Hay amores desproporcionados. María habría dado la vida por él sin pensarlo. Le echaba de menos cuando no le veía. No podía dormirse si él no estaba junto a ella entre las sábanas. Le preparaba comidas sabrosas: pechugas de pollo en salsa, berenjenas rellenas de carne, pescado al horno con verduras. Se imaginaba que cada receta era un filtro de amor. Tenía que medir los ingredientes, para que nadie pudiera robarle el corazón de su marido, y siempre fuera suyo. Hay amores desequilibrados, parejas que se aman con intensidades descompensadas. Los sentimientos pueden parecerse a músicas que se unen: una es muy grave, la otra es aguda. La combinación suena poco armoniosa; hay un desajuste que provoca el rechazo. Antonio nunca se preocupó de hacer feliz a su mujer. Ella imaginaba fórmulas para alegrarle, momentos de deleite que él no valoraba, porque eran demasiado conocidos. Instantes de felicidad que pueden ser raros, como joyas magníficas que la vida no ofrece fácilmente, pero que se desaprovechan si quien los recibe no sabe reconocerlos.
María y Matilde se encontraban los sábados en el puesto de venta del mercado. Entre el alboroto de los compradores, buscaban un rato para las confidencias. El ruido servía para ocultar sus palabras, susurradas al oído. A medida que la vida pasaba, corrían a contársela. La vida se vive apresuradamente. La vida contada permite la reflexión, el pensamiento tranquilo. Cualquier anécdota servía para hacerles entender el mundo de la otra. Les daba pistas sobre inquietudes, deseos, temores. Cuando se murió Joaquín, María compartió la sensación de incredulidad de su amiga. En un mimetismo inconfesable, también ella le había deseado la muerte. Cuando Matilde le enseñó el estilete del rastrillo, simuló una consternación que no acababa de sentir. Creía que no tenía que darle alas, porque era capaz de matarle. Estaba convencida de que tenía suficiente coraje para librarse de la vida que no quería. Fue intencionadamente prudente. Adoptó el papel de mujer que contiene las impetuosidades de la otra. Después compartió la viudedad de Matilde. Con Justo, suspiró aliviada. El camionero era un hombre que inspiraba afecto. Le habría gustado que hubiera encontrado en él al compañero definitivo. Justo fue breve como su nombre. Se murió en una carretera, pocas noches después de su boda. Se sintieron estafadas.
Abrió los brazos para consolar el cuerpo de Matilde. Volcó toda la ternura, la generosidad de la que era capaz. Se indignó contra el cielo por una muerte injusta. Pensó que su amiga no saldría de ese bache, hasta que fueron a cenar una noche cualquiera. Los boleros de Julián la salvaron de nuevo. Fue un amor como una de aquellas canciones que él cantaba en el tugurio.
– La vida nos escatima las horas para vivirla, querida -le decía su amiga-. No llores, porque, si tú lloras, el cielo se nubla y llueve. -La mecía como si fuera una niña-. ¿Te acuerdas de cuando éramos pequeñas? Cada vez que llorabas, caían gotas de lluvia por la fachada de la escuela. Los compañeros querían hacerte llorar para que se formaran charcos. Te incordiaban, y te sacaban la lengua. Alguno intentaba empujarte, porque eras menuda, fácil de derribar. Pero yo era el gigante de la clase: nunca permití que te hicieran daño. Tampoco lo consentiré ahora.
Cada pérdida de Matilde hacía reaccionar a María agradeciendo la fortuna de tener a Antonio a su lado. El solo hecho de imaginar su ausencia la estremecía. Perdía el color del rostro, se le transformaban las facciones. Entonces observaba a su marido de reojo: el color de la piel, la fuerza de los brazos, la barriga que dibujaba la curva de la felicidad y de la que se enorgullecía, porque era producto de su sabia mano en los fogones. Respiraba tranquila. Era fuerte, tenía una salud de hierro. Nada tenía que temer, porque, si Dios era misericordioso, envejecerían juntos.
Lo único que preocupaba a María eran los cambios de humor de Antonio. Habitualmente era un hombre que no manifestaba grandes alegrías, pero que tampoco se quejaba demasiado. Le habría gustado que fuera más expresivo para no tener que adivinar cada uno de sus deseos, pero se acostumbró a leerle el pensamiento. Si estaba alegre, tenían veladas plácidas. Cuando el negocio no daba un número considerable de monedas, se le fruncía el ceño en un gesto adusto. Le gustaba hacer sonar la calderilla en los bolsillos. El tintineo le producía una alegría pueril, que le transformaba la expresión en la de un animalito contento. Llevarlos vacíos equivalía a pocas palabras, a gestos que la culpabilizaban sin decírselo. Antonio se tumbaba en el sofá del comedor, ponía en marcha la televisión y se olvidaba de su mujer y del mundo.
– Nunca habría creído que fueras capaz de sorprenderme. Después de muchos años, lo has conseguido.
– Me da vergüenza, pero estoy decidida. No puedo soportar su indiferencia. Sé que me quiere, pero es poco expresivo.
– ¿Crees que te ama?
– ¡No lo dudes! -Había indignación en la voz-. Cada uno quiere como sabe o como puede. Tendrías que comprenderlo.
– Quizá sí.
– Llega a casa cansado. Es lógico, porque se mata trabajando. Entonces sólo tiene hambre. La televisión es un entretenimiento inofensivo. Me lo he dicho mil veces. Tengo mucha suerte: me casé con un hombre honrado. Nunca va al café. Él, del trabajo a casa.
– ¿Lo has pensado bien? Mira que tú no has tenido nunca mucha gracia para el baile.
– No me has entendido. No es un simple baile. Además, hace una semana que lo estoy ensayando. ¡Me tendrías que ver!
– Me encantaría. Puedes estar segura. De todas formas, querría saber qué pretendes.
– Nadie diría que eres una mujer tan lista. Quiero seducir a Antonio. ¿No es una buena idea?
– Claro. Tienes que seducirle y te esfuerzas. Él no hace falta que lo intente. Te tiene absolutamente fascinada. Dime, ¿qué te ha dado ese cabrón?
– No le insultes. No es un cabrón, es una magnífica persona. Algo distraído, nada más.
– De acuerdo. Esta noche rogaré a los ángeles que sean benévolos contigo.
– ¿Qué quieres decir?
– Les pediré que den vacaciones a tu ángel de la guarda. Quién sabe si no le seducirías a él, en lugar de a Antonio. -Se rió.
Pulsó el mando de la televisión. La apagó sin previo aviso. Eran las once de la noche. Hacía un rato que su marido estaba instalado en el sofá: la camisa del pijama abierta, la atención puesta en la pantalla. Esbozó una expresión de sorpresa. Un intento de preguntarle qué hacía, si se había vuelto loca. No tuvo tiempo de reaccionar. María puso en marcha el tocadiscos que ya casi nunca usaban. Sonó una música insinuante, que le había prestado la vecina. Tenía una vivacidad adecuada a sus curvas, a la sonrisa que le iluminaba el rostro. Un movimiento de cintura, una ligera inclinación. El balanceo de las caderas que seguían el ritmo de la canción. Con la mano derecha, las uñas pintadas de rojo, fue subiéndose la manga izquierda del vestido. Lo hacía con gracia, sin olvidarse de iniciar la danza del vientre, que pretendía evocar a las bailarinas de Las mil y una noches. El brazo exhibía una blancura tornasolada. Se acordó de Gilda, espléndida con un guante en la mano. Se desabrochó los botones del escote. Primero uno, después el otro. Cada trozo de piel descubierta era un tesoro. La ropa se deslizó hacia atrás, descubriendo la rotundidad de los hombros: redondos, compactos. Al mismo tiempo, la nuca, el inicio de su abundante escote.
Se quitó la blusa. La palidez de la piel contrastaba con el rojo del sujetador, incapaz de retener los pechos. Saltaban aquel muro de contención hecho de falso satén. Un pezón rebelde apuntaba al cielo desde su refugio de encaje. Fue bajándose la falda mientras contoneaba la cintura. Con un pie la lanzó a unos metros de distancia. Las bragas le cubrían el pubis, pero no bastaban para ocultar sus nalgas. De un quiebro, quedó de espaldas a su marido. Mientras hacía un movimiento circular de caderas, le miraba de reojo. Se puso las manos en la cintura. Su cuerpo combinaba movimientos circulares y pasos de baile. Los muslos eran como troncos de árboles jóvenes. Tenía un pliegue en la barriga que le ocultaba el ombligo.
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