No hubo demasiadas conversaciones antes de cruzar la puerta del piso. Los dos sabían que, al regresar, él ya no estaría. Había un pacto tácito, que preferían no formular, un acuerdo de separación definitiva. Habían ido aplazándola, porque la pereza de decirse adiós los superaba. No era esa pereza que se nos pone en los ojos, algunas mañanas, cuando suena el despertador, sino otra hecha de recelo, de angustia, de ausencia. A menudo, él no dormía en casa. Era como si se preparara poco a poco para no volver. Tenía que acostumbrarse a otros espacios, y lo hacía en pequeñas dosis. No hablaban. Todavía estaba la ropa en los armarios, los libros, las partituras. «Cualquiera diría que somos una pareja absolutamente civilizada», pensaba Dana con sorna. Se sabían cobardes. Eran incapaces de sentarse para aclarar la situación, quizá ni siquiera les interesaba hacerlo. Habían discutido sobre cuestiones que no tenían nada que ver con lo que les preocupaba. Siempre es más sencillo hablar de lo que no nos afecta de lleno, gastar la energía que pondríamos, si nos atreviéramos, en los temas que nos duelen de verdad, pero que consideramos prohibidos. Prefería decirle que estaba harta de su desorden, o de esa estúpida manía de no hablar mientras cenaban. Era mejor que tener que reconocer que amaba a otro hombre. Sencillamente. Hacerle saber que no le gustaba ni le deseaba sonaba a crueldad innecesaria. Cuando ya no nos importa que la nave naufrague, no nos abrazamos a su proa; dejamos que se hunda mientras nos apartamos tan lejos como podemos, convertidos en peces.
Le dijo que se iba de viaje. Estaban sentados en el sofá, con la televisión encendida. Amadeo jugaba con el mando en la mano. Iba cambiando de canal a un ritmo rápido que les ofrecía una visión de imágenes aceleradas, inconexas. La sonrisa de una presentadora, la pierna de un jugador de fútbol a punto de chutar, una pareja que hablaba, una persecución de indios y vaqueros. Le pareció que no la escuchaba y se lo repitió de nuevo. El asintió con la cabeza, inmutable la expresión, con el ademán de quien acepta lo inevitable. «Hay historias que no tendríamos que haber vivido -se dijo-. Hay personas que nos pasan de largo, aunque estén a nuestro lado.» Lo pensó con tristeza, porque no es fácil aceptar algunas verdades. Recordó la energía de los primeros tiempos, las ganas que había tenido de conocerle, las mentiras que había construido el amor cuando le miraba. Los sentimientos crean ficciones grandes como edificios.
«Si tuviera que escribir en un papel todo lo que he recibido de ti, sería una lista breve -habría querido decirle-. Podría anotar todo lo que he dado de mí, que tampoco es gran cosa: algo de ilusión, el deseo de tu piel, la seducción por la música que creabas.»
Todo se desvaneció de prisa. Preparó la maleta con un entusiasmo poco común. Se despidieron en el rellano de la escalera, sin ceremonias. Le acarició el pelo con una pesadumbre minúscula que se esfumó mientras el ascensor la bajaba al garaje.
Camille Claudel tenía la mirada líquida. Alguien habría dicho que era una mujer de agua. Su presencia llenaba las salas del castillo. La piedra era un buen escenario para las figuras de bronce, para los bocetos y las versiones de aquella obra única, que ocupaba un espacio central. Aseguraban que había muerto loca de amor en un centro psiquiátrico francés. Rodin hacía años que ya no estaba. Había vivido otras existencias lejos de ella. Cuando le conoció, era una mujer muy joven. La adolescente se dejó seducir por el maestro. Él le llevaba muchos años y mucha vida. El maestro devoró a la discípula. Las cejas de Camille parecían pintadas por un pincel que hubiera querido subrayar la tristeza: el trazo era recto, firme. El rostro de la fotografía parecía contener el llanto.
Dana e Ignacio llegaron a Lavardens a media mañana. El sol calentaba el aire con un calor grato, que no entraba en las dependencias del castillo. La piedra filtraba la luz solar como si fuera un embudo. Se cogieron de la mano con una naturalidad que se les hizo extraña. Hay gestos que parecen casuales, pero que no lo son; esconden la sorpresa de lo que no forma parte de los hábitos cotidianos. Ellos nunca se daban la mano por la calle. Ni siquiera iban por la calle. Cualquier movimiento adquiría un significado porque no formaba parte de la vida. Sintió la forma de sus dedos, enlazados con los suyos. Actuaban con una seguridad un poco forzada, no porque les resultara incómoda, sino porque era nueva. Tenían que acostumbrarse a acoplar los pasos, a hablarse rodeados de otra gente, a saber que nadie los miraba.
Habían elegido un escenario peculiar para asomarse al mundo. Podrían haber escogido un espacio cualquiera, un lugar donde la luz los inundara, pero se decidieron por un castillo lleno de secretos. Cuando recorrían las salas, la sombra de Camille se adaptaba a sus perfiles. En un combate de luz y de oscuridad, podían adivinarla. La escultora había amado con desmesura, pero había sabido medir las proporciones de una obra muy bella.
– Hay quien puede controlar lo que toca, pero no domina lo que vive -dijo Dana.
– Había ejercitado con precisión un arte prodigioso. Sus manos eran diestras -murmuró Ignacio.
– Las manos hábiles y un corazón esclavo, una combinación poco acertada -añadió ella.
– Pero las manos sólo eran el reflejo de lo que le dictaba la mente. Una mente que debió de ser privilegiada.
– Y aquella inconveniente pasión que la llevó a un sanatorio, ¿quién la dictó? Es probable que también naciera de su cerebro, genial y contradictorio. Debió de vivir momentos magníficos, pero fue una mujer profundamente infeliz.
– Y tú, amor, ¿eres feliz?
– Muy feliz. -Le miró.
– Me gusta decir en voz alta tu nombre. Dana. Suena bien. Querría repetirlo mil veces.
– Desde hoy, quizá tendrías que llamarme Camille.
El sol quedaba desterrado fuera del recinto del castillo. Entraba un débil rayo por las rendijas abiertas al muro. No había demasiada gente a aquella hora. Era posible crearse una falsa ilusión de soledad que los conciliaba con la obra de la escultora, que les permitía acercarse a ella. Las piezas no eran grandes. No destacaban por una magnificencia de proporciones, sino por la grandiosidad inaudita que pueden adquirir los detalles. Entraban en un reino de pequeñeces, de armonías perfectamente establecidas, de ritmos desconcertantes. Habían bailado un vals, de noche, en una curva de la carretera. Los faros del coche y la luna amarilla como únicos testigos. Lo habían encontrado de nuevo, transformado en dos figuras de bronce.
En La vahe, los cuerpos se doblegaban en un acoplamiento magnífico. Los torsos desnudos desde la cintura mostraban los brazos y los hombros musculosos. Con el brazo derecho, el hombre rodeaba a la mujer, que se cimbreaba en el abrazo. Era el ademán de quien se entrega sin reservas al otro. Acariciaba con los labios la mejilla de ella. Las manos enlazadas dibujaban un contrapunto de tensión física, de acercamiento incondicional. A partir de las caderas, el bronce dibujaba una falda abierta, llena de pliegues y vuelo, con movimiento propio. Camille había acertado al manejar el material con el que trabajaba; supo utilizar la dureza para delimitar cada detalle. Jugó con las tonalidades y los matices del bronce. Aquel baile era mucho más que el instante en que dos amantes se abandonan a la música; era la imagen de una posesión absoluta, que superaba la inocencia de unos pasos marcados por el ritmo de un vals. Había algo profundamente turbador en la escultura, el reflejo de una intensidad impresionante, de la fascinación de los cuerpos, de la pasión en estado puro.
Aquella noche, Dana no pudo conciliar el sueño. Mientras oía la respiración acompasada de Ignacio, intentaba tranquilizarse. Tenía que hacer un esfuerzo para no pensar, porque las ideas pueden convertirse en un remolino que impide el descanso. Se dio cuenta de que no se había acordado de Amadeo y se preguntó cómo puede ser tan implacable el olvido. Habría tenido que preguntarse qué hacía, cómo se encontraba. Pero la curiosidad es un signo de interés. Podía imaginar su gesto nervioso al despejarse los cabellos de la frente, inclinado sobre una partitura. La imagen no conseguía conmoverla. Por esa razón la descartó. Era curioso: no la obsesionaba el final de la historia, sino la indiferencia que ese final le provocaba. La escultura le había despertado sensaciones adormecidas. Percibía que hay historias que borran todas las demás. Ignacio era como el hombre de bronce, inclinado sobre la mujer que se deja llevar. En la postura de él, se adivinaba un oscuro dominio. No era un juego entre dos cuerpos, sino entre dos voluntades. Camille había sabido comunicarlo. Ésa era la clave de la fascinación que ejercía la escultura, su poder seductor.
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