María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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Oyó ruido de pasos. Alguien se movía con precaución a pocos metros de donde se encontraba. ¿Eran los movimientos cautelosos de una persona que pretende esconderse? ¿O el disimulo buscado de quien nos quiere sorprender? ¿Había un ladrón en el piso? Era una sombra que la había perseguido por la calle, que observó sus movimientos, hasta que comprobó que estaba sola. Tuvo el tiempo justo de percibirlo, antes de que le taparan la boca, mientras unos brazos la arrastraban al suelo. No tuvo que ahogar los gritos bajo la mano que le cubría la boca, ni opuso resistencia al abrazo. Oyó una voz conocida que le murmuraba:

– ¿Creías que no iba a acompañarte a ver nuestra casa?

– ¡Me has asustado! -Reía ella.

– Quería observarte. Nunca te había espiado y me gusta. He seguido tus pensamientos mirándote.

– ¿Y qué pensaba?

– Pensabas que he hecho una buena elección para nosotros. Igual que a mí, te han encantado estos espacios. Crees que aquí seremos muy felices.

– Sí. -Continuaba riendo.

– Has pensado que es una casa llena de magníficos rincones para amarse.

– ¿Cómo puedes saberlo?

– Es lo mismo que pensé yo al verla.

Se rieron los dos. Se abrazaron sobre una alfombra hecha de ropa: el vestido, la chaqueta, la camisa y los pantalones. Había una mezcla de colores, de aromas, de pieles. Sus cuerpos eran un solo cuerpo.

XII

El tercer marido de Matilde cantaba boleros en un tugurio de mala muerte. Era un bar desvencijado que ocupaba los bajos de una casa antigua, en un callejón del barrio de la Lonja. Tenía la gracia de aquellos antros que han crecido improvisadamente, a partir de una acumulación de objetos. Había mesas redondas, que recordaban los cafés parisinos. Las butacas estaban tapizadas de terciopelo. Se servían copas de cava y combinados. Todo sucedía en una dulce penumbra que suavizaba las conversaciones y las facciones de la gente.

Se llamaba Julián. Si le mirabas de lejos, tenía un aire que recordaba al protagonista de Esplendor en la hierba. Un Warren Beatty de mirada perdida, de ademán indolente con cierta ternura en los gestos. No era un retrato exacto, sino una versión deformada por los años. Un círculo de grasa le rodeaba la cintura, los hombros se inclinaban bajo una joroba imperceptible, las arrugas le marcaban el rostro. Toda la vida había querido ser un profesional de la música. Subir a un escenario y despertar la ovación del público con sus canciones. Tenía una voz profunda, que el tabaco y el alcohol habían roto en el punto justo para que recordara la cuerda destemplada de un instrumento demasiado usado. Sabía modularla, mientras la adaptaba a los movimientos del cuerpo. Era un auténtico escenógrafo: dominaba la expresión de la cara, el movimiento de los brazos, que parecían querer perseguir lo que decía, apesadumbrado por haber dejado escapar tantos sentimientos entre sus labios. Era un actor acostumbrado a interpretar su papel, pese a las circunstancias desfavorables o al desinterés de quienes tendrían que haberle escuchado pero se entretenían en conversaciones absurdas, bromas groseras o confidencias. Se sentía muy solo, un artista incomprendido a quien el público rechaza. Cada noche era como si fuese la primera. Volvía a ponerse el traje negro, de codos desgastados, el corbatín que heredó de un tío suyo que había actuado con la orquesta de Antonio Machín y que fue su precursor familiar en el oficio. Saludaba a una docena de personas que se sentaban en el café con una inclinación que tenía algo de tristeza y empezaba a cantar boleros, que relatan historias de derrotas.

Matilde nunca salía de noche. Desde la muerte de Justo, se había resignado a una vida tranquila. No buscaba nada más. Se levantaba temprano, terminaba los trabajos de la casa y se arreglaba frente al espejo. Un toque azul en los párpados le recordaba que todavía estaba en este mundo. Solía ir al mercado para encontrarse con María. Compraba fruta, legumbres. El objetivo era la conversación. Hablaban de todo y de nada, en una secuencia hecha de exclamaciones, de interrogantes, de murmullos junto al oído. Se sucedían expresiones como «No te puedes ni imaginar», «¿Sabes lo que dicen? Yo no lo creo, pero me lo han contado». Acumulaban chismes, que eran la crónica de los conocidos de siempre, la constatación de que la existencia seguía, pese a la adversidad. Matilde no solía hablar de los maridos muertos. Joaquín la liberó yéndose. Justo la traicionó, muñéndose sin previo aviso, cuando empezaban a saborear el amor. Los dos formaban parte de una oscura memoria, que no quería rescatar para los demás. María lo entendía. Era una mujer respetuosa, consciente de que hay temas que resultan inconvenientes. No hace falta abrir las heridas, cuando todavía no se han cerrado. Ella era risueña, como Matilde antes de aquella doble viudedad que le amargaba la vida. Se encontraban bien juntas. Habían compartido demasiada historia para que no se entendieran sin mediar palabras. Con una mirada tenían suficiente para adivinar el pensamiento. Resultaba cómodo, porque, cuando hay mucho que decir, los sobreentendidos nos permiten avanzar sin errores.

María llevaba el pelo corto, con las puntas rizadas. Tenía la frente alta y una sonrisa con la que se ganaba el corazón de la gente. Era la misma sonrisa de aquella adolescente que saboreaba la vida con curiosidad, cuando vivían cerca. La había conservado como un milagro. Se burlaba del colorete, porque tenía las mejillas encendidas. Empezó a usar pintalabios cuando se lo pidió el marido. Estaba contenta si podía hacerle feliz, pero prefería ir con la cara lavada. Matilde le aconsejaba el tono que tenía que ponerse para iluminarlos. Los encuentros matinales le hacían compañía. La animaban a salir de casa. Gracias a las citas del mercado, venció la tentación de no moverse de la butaca, observando el mundo desde la ventana.

Una noche salieron a cenar. El marido de María estaba de viaje y aprovecharon para encontrarse en un restaurante donde se servía buen pescado y mejor vino. Estaba en el paseo Marítimo de Palma. A María no le hacía demasiada gracia salir sin su marido. Estaba acostumbrada a su compañía, a aquel acoplamiento del cuerpo del uno al cuerpo del otro. Había convertido los hábitos de él en los suyos propios. Ya no sabía qué decisiones nacían de una voluntad personal ni cuáles eran el resultado de la influencia de un carácter decidido. Tampoco se paraba a analizarlo. Era feliz cuando vivía pendiente de sus deseos, de las reacciones que intuía antes de producirse. A veces, pensaba: ¿no se lo había dicho el cura de la parroquia de Santa Catalina, cuando los casó, que empezaba un tiempo en que formarían una sola carne, una única vida? Le gustaba recordarlo, aunque nunca se lo decía a él.

Tenía buen corazón y quería a Matilde. Era su amiga, la confidente en la adolescencia, la cómplice en la edad adulta. Habría querido que tuviera mejor suerte, porque creía que cada uno tenía que recibir de la existencia lo que correspondía a su bondad. Como si la fortuna tuviera que depender de una cuestión de méritos. Era un pensamiento infantil, de una inocencia que formaba parte de su carácter y que conmovía a Matilde, mucho más escéptica con ese tipo de repartos. Ella habría comparado la suerte con una lotería. Como María sabía que estaba sola, se alegraba al verla aparecer por las mañanas en el mercado. Le elegía la fruta jugosa, la que se deshace en la boca. Le contaba los últimos chismes con buen humor, deseosa de verla sonreír. Por eso decidió salir a cenar. Sabía que Matilde apenas se movía de casa, y estaba dispuesta a acompañarla en una noche de inesperada libertad.

Se vistió de fiesta. María, sin su bata de flores, parecía otra mujer. Llevaba el vestido azul marino que tenía las mangas abrochadas en el puño, y zapatos de tacón. Matilde llevaba una falda gris y una blusa blanca. Se había puesto un collar de coral. Andaba con la gracia de siempre. Se movía por el mundo con aires de criatura alada. Nunca supieron cómo acabaron en el bar que había detrás de la Lonja. Habían compartido una botella de vino. María hablaba de su marido con el entusiasmo de una adolescente que ha descubierto el amor. La otra la escuchaba sorprendida. Se mezclaban la admiración por un sentimiento incondicional con un poco de duda. Él no le parecía digno de una idolatría tan intensa, pero nunca se lo habría confesado. Le envidiaba que fuera capaz de mantener el entusiasmo, la devoción por alguien. Los años suelen poner a prueba las fidelidades. Comprobar su fortaleza le devolvía la fe en la gente.

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