un hombre y una mujer que se han encontrado casualmente en un bar, después de un concierto. Ella le pide que le cante una canción al oído. El cantante le pone una condición: tiene que dejarle abierto el balcón de sus ojos de gata. El bar queda vacío. Una mano se pierde bajo la falda de ella. Se besan en cada farola, hasta que llegan a un hostal. Se hacen las diez, las once, las doce, la una, las dos y las tres. La luna los sorprende desnudos en la oscuridad. La misma oscuridad que rodeaba a Marcos. Las mismas horas que pasaban rápidas para los amantes de la canción, pero lentísimas para él. La noche y el tiempo pueden ser cómplices. Pueden ser también enemigos.
Parecía una fiera enjaulada. Su carácter era tranquilo. No se dejaba alterar por las sorpresas de la cotidianeidad. Se enfrentaba a las nuevas circunstancias con energía y un punto de buen humor. Era de talante optimista, poco dado a padecimientos inútiles. Conocía a Mónica. Intuía su forma de actuar. Respiraba con ella. Pero, en esta ocasión, un elemento no encajaba por completo. Ese hecho le ponía nervioso. Cuando vio el zapato en el peldaño, tuvo la impresión de que el universo se inmovilizaba. Observó el infernal balanceo: hacia adelante y hacia atrás en la arista de la piedra. Lo cogió entre las manos, mientras recorría la escalera con la mirada. Era de cristal. En el rellano, silencio absoluto. Ni su sombra, ni el rastro de su perfume ya desvanecido por completo. Sólo presente en la memoria; no sabía por qué razón, dolorosamente vivo.
Sonó el teléfono. Tardó un instante en reaccionar, porque el sonido de una llamada puede paralizamos. Corrió al salón. Con el impulso, el aparato se cayó al suelo. Marcos oyó el ruido multiplicado por mil, mientras intentaba que no se cortara la comunicación. Las palabras, dichas por una voz bien modulada, le llegaron confusas. Respiró hondo, mientras intentaba concentrarse. Entendió que había habido un accidente en la maldita escalera que, hasta hacía pocos minutos, él contemplaba impasible. Se preguntó cómo podía haber sucedido. Le avisaban desde el hospital donde Mónica estaba ingresada. Tenía que ir. Su cerebro lo repetía con insistencia. Era la única cosa en que podía pensar. Tenía que cruzar calles, saltarse semáforos, devorar el asfalto hasta la ciudad blanca donde estaba ella. Tenía que llamar a los padres de Mónica. O no. Ya tendría tiempo para hacerlo cuando hubiera podido verla, cuando hubiera comprobado que todavía le quedaba un poco de aliento. El aliento justo para que él, que era un hombre fuerte, pudiera atar aquel hilo de vida y no dejarlo escapar.
Un espacio se transforma en poco tiempo. La escalera del piso donde vivían había sido escenario de mucho ajetreo. Se habían producido allí diversas situaciones: el bulto de un cuerpo que cae, el último grito surgido de ese cuerpo antes de perder la conciencia. Puertas que se abren, expresiones de sorpresa, de consternación. Alguien que pide auxilio. Una vecina asomada al balcón para que los peatones, que son escasos, acudan a una cita con la desgracia. Otra que marca el teléfono del servicio de urgencias. La sirena de una ambulancia. Los comentarios de las tres mujeres que habían sido testigos de la escena y que acompañaron a Mónica al hospital. Las instrucciones precisas de los hombres de la ambulancia. La nota que una de ellas escribió antes de marcharse y que dejó en la puerta del piso para que Marcos la encontrara, al volver. La brisa que se filtró como un murmullo por la claraboya mal cerrada que hizo caer el papel al suelo, olvidado en el pavimento. El silencio que se impone en los espacios como si no hubiera pasado nada.
Antes de la desgracia, Mónica había llegado contenta. En la esquina, había alquilado una película para verla después de cenar. Comprobó que, en el frigorífico, había unos trozos de carne para preparar a la plancha. Se había quitado la ropa, y se había metido en la ducha. Se cubrió el cuerpo de espuma. Con las manos, la extendió con cuidado por los duros pechos, por el vientre. Recordó los versos de un poeta que se sabía de memoria. Los repitió como si fueran un sortilegio de buena suerte. Lo hacía a menudo. Tal vez fueron sus últimos versos. De haberlo sabido, quizá habría elegido otros. Las cosas suceden sin que tengamos la opción de ser partícipes de ellas. Nos ocurren, pero quedan fuera de nuestro alcance. Como si la vida y la muerte se refirieran a alguien extraño, a un desconocido que nos sale al encuentro. Amaba la vida y amaba los versos. Sabía muchos. La elección de los más bellos habría sido difícil. ¿Quién puede decidirse en un instante? ¿Petrarca o Baudelaire? Mientras se vestía, pensó que tenía ganas de hacer el amor con Marcos. Preparó un vestido ligero. Se perfiló los labios, sin secarse el pelo. Se puso los zapatos que él le había regalado.
Todavía trabajaba dando clases particulares. Solía dedicarles las tardes. Durante las mañanas, se paseaba por las librerías de la ciudad. Recorría calles, visitaba exposiciones. Se sentaba en un café que tuviera mesas de mármol y escribía versos en un trozo de papel. Eran versos suyos, improvisados, urgentes. No se habría atrevido a enseñárselos a nadie. Sólo Marcos sabía que existían. Reunía a grupos no muy numerosos de adolescentes en el comedor de casa. Tenían una mesa redonda que facilitaba el trabajo. Como era un espacio soleado, podían aprovechar la luz. Se compró una pizarra en la que escribía con un rotulador verde. Tenía facilidad para relacionarse con los jóvenes. Sentada entre sus alumnos, habría sido fácil confundirla con el resto de los estudiantes. Les hablaba con claridad. Intentaba hacerles entender los conceptos. A veces no podía contener su propio entusiasmo. Se animaba con el nombre de un autor, una referencia mitológica, la mención de una antigua leyenda. Las frases se hacían seductoras, y despertaba a los adolescentes aletargados.
En una clase que quizá era la última, aunque ella no lo sabía, había leído a sus alumnos los versos que el poeta Catulo escribe a Lesbia, su amada. Fue una declaración de amor que enviaba a Marcos, pese a que no pudiera oírla. Cuando se marcharon, salió de casa con ganas de moverse. Recorrió las calles de Palma, hasta el paseo del Born, sin saber por qué lo hacía. Se sentó un rato en un banco, junto a la fuente de las Tortugas. Compró un periódico en el quiosco y se entretuvo en la sección de espectáculos. Volvió a paso lento, como si tuviera pereza, aunque deseaba encontrarse con él. Debía de ser una pereza en el corazón, que nos avisa sin mediar palabras. Hay quienes hablan de los presentimientos. No hizo ningún gesto, ni actuó de una forma distinta de la habitual. No hubo signos que delataran nada extraño. Simplemente, la lentitud en el regreso. Ignoraba la razón; no se detuvo a pensarlo. Debe de ser que nos cuesta acudir a la cita del infortunio.
Marcos se sentía desorientado entre los pasillos del hospital. Había perdido la noción de los sentidos. No distinguía las formas humanas en la aglomeración de cuerpos que intuía a su lado. Los ruidos le llegaban en una mezcla absurda, instrumentos discordantes de una orquesta desafinada. El olfato no le permitía diferenciar los olores, que se sumaban en una amalgama ofensiva. Notaba los dedos rígidos, incapaces de adaptarse al tacto de los objetos. Le pidieron que llenara una hoja con datos sobre Mónica, pero apenas podía sujetar el bolígrafo. La letra le salió irregular, diferente de la de su caligrafía. Sólo repetía la misma frase: necesitaba verla. Primero lo pedía como una orden; después, como una plegaria. Lo expresó en todos los tonos, desde la súplica a la imprecación, del balbuceo al insulto. Esperó en un pasillo durante horas. Estaba en urgencias. Miraba por los cristales de las puertas, pero sólo veía un universo de cortinas de color claro, médicos con batas verdes que iban y venían. Salió una enfermera a quien preguntó con desesperación:
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