Se levantó del sofá haciendo un esfuerzo. Con pasos vacilantes fue al baño. La agitación nerviosa la había dejado con una sensación de fatiga absoluta. El llanto se había convertido en sollozos que le sacudían el cuerpo. Se recogió los cabellos con una mano, liberando el rostro. Abrió la boca y se metió los dedos dentro. Los movió en la garganta como si fueran títeres. Inclinada sobre la taza del váter, sólo veía un tubo blanco con agua al fondo. Vomitó la comida del día anterior, el chocolate y los yogures de los días de espera. El agua se iba tiñendo de un amarillo espeso, con rastros irreconocibles. Las contracciones del vómito resultaban desagradables, pero, si se concentraba, el rostro de Ignacio perdía intensidad. Suponía un cierto consuelo. Repitió la acción, hasta que el estómago empezó a dolerle. Era el dolor del vacío que intentamos exprimir cuando ya no queda nada. Tiró de la cadena, y el agua volvió a ser limpia. Se lavó la cara bajo el grifo del lavabo. El agua borraba la sal, pero no ocultaba las huellas de la pena.
Pensó que tenía que llamar a su madre. Hablaban a menudo, y debía de estar preguntándose si él había regresado. Tenía que decirle que sí, que había vuelto, pero con la persona equivocada, que era la otra mujer, aquella a quien decía que no amaba. A ella no quería verla. Había tardado en reconocerlo no sabía por qué. Olvidó preguntarle si fue por cobardía, o por una piedad extraña que le resultaba un insulto, o porque no se decidía a romper el último hilo que los unía. Aquella aproximación telefónica a través de la cual tuvo que aceptar, después de muchos días, que no estaba loca, que las sospechas eran ciertas, que las mentiras habían sido realmente mentiras. A pesar de todo, había intentado justificarle hasta el último momento. Era probable que justificar a Ignacio no hubiera sido un acto de amor, sino de supervivencia. Si era una exagerada, una víctima de su imaginación, todavía había alguna posibilidad de regreso. Levantó el auricular. Estaba a punto de marcar el número de la casa de sus padres, porque tenían que entender que estaba perdida, sin saber qué hacer ni adonde ir, cuando comprendió que era incapaz de mantener una conversación. ¿Qué les diría? ¿Cómo podía no hacerlos partícipes del drama, si habían compartido con ella una espera que se había hecho eterna? Le temblaba todo el cuerpo. Tenía frío y el vientre dolorido. No le hubiera importado morirse lentamente, si la muerte le hubiera calentado los huesos.
Salió de la casa. La calle Sant Jaume era un espacio de sombras y luces. La recorrió sin prisa, pero con un aire de ausencia que no se parecía a su vitalidad de antes. Torció a la derecha, mientras caminaba bajo los arcos. Andaba con la mirada fija en el suelo, sin ver a las personas con quienes se cruzaba. La mayoría eran peatones desconocidos, a los que no prestaba atención. Se encontró con un compañero de trabajo que, más tarde y frente al televisor, comentaría a su mujer que la había notado extraña. En una esquina se topó con una vecina que le preguntó cómo estaba. Le respondió con un gesto de asentimiento de la cabeza, confirmándole no sabía qué. Probablemente aquella terrible derrota le impedía actuar con normalidad. La mujer se interesó por Ignacio, porque hacía días que no le veía. Quería saber si estaba enfermo. Dana no tuvo fuerzas para decirle la verdad, ni ánimo para improvisar una mentira creíble. Su mirada perdida venía de muy lejos. No contestó, porque no tenía nada que decir. Repitió el gesto de antes, y continuó el recorrido sin volverse para mirar hacia atrás.
Entró en unos grandes almacenes. Huía del sol y de la gente. Se decidió por la luz artificial, por la aglomeración de cuerpos que se confunden, que hacen imposible el encuentro, o que ofrecen la solución de simular que no hemos visto a quienes no queríamos ver. Encontró un expositor lleno de medias. Actuaba como si estuviese absorta en la elección. Con las manos apoyadas en la mesa, los nudillos amoratados por el esfuerzo de contenerse, no se atrevía a hacer un solo movimiento. Tenía la sensación de que se caería al suelo. Tenía que fingir que elegir un color era una cuestión de vida o muerte. Mientras removía las piezas, pensaba en la vida, tan frágil como unas medias de seda. ¿Dónde estaban los proyectos, los planes para el futuro? Ignacio no sólo la abandonaba, sino que le robaba los sueños. Farfulló de nuevo que era un hijo de puta, que le gustaría verle muerto, pero en seguida le hizo daño haber sido capaz de pensarlo.
Dio unos pocos pasos. En la sección de perfumería, había rostros amables que la invitaban a probar nuevos perfumes. Eran aromas que anunciaban el buen tiempo. Pasó de largo por delante de las chicas que le sonreían como si la vida fuera muy sencilla. El edificio que le había parecido un refugio se convirtió en un laberinto. ¿Dónde estaba la salida? Hizo algunos recorridos que debieron de dibujar círculos exactos, porque siempre volvía al mismo punto. Tuvo la sensación de que todos los aromas se mezclaban. En uno de los expositores, había un espejo de considerables proporciones. Vio reflejado su propio rostro. Se detuvo. Hizo un esfuerzo por mirarse. ¿Aquel rostro desencajado era el suyo? ¿Eran suyas aquellas facciones tensas, aquella mirada mortecina? ¿La palidez que ningún cosmético podría haber disimulado?
Se llamaba Dana y amaba a un hombre. El le había jurado amor eterno. La eternidad puede ser muy breve. Hubiera querido morirse, pero estaba paseándose por unos almacenes de su ciudad. Ignoraba por qué razón lo hacía, pero no se le ocurría otro lugar donde refugiarse. No podía responder a ninguna pregunta, darse explicaciones. Tenía miedo. Él acababa de dejarla definitivamente. Así son las cosas: ahora te pertenecen y, acto seguido, están muy lejos. No quería saber nada de su vida. ¿Qué vida, si no la imaginaba sin él? Podía pararse en un bar y beber hasta perder el sentido, como si fuera una adolescente. Podía invitar a alguien y pedirle que follara con ella toda la noche. Podía refugiarse en casa de sus padres, en el sofá del salón, y contarles que quería desaparecer. Podía intentar que él se sintiera culpable: salir a la calle, tirarse debajo de un coche. Si su nombre aparecía al día siguiente en los periódicos, quizá Ignacio regresara. Podía mirarse en un espejo de la sección de perfumería de unos grandes almacenes, contemplarse las facciones que no reconocía, mientras pensaba que era la mujer más imbécil del mundo.
Salió a la calle. Paró un taxi que pasaba, y se metió en él. Se acurrucó en el asiento, mientras miraba la nuca del hombre que lo conducía. Agradecía no verle la cara. Era mejor intuir el perfil. Le observaba a través del espejo retrovisor. Aunque le viera de frente, no lo recordaría. Lo único que buscaba era un lugar tranquilo desde donde pudiera ver el mundo sin ser observada. Le dijo que quería recorrer la ciudad. Una ruta sin rumbo que no tuviera que decidir.
«Tenemos que protegernos -pensó-. Especialmente de lo que más nos importa.» Sus vínculos con la geografía de Palma nunca habían sido confusos. Era un mapa peculiar, que la unía a un espacio, a una gente. Hoy se sentía lejana. Hubiera querido correr, escaparse.
El taxista obedeció sin hacer preguntas. No manifestó sorpresa por la petición, sino que condujo sin prisa, como si también él participara de la misma desidia.
Transcurrió un rato. Tenía la sensación de que el hombre y ella permanecían quietos, mientras el mundo pasaba con rapidez por su lado. Eran la roca en medio de un mar de olas. Dana miraba a los peatones, las fachadas, los semáforos. Se preguntaba por qué todo seguía como si no hubiera pasado nada, cuando la vida acababa de romperse. El le dijo:
– No se imagina las historias que podría contarle. Hoy en día, los taxistas somos confesores. La gente nos cuenta la vida. A mí, a menudo, me piden consejo.
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