María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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Le dijo que no le importaba. Con el tiempo llegarían a entenderle. Mientras, vivirían amándose:

– ¿Serás capaz de soportar que te den la espalda, que se nieguen a verte?

– Son casi adultos. Les he dado la vida, pero no puedo morir por su causa. Si me alejan de ti, me matan. Lo tienen que comprender.

– Palma es una sociedad pequeña. Por fuerza, el rumor se hará público. Habrá gente encantada de difundir la noticia. Dirán que soy una mala mujer. No me importa en absoluto. Pero, ¿y tú? Siempre has vivido pendiente de la opinión de los demás. Has vendido la imagen de hombre serio, de padre de familia responsable.

– Soy todo eso. No he renunciado a serlo. Estoy decidido a no hacer una exhibición pública de nuestro amor. No quiero herir a mis hijos; tampoco pretendo humillar a Marta. Actuaremos con discreción pero con firmeza. Despacio, pero no daremos pasos atrás.

– ¿Estás seguro?

– Absolutamente.

– Estoy acostumbrada a vivir nuestra relación entre sombras, a escondernos, a actuar como si fuéramos culpables de un extraño pecado. He pensado muchas veces que sería feliz de poder llevar una vida normal contigo. No sé, cosas sencillas: ir al cine o a un restaurante, caminar por el paseo Marítimo. Seré paciente. Sabes que puedo tener toda la paciencia del mundo. Si quieres que actuemos sin prisa, respetaré los ritmos que me indiques. Para mí, la separación es un gran paso. Nunca me había atrevido a pedírtelo. Pensaba que tenía que ser una decisión tuya.

– Te lo agradezco, pero estoy convencido de lo que hago. Tú no eres mi amante, sino mi mujer.

– ¿Y Marta?

– Hace demasiados años que compartimos cartelera en una curiosa película. No sé si era una comedia italiana o un drama con un tinte de opereta. Somos dos actores que han sabido interpretar bien sus papeles. Estoy harto de hacer teatro.

La felicidad es difícil de describir. Cuesta definir la sensación de plenitud que te puede invadir justo al despertarte. Todas las mañanas, Dana se preguntaba si lo había soñado. Durante algunos segundos, vacilaba en un estado de duda. Entonces sonreía, porque era cierto. Tenían la existencia entera para inventarse. Los proyectos que habían hecho irían tomando forma, adquirirían la consistencia de la vida. Los deseos que nunca se realizan quedan escritos en el cuerpo. Estaba segura: dejan en la piel una marca, una huella de impotencia. Cuando se concretan, dan alas. Estaba dispuesta a emprender el vuelo. Echada en la cama, notaba la claridad que entraba por la ventana y la abrazaba. Se dejaba envolver por la luz. Se sumergía en ella como si estuviera hecha de una materia resplandeciente. Cerraba los ojos mientras se sucedían las escenas en el pensamiento. Desfilaban con una velocidad prodigiosa. Ignacio y ella compartiendo el mundo. En una secuencia, andaban por Palma. Iban cogidos de la mano, con el aire tranquilo de quienes no se esconden de nadie. En otra, tomaban una copa en un bar de la Lonja. Debía de ser verano, porque la fachada de piedra se proyectaba en el suelo. La gente tomaba el fresco en las terrazas. Una mañana de sábado aparecía ante sus ojos. Recorrían las Ramblas y él le compraba una rosa amarilla. Le hablaba al oído mientras Dana se moría de risa. La carcajada sonaba alegre como el agua de una fuente. Entraban en una galería de arte, se paraban delante de un cuadro. Compartían la fascinación de los descubrimientos. Hacían cola en un cine, andaban por la playa, entraban en una tienda de ropa. Se sentaban en un banco de la plaza de la Reina, recorrían el parque del Mar, los jardines del Huerto del Rey. El pensamiento iba de prisa. Las visiones se alternaban sin orden ni concierto. Se precipitaban en una loca carrera. Las estaciones se mezclaban: era verano, pero en seguida se imponía el ocre del otoño, la desnudez del invierno o la suavidad de la primavera. Ocurría de una forma parecida con las horas del día: la noche ocupaba el lugar de la mañana, y el mediodía convivía con el crepúsculo.

Se preguntaba si tendrían vida suficiente para hacer todo cuanto imaginaba. Tenían que recorrer muchas tierras, pisar calles. Encontrarían gente que envidiaría su amor. Tenían que vivir historias que podrían contar a los demás, compartirlas como si fueran tesoros. La riqueza de lo que se ha vivido intensamente. Acostada entre las sábanas, estiraba los brazos, abría las manos hasta que las palmas se asemejaban a una concha. Cuando se sentía feliz, su cuerpo estaba hecho de olas. Entre los labios abiertos, el sabor del agua.

Ignacio hizo las maletas. No es sencillo introducir media vida en un espacio reducido, pensar qué nos llevamos, qué objetos son imprescindibles. Dejó los cuadros, los muebles. Seleccionó los enseres personales. Colocó la ropa de cualquier manera, con prisa. Percibía cien ojos vigilando sus movimientos. Se sentía incómodo. Rápidamente, abrió cajones, armarios, ficheros. Es curioso cómo la vida se escribe en las cosas. Todo lo que había vivido le salía al encuentro en cualquier nimiedad: un papel olvidado, la fotografía que nos muestra el propio rostro sonriente junto a los que pretendemos dejar atrás; extrañas contradicciones en las que se junta pasado y presente para confundirnos. Vio un retrato de Marta, de cuando tenía veinte años y un universo de promesas. Las imágenes de los hijos todavía pequeños. Perdió un rato en la biblioteca. ¿Qué libros de los que le habían acompañado a lo largo de su vida se tenía que llevar? Era una elección complicada. Cada volumen representaba un descubrimiento. Mientras pasaba las páginas, el olor a la tinta y la textura del papel le devolvían antiguas imágenes.

Una lenta melancolía iba ganando su voluntad. No era un hombre que exteriorizara fácilmente lo que vivía, pero nunca le había gustado entretenerse en hurgar en sus propios sentimientos. Se apresuró a acabar de hacer las maletas con rapidez. No lo pensó mucho: llenó una caja de cartón con unos cuantos libros, dobló las camisas, desperdigó las corbatas. Recogió algunas carpetas, y pocas cosas más. Nunca había estado demasiado atado a las pertenencias. Le gustaba vivir bien, pero no convertía la comodidad en una razón de vida. No le resultaba difícil prescindir de los objetos que le habían acompañado. Sabía que no echaría de menos los cuadros que había ido coleccionando durante años, las piezas de arte, los muebles que le gustaban. Podía hacer tabla rasa, porque la nostalgia sólo tenía sentido en las personas. Añoraba el cuerpo de Dana, pero podía abandonar el piso donde había vivido. Marta estaba en el sofá, deshecha en llanto. Los hijos permanecían junto a ella, como si formaran un escudo humano, hostil al que se marchaba, protector de su víctima. Se alegró: era mejor que estuvieran junto a Marta, ella los necesitaba. El no tardaría en recuperar su afecto. Les había enseñado la fe en la libertad de los demás. Esa creencia germinaría de algún lugar. Se reencontrarían.

Se instaló en un hotel cerca del despacho. No dijo a demasiadas personas que había cambiado de vida. No aumentó la frecuencia de los encuentros, que continuaron de forma clandestina. Mientras los días pasaban, procuraba trabajar mucho. Ella no le hizo preguntas. Se limitaba a esperar, con una ilusión que, a veces, creía que se convertiría en un río que se desborda. Cuando se veían, le preocupaba que no estuviese bien, que no se alimentara adecuadamente. Sabía que mantenía un ritmo frenético de trabajo. Habría querido estar a su lado, hacerle compañía, pero Ignacio prefería vivir los primeros días en soledad. Al mismo tiempo, temía perturbarle, en un período de cambios. Le costaba encontrar el punto justo de su presencia. Tenían que aclarar la situación, decidir adonde se trasladaría cuando fuera capaz de abandonar aquel refugio temporal, conversar con algunas personas de su estricta confianza. Se llamaban: la despertaba todas las mañanas; se despedían antes de dormirse. Él se esforzaba por transmitirle una imagen de confianza en un futuro próximo, de ganas de vivir.

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