Continuaban las constantes llamadas al móvil. No renunciaban a comunicarse con frecuencia. Eran conversaciones breves que interrumpían visitas profesionales, comidas con conocidos o sesiones de trabajo. No importaba: tenían suficiente con algunas palabras. Necesitaban repetirse que se amaban, decirlo hasta que el eco de la voz del otro quedaba grabada en el cerebro. No había la urgencia apresurada, ni la angustia de encontrar el aparato desconectado. Se acostumbraron a vivir con una cierta calma. Cuando las mentiras no son imprescindibles, la vida es un logro. No tenían que inventar excusas para encontrarse, ni sentían la necesidad de disimular las citas. Muchas tardes, antes de subir al ático que compartían, Ignacio pasaba por las Ramblas. Las floristas se acostumbraron a la presencia del hombre educado, que tenía la sonrisa de un adolescente cuando les pedía un ramo de rosas. Quería que olieran bien, que tuviesen la humedad de las flores frescas. Con mirada crítica, seleccionaba los tallos largos, medía la abertura de cada capullo. Se iba satisfecho, impaciente por encontrarse con ella.
Dana se apresuraba para llegar puntual. Terminaba los guiones, cerraba el ordenador con una sonrisa; volvía a casa. Cuando alguien nos espera, lo único que importa es acudir a la cita. Si durante el día lo pensamos a menudo, nada nos detiene. No hay motivos para retrasar el regreso, ni deseos de aplazarlo. Solía abrir la puerta con una cálida sensación. Le esperaba preparando un pescado al horno o una tortilla de patatas. No era demasiado buena en la cocina, pero tenía una habilidad prodigiosa para aderezar carne con sabor a hierbas. Él le decía que era como si se comiera un bosque lleno de aromas. Se reían de la sensación de devorar la arboleda. Creían que todo era posible, que todo estaba permitido, mientras escuchaban una canción de Moustaki. Bajo la bata, se ponía un camisón casi transparente. Él elegía con cuidado la botella de vino para la cena. La noche era una fiesta.
Salían de casa. Caminaban por la calle Sant Jaume, mientras se dirigían al Born. Si era una mañana soleada, compraban el periódico y lo leían en un banco, la cabeza de Dana apoyada en el hombro de Ignacio. Si hacía frío, entraban en un café. Reían por cualquier tontería, inventaban proyectos de viajes, se proponían leer la misma novela o discutían por la película que irían a ver. Ella confiaba plenamente en él, con esa sencillez que nos hace fiarnos de las personas que amamos. No le hacía falta ser cautelosa. Tenía la percepción de haber encontrado a quien buscaba. Antes, no había sabido qué significaba estar enamorada. Todos los amores fueron frívolos o fugaces. Historias sin importancia que la memoria borraba porque no tenía espacio para otros recuerdos. Anécdotas que formaban parte de una etapa que había dejado atrás. No renegaba de lo que había vivido, se alejaba sin ningún pesar.
Les gustaba ir por el paseo Marítimo, leyendo los nombres de cada barca. Los había sonoros, como un eco. Otros eran como un murmullo junto al oído. Algunos daban risa. En algún caso, los consideraban absurdos, por lo excesivos que eran. Les gustaba el mar desde la costa. Observar las barcas cuando descansan en el puerto, lejos de los oleajes. Eran marineros de arena y de roca, poco valientes en un mar embravecido. El agua de todos los puertos se calma en la solidez de la ensenada. La idea les resultaba placentera. Se sentaban contemplándola en silencio. No decían nada, cautivados por el lugar. Dana pensaba que aquélla era la vida que deseaban. Una existencia que escribían con trazo firme. Agradecía al destino haber encontrado a Ignacio. Entre las barcas, creía que se adivinaban los pensamientos. Habría hablado de una curiosa comunión de deseos, de ideas. Cuesta entender el mecanismo que regula las emociones, el misterio de lo que no puede describirse. Él le dijo:
– He empezado a tramitar los papeles de la separación.
– ¿Cómo ha reaccionado Marta?
Marta era un personaje incómodo en su mente y no le era sencillo situarla en unos parámetros concretos. Le resultaba la gran desconocida.
– Regular. -El tono era neutro. No había ninguna modulación que permitiera interpretarlo. Le extrañó, porque estaba acostumbrada a entenderle sin necesidad de hablar. Una sola palabra, en esta ocasión, no desvelaba su estado de ánimo.
– ¿Te pondrá muchas pegas?
– No me facilitará las cosas.
– Es una situación que te preocupa. Estoy segura.
– No lo sé. Acabo de separarme, tengo la sensación de que no controlo la vida como antes. Necesito acostumbrarme.
– Claro. Si te lo pusiera más sencillo, vivirías mejor. Los cambios no te han angustiado nunca.
– Estoy acostumbrado a los cambios. Desde pequeño, mi vida ha sido un movimiento continuo. No me afecta mucho.
– ¿Qué es lo que te preocupa?
– Mi separación es un hecho casi público. La gente habla y hablará todavía más. No quiero que mis hijos sufran.
– Saben que pueden contar contigo. Son casi adultos. Tendrías que intentar tratarlos como a adultos. Los proteges demasiado.
– Lo sé.
– Y a la gente, ¿qué le importa? Lo comentarán algunas semanas, hasta que se olviden. Tienen tantas historias para entretenerse… No somos muy originales, amor mío, no sufras.
– Tengo una reputación en Palma. Un reconocimiento como jurista que se asocia con un comportamiento respetable. Vivimos todavía en una sociedad cerrada, pese a sus ínfulas cosmopolitas. No quiero poner en juego el prestigio del bufete. Tengo que hacer las cosas bien.
– Creo que exageras. No eres un personaje extraño. Una separación no es ningún desprestigio.
– Estoy cansado. He tenido una semana dura. ¿Por qué no cambiamos de tema?
– De acuerdo. ¿Qué quieres que te cuente? -Había una tierna burla en la pregunta.
– Quiero que digas que me amas, como yo a ti.
No se paró a reflexionar sobre los temores de Ignacio. La conversación no volvió a repetirse, e hizo como si se hubiera olvidado de ella. Simular la desmemoria es un recurso fácil, cuando algo puede enturbiarnos el presente. Dana vivía en un mundo limpio de nubes. Preservarlo no era un acto de voluntad, sino una reacción instintiva. No se trataba de cerrar los ojos a los miedos, sino de evitarlos. Ser valiente no significaba entrar sin reservas en la boca del lobo. Las precauciones eran un signo de inteligencia. Él era el hombre de siempre, preocupado por que ella fuera feliz. Si, en alguna ocasión, parecía ausente, era porque trabajaba demasiado. El exceso de trabajo se unía a la obsesión por los hijos.
Le habría gustado hablar. Creía en las palabras, estaba convencida de su poder persuasivo. Habría sido capaz de defender aquella historia ante cualquiera. Tenía argumentos que surgían de la razón, poseía razones que nacían del corazón. De la suma podía resultar un instrumento magnífico. Se imaginaba encuentros con los dos adolescentes que habrían querido que desapareciera del mapa. Era una intrusa en sus vidas. Sin embargo, lo normal sería que desearan la felicidad del hombre que les había dedicado toda su energía; Ignacio había sido un buen padre. Era el turno de los demás, la hora de demostrar que la generosidad nos hace ser generosos también. La esplendidez actúa como un imán. Lo había pensado muchas veces: la gente miserable a menudo surge de ambientes míseros. Las personas que saben querer han sido queridas profundamente. Era una simple ley de equivalencias, una cuestión de reciprocidad. Se trataba de un sencillo aprendizaje. Aprendemos a ser buenos desde la bondad, lúcidos desde la lucidez. Se lo repetía a menudo, porque ese pensamiento la consolaba. No tenían que preocuparse demasiado, puesto que el tiempo pone siempre las cosas en su lugar.
Cuando hacía tres meses que vivían en la calle Sant Jaume, salieron a cenar para celebrarlo. Habían reservado mesa en un restaurante que les gustaba. Dana se compró un vestido largo. Le marcaba la forma de los hombros, la cintura, las caderas. Se ceñía ligeramente a las piernas, subrayando los movimientos. Fue a la peluquería y le lavaron el pelo con un champú de frutas. Mientras la espuma se esparcía por su pelo, ella se dejaba ir con una sensación de embriaguez. Se maquilló. Una sombra suave en los párpados, el perfil de los ojos definido con un lápiz negro; en los labios, un toque de luz. En el espejo vio un rostro de una belleza serena y rotunda a la vez. Tenía el aplomo que da sentirse segura. A ello se añadía la fuerza de la mirada, la sensualidad de la boca. Ignacio acudió puntual a recogerla. Había terminado su trabajo un poco antes de la hora habitual, porque tenía toda la prisa del mundo. Llevaba un traje oscuro y una rosa en la mano.
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