María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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Si prestamos atención, hay contrastes que nos colapsan la vida. Antonia procuraba no hacerlo. Vivía entre la prisa y la quietud, escindida en dos historias que eran el blanco y el negro. Durante los días laborales, el móvil no paraba de sonar. Eran llamadas sobre asuntos urgentes, citas inaplazables, temas que tenía que cerrar. La mañana del sábado, el aparato enmudecía. Tenía la impresión de que el mundo se detenía. Inmersa en su vorágine, había conseguido no pensar demasiado. Dejaba de lado las reflexiones y los interrogantes, sumergida en un trabajo que concentraba toda su capacidad de atención. Cuando llegaban los días de fiesta, se encontraba sola, como si la vida fuese un objeto que nos quema en las manos, mientras ignoramos la suerte que le espera. Se desorientaba. Las tardes de los domingos se convertían en jornadas inacabables de tristeza. Eran largas, siempre idénticas. Le recordaban las tardes de cine de la infancia. Por el precio de una entrada, dos películas y una bolsa de palomitas. Iba con su madre, después de comer. Llevaba una falda de cretona, ropa de gente con un gusto dudoso y escaso dinero. Salían cuando el anochecer ganaba terreno al cielo. Ahora vivía: una nostalgia inexplicable en un refugio hecho de almohadones, chocolate y suplementos de periódicos. El deseo de perderse en el sofá de su casa como si estuviera en una butaca de cine, rodeada de desconocidos o sin nadie, que, al fin y al cabo, viene a ser lo mismo.

Tiempo atrás, había odiado los fines de semana: los ratos de televisión, las salidas con algún conocido -era realista y el ámbito de los amigos le resultaba tan escaso que no se atrevía a incluir a demasiada gente-, las cenas con su hermana, o con algún hombre a quien ocasionalmente conocía en el trabajo, y que a menudo resultaba decepcionante. Estaba harta de escuchar dramas personales, de convertirse en un contenedor donde el otro escupía todas las miserias. Le resultaban patéticos los relatos sobre matrimonios que no funcionaban, pero que él no se atrevía a romper por el peso de la inercia, de la comodidad, o del absurdo. Eran narraciones repetidas que había oído docenas de veces de labios diferentes. Se aburría escuchando historias de desamor o de desencuentros. Consideraba ofensivas las invitaciones para practicar sexo furtivo, que supliera las carencias en la cama con la pareja estable. Cuando, vencida por la necesidad de compañía o de un orgasmo, había aceptado una propuesta, siempre se había sentido estafada. La aventura resultaba un fraude, y el orgasmo una falsa ilusión. Mientras el amante de turno se vaciaba dentro de ella, Antonia se quedaba con las ganas. El otro se dormía en seguida -nunca había entendido la facilidad que tienen los hombres de conciliar el sueño después de eyacular-, y ella miraba al techo haciéndose preguntas que no tenían respuesta. Insatisfecha, intentaba masturbarse. A veces, con timidez; a menudo, con indiferencia hacia el que tenía a su lado. No llegaba al clímax. Era incapaz de dejarse llevar, castigada por un cerebro que le negaba los espasmos del gozo.

Había protagonizado la misma escena muchas veces, como si fuera un actor que sale al escenario a repetir un texto, haciendo las pausas en los lugares correctos para respirar, que calcula los gestos que acompañan la modulación de las frases, así actuaba Antonia en aquellos episodios de su vida. Podría haber descrito, sin variaciones, la escena vivida: le presentaban a un hombre en un acto social. Había cierta atracción mutua. Muy pronto iniciaban un juego de sobreentendidos. La gesticulación exagerada, la sonrisa que quiere resultar encantadora y que borra los signos de fatiga, las frases que parecen nuevas, aunque sean estereotipadas. Pensaba que el sentido del ridículo siempre se despierta un cuarto de hora tarde. La quimera de encontrarse a las puertas de conseguir lo imposible era el motor que impulsaba a los actores: ella y él otro. Un deseo de felicidad que renacía en cada nuevo encuentro. La magia que les hacía pensar una vez más: «¿Y por qué no?» Rodaban por una pendiente hecha de mentiras a medias, donde tomaban posiciones los elementos del juego. Primero, la voluntad de mostrar la mejor parte de uno mismo. Ejercían de vendedores ambulantes que se ofrecen al mundo como un gran producto. Segundo, las ganas de seducir y de ser seducidos. Un viejo juego que resurgía multiplicado por el alcohol, el entusiasmo del descubrimiento y el miedo a la soledad. Tercero, la esperanza de que el encuentro no fuera una simple aventura que queremos olvidar, sino una historia que nos transformaría la vida.

El encuentro multitudinario derivaba siempre en una situación de intimidad compartida. Cualquier excusa era buena: «No, de ninguna forma. No quiero que cojas un taxi. Te acompaño a casa en mi coche.» «¿Cuándo puedo volver a verte? Dame tu teléfono. Creo que todavía nos tenemos que contar muchas cosas.» «¿Estás cansado? ¿Quieres subir a tomar la última copa?» «Nos tenemos que encontrar de nuevo.

¿Tienes libre pasado mañana para cenar? Te llevaré a un japonés que es una delicia.» Eran esas frases u otras, no importaban las palabras, sino la intención. Un segundo acto lejos de las bambalinas, donde los actores interpretaban un diálogo de aproximación magistral. El escenario solía ser un restaurante; era un espacio que reunía todas las condiciones. Dicen que la buena comida ablanda el alma, hace menos duros a los duros, más tiernos a los tiernos. El vino estimulaba las confidencias.

Los actores insistían en subrayar la sensación de complicidad, el placer de encontrarse en buena compañía. Se contaban episodios de la vida que habían vivido cuando aún no se conocían. Es decir, hasta aproximadamente veinticuatro horas antes del encuentro en cuestión. Descubrían que tenían pensamientos coincidentes, formas parecidas de ver el mundo. De todo ello se daban cuenta, poco más o menos, a partir de la cuarta copa. Celebraban con entusiasmo una serie de inauditas casualidades. En ese momento, ella se inclinaba hacia él al hablar, inundándole de un perfume carísimo que despertaba los sentidos. El hombre, que no quería parecer inseguro, llevaba a cabo avances clave en el proceso de aproximación: le cogía la mano, acercaba la rodilla a su pierna por debajo de la mesa, le retiraba los cabellos del rostro. Antonia respondía a los movimientos masculinos con un aire de acogedora indiferencia. Sin mediar palabra, le decía que los pasos eran correctos, que iban por buen camino si el destino final eran las sábanas de su casa.

El itinerario en coche era complicado. Antonia, bajo los efectos de la bebida, tenía cierta tendencia a hacerse preguntas poco recomendables. Como se conocía, intentaba ahogarlas pidiendo al conductor que aumentara el volumen de la música. Quería escuchar canciones estúpidas que repitieran letras estúpidas. Era la fórmula perfecta para no pensar. La entrada en el ascensor podía presentar distintas variantes: predominaba la impaciencia. Volaban prendas de vestir antes de encontrar el cerrojo de la puerta. La mano de él se perdía entre los encajes de su sujetador. En alguna ocasión, el visitante procuraba mantener las formas. Se fijaba en un cuadro del pasillo. Alguno entretenía la subida con un beso que, a menudo, dejaba a Antonia sin ganas de meterse en la cama con él. La halitosis puede ser buen antídoto contra el mejor afrodisíaco.

Dos cuerpos desnudos en la penumbra de la habitación. El desconocimiento de la piel, de los olores del otro. Las espaldas se perfilaban en la oscuridad, empapadas de sudor. Mezclar sudores y salivas puede ser una experiencia ingrata. Se tocaban con la avidez de los ciegos que exploran territorios desconocidos. Solía predominar la prisa, las ganas de llegar al clímax sin demasiados preámbulos. A ella le habría gustado un amante generoso, que se entretuviera en procurar hacerla feliz. El placer pide tiempo y paciencia. Sus conocidos de una noche eran hombres tacaños, inexpertos o ebrios. La mayoría buscaban una satisfacción rápida: la penetraban como si cruzaran el patio de armas de un castillo en tiempo de guerra. La sacudían por completo, mientras se vaciaban en su vientre dolorido.

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