¿Cuántas veces había simulado ella un orgasmo? Había perdido la cuenta. Tampoco habría sabido decir por qué razón lo hacía. Tal vez acudían a su mente los viejos tópicos, la imagen de la mujer frígida que no habría querido ser. Quizá lo hacía por compasión. Aquella piedad que nos invita a no ser el espejo de las miserias ajenas. Tensaba el cuerpo y maullaba como una gata en celo. Puro teatro para satisfacer el ego del macho y quedarse tranquila. Tras la decepción de turno, no tenía fuerzas para continuar fingiendo. Finalizado el último acto, deseaba bajar el telón. Reposar como los títeres en la caja donde no llegan los sueños. Procuraba evitar el correspondiente ataque de lucidez: decirse que era una estúpida, que había caído en la trampa de siempre. Hacía un esfuerzo por aplazar los reproches hasta el día siguiente, cuando una taza de café y una agenda salvadora alejaran los fantasmas. Simular un orgasmo era fácil; encontrar a alguien con quien retozar, dichosa, entre las sábanas no lo era. Alguna vez, había estado a punto de llorar. El amor propio o la dignidad lo evitaban. Cuando oía la respiración del amante, nunca conseguía dormirse.
Trabajaba en una empresa de publicidad. Formaba parte del equipo de creativos que diseñan las campañas de firmas conocidas. Era una tarea interesante, en la que unía el rigor del oficio con una creatividad sorprendente. Antonia iba por el mundo observando la vida en imágenes. Era hábil para la abstracción (sabía aislar un objeto de su propio espacio) y, a la vez, era capaz de concretar (situaba ese objeto en un nuevo espacio imaginario). Dominaba la síntesis, porque sabía que los mensajes que nos transmite un anuncio tienen que ser breves, contundentes. Jugaba con las reacciones previsibles del receptor, en una demostración admirable de conocimiento de las reacciones humanas. Preveía las posibles respuestas del público a quien iba destinado el producto. Diferenciaba lo que resulta estimulante de lo que provoca rechazo. Partía de una idea y la desarrollaba hasta el último detalle. Era exigente, apasionada por un trabajo que la divertía profundamente.
Las satisfacciones del trabajo eran proporcionales a las insatisfacciones en la vida privada. A medida que pasaba el tiempo, tendía a refugiarse más en la publicidad. No fue una decisión premeditada. No tenía vocación de mujer que se encierra en un mundo exclusivo, propio. Le habría gustado poder compartir la vida cotidiana. Como no era posible, se construía un presente alejado de los embates del corazón. Los encuentros con amantes esporádicos solían ser frustrantes. Dejaron de interesarle. No estaba dispuesta a poner fácil el acceso a su cama. «¿Para qué? -se preguntaba-. Lo único que he conseguido, en los últimos años, ha sido un desfile de gente extraña por casa.» De algunos conservaba un recuerdo cálido, difuminado por la distancia que convierte el recuerdo en benévolo. De otros no quería ni hablar. A algunos los había borrado del mapa, como si nunca se hubieran cruzado con ella. Los consideraba accidentes de la vida; formaban parte de algunas situaciones de las que no había sabido salvarse.
La inquietud por el oficio le hacía abrir los ojos. Iba por las calles observándolo todo, dispuesta a nuevos hallazgos. En un bar, en una plaza, en la conversación con un taxista surgían las imágenes. Podía recurrir a viejas revistas, carteles de otras épocas, cuadros de pintores desconocidos. Su trabajo constituía una mezcla de elementos diversos. Como si todas las mañanas al despertarse visitara las buhardillas de una casa antigua, la calle más transitada de la ciudad y un café portuario. De la suma y la discordancia salían ideas geniales.
En los días de fiesta buscaba refugio frente al televisor. Era la excusa perfecta: no tenía demasiado tiempo para ver anuncios, y necesitaba tragárselos todos para descubrir tendencias, fórmulas nuevas. A menudo sólo encontraba repeticiones poco interesantes. Hacía zapping en busca de un mensaje capaz de sorprenderla. Se hundía entre los cojines del sofá. Vestida con ropa cómoda, sin maquillaje ni intención de moverse de casa, con una caja de bombones, unas revistas, un libro, dejaba que pasaran las horas. Se dormía. Un dulce sueño le ganaba la voluntad, dejándola vencida. No ofrecía resistencia, sino que permitía que la desidia se impusiera. Nadie la esperaba. Ella tampoco esperaba a nadie. En alguna ocasión, padecía un ataque de hambre. Entonces vaciaba el frigorífico de las pocas provisiones que éste conservaba. Comía chocolate, devorándolo. Siempre se sentía algo culpable; tenía la sensación de no saber controlarse, de dejarse ganar por impulsos que conducían directamente a aumentar de peso. Al atardecer, sonaba el teléfono. Era su hermana, la única persona que se preocupaba por su suerte:
– ¿Cómo estás? ¿Has pasado un buen día?
– Sí. Estoy instalada en el sofá. No te preocupes por mí.
– ¿Quieres que salgamos? Te dará un poco el aire.
– Ya tomo suficiente aire a lo largo de la semana, gracias. Te aseguro que alguno es perverso. Cualquier día enfermaré. Sinceramente -suavizó el tono-, no me apetece salir.
– Siempre igual. Escucha: no tienes que dejarte vencer por la pereza.
– No se me ocurren demasiadas cosas interesantes que hacer.
– Podríamos ir al cine…
– Tú lo has dicho: me vence la pereza. Eres un ángel. -Había un tono burlón, propio de su carácter, en el halago-. Gracias por tu interés, y buenas noches.
– Buenas noches.
Había tenido un par de relaciones estables que no habían funcionado. Duraron poco tiempo, porque no se dejaba llevar por falsas esperanzas. No las recordaba nunca. No se permitía divagaciones sobre lo que podría haber sido y no fue. Borró del pensamiento los nombres y los rostros de aquellos hombres. Era fuerte; guardaba las flaquezas para sí misma. Entre las paredes de su casa volaban dosis de vulnerabilidad, de indecisión, de duda. A la calle, salía con la coraza puesta. Se movía con un aire que atemorizaba a quienes la rodeaban. A golpes de decisión, había conseguido situarse donde estaba. En el trabajo, nadie discutía su criterio. Un ejército de diseñadores seguían las directrices que ella marcaba. Tenía un gabinete a punto para resolver las necesidades urgentes: una secretaria, dos ayudantes, los técnicos.
Todos vivían pendientes de un gesto de Antonia. Cuando examinaba sus ideas plasmadas en el papel por los demás, podía reaccionar de forma diametralmente opuesta. Podía romper los papeles lanzando imprecaciones e insultando a la víctima que tenía enfrente, o bien podía expresar una alegría contenida (nadie la vio manifestar euforia nunca). Felicitaba a sus colaboradores con una efusividad moderada, inclinaba la cabeza en el respaldo de la silla, haciendo una pausa, y se ponía a hablar de la siguiente campaña.
Viajaba a menudo. La ciudad europea que más le gustaba era Londres. Adoraba la energía de la gente por las calles, la mezcla humana, la sensación de vida. Pocos meses después de haber optado por hacer una pausa en sus citas sexuales, fue a Inglaterra. Aprovechó el tiempo para recorrer tiendas y beber cerveza en los pubs del centro. Una noche, reservó una entrada en el Palace para ver de nuevo Los miserables. La historia de Jean Valjean, la efervescencia de París, una ciudad en plena revuelta, los amores no correspondidos de Eponine, los sueños de Marius y Cosette le emocionaban. Vibraba con los sonidos de la orquesta y con las letras de los intérpretes: «Do you hear the people sing? Say, do you hear the distant drums? It is thefuture that they bring. When tomorrow comes… Tomorrow comes!»
Cuando acabó la función, se perdió por los callejones del Soho. Recorrió las vías paralelas a Straferbury Street. A poca distancia de Piccadilly Circus, circulaba mucha gente: jóvenes que recorrían el centro, parejas que salían de los restaurantes, una marea de cuerpos que avanzaban en diferentes direcciones. Encontró una zona de sex-shops. Eran tiendas con una cortina en la entrada. No lo dudó. Cruzó la puerta de uno de aquellos antros. El ambiente era mucho más inofensivo de lo que podría haber parecido desde fuera. «La imaginación supera la realidad», murmuró. Los enseres, ordenados en las estanterías, le recordaban una tienda de inocentes juguetes, que invitan a la diversión de los niños. «Al fin y al cabo -se dijo-, nada es demasiado distinto. Todos jugamos de formas casi idénticas.» Vio a unos hombres que se entretenían en la sección de películas porno. Una pareja discutía en voz baja, mientras seleccionaba los objetos para la noche. Ella quería un látigo de cuero; él prefería unas bolas chinas. Dos mujeres nórdicas, altas y rubias, de estructura ósea considerable, estaban escogiendo un vibrador. Las posibilidades de elección eran múltiples. Intuyó que les preocupaban las medidas del instrumento en cuestión. Querían que fuera de proporciones suficientes. Miró los instrumentos con curiosidad. La mayoría le provocaban un curioso rechazo. Eran trozos enormes de plástico duro. Se preguntó cómo podían excitarse ellas sólo con verlos; lo notaba en sus miradas.
Читать дальше