Un día, Mónica visitó a un traumatólogo. Era un especialista reconocido, que se ocupaba de los deportistas de algunos equipos de fútbol. Estaba acostumbrado, por tanto, a las caídas de los demás. Conocía los efectos que pueden derivarse del encontronazo de alguien, cuando dos hombres que corren con fuerza chocan en un campo de césped minúsculo, una pincelada de verde que cubre la tierra. No estaba acostumbrado, en cambio, a las volteretas absurdas de una chica morena. Ella le sonrió como si quisiera disculparse. Le daba vergüenza acudir a aquella cita, concertada por su madre, y contarle a un desconocido que, sin motivo, se caía a menudo por la calle. ¿Cómo podía transmitirle la sensación de que el pie adquiría vida propia? Se olvidaba, mientras andaba con la mirada perdida en las hojas de los árboles o en el rostro de un peatón. De pronto, la caída: el cuerpo que rodaba por el suelo, como atraído por un imán invisible.
El hombre tenía el gesto serio. Llevaba gafas y una incipiente barba, como si una sombra le hubiera cubierto la cara. La escuchaba con atención, sentado tras la mesa de su despacho. Mónica se sentía insignificante, mientras intentaba calcular el número de caídas de los últimos meses. El médico le exploró los huesos de las piernas, de las rodillas. Le hizo algunos estiramientos de los músculos; comprobó su sentido del equilibrio haciéndola andar con los ojos cerrados por una cuerda imaginaria. La exploración se prolongó algunos minutos durante los cuales sólo compartieron el silencio. Pensó que tenía que prepararse para escuchar el veredicto. La conclusión a que llegaría el médico podía determinar su vida. No lo había pensado antes, pero un corto espacio de tiempo era suficiente para que la imaginación desplegara las alas. ¿Y si le anunciaban la posibilidad de una enfermedad degenerativa? Se vio con los huesos encogidos, sentada para siempre en una silla de ruedas. Recordó a Frida Kahlo, de quien había leído con entusiasmo varias biografías. Habría sido terrible padecer su mismo destino, cuando no participaba de aquella genialidad seductora. Se imaginó atada a la esclavitud de un cuerpo que no responde a los designios de la mente. Pensó en la tortura de no poder controlar cada movimiento de sus miembros. Como era ágil al recrear situaciones, dibujó con rapidez una sentencia de inmovilidad. Se vio tumbada en una cama, cada vez más incapaz de moverse. Recordó de nuevo a Frida. A la artista, la creación la salvaba de una desdicha terrible. Cuando las tormentas amenazaban su azulísimo cielo, podía refugiarse en el arte. ¿Dónde se escondería ella, si no tenía el don de crear? ¿En los poemas de los demás, que la acompañaban como un inmerecido bien? ¿En Marcos? Miró al médico con una sincera antipatía. Odiaba su frialdad, el aire de profesional que no se implica en las angustias de quien está sentado frente a sí. Le clavó los ojos como dardos, mientras le preguntaba:
– ¿Hay alguna razón, doctor?
– ¿Alguna causa física, quieres decir? -Mantenía el ademán imperturbable.
– Sí.
– Siempre hay razones. -Hablaba despacio-. En tu caso, las razones no pertenecen a mi especialidad.
– ¿Qué quiere decir?
– Tienes los huesos en un estado perfecto: fuertes y sanos.
– ¿Ah, sí? -No se lo acababa de creer-. Entonces, ¿por qué tantas caídas?
– El problema no está en las piernas, sino en tu cabeza.
– ¿Estoy loca? -Intentó sonreír.
– Claro que no. -El hombre esbozó una sonrisa que parecía impostada-. Simplemente, cuando andas no miras por dónde vas. Te distraes y tropiezas con el más pequeño de los obstáculos que hay en el camino. Vives poco atenta a la realidad.
– ¿Así de sencillo?
– O así de complicado. Depende de cómo lo mires.
– ¿Qué puedo hacer?
– La manera de ser es difícil de cambiar, pero tendrías que tener un poco más de cuidado. Cuando andes, concéntrate en lo que estás haciendo.
– ¿Todo el rato? ¿Cómo se hace?
– Ese tema no es competencia de un traumatólogo.
Salió de la consulta con un sentimiento de confusión. Junto al edificio donde el médico visitaba había una tienda de zapatos. Se paró frente al escaparate, con los ojos que miraban sin acabar de ver. Desde aquel día, Mónica se aficionó a los zapatos de tacón. Antes siempre llevaba unas deportivas o unos mocasines de suela plana. Tras la visita, descubrió la obsesión por los zapatos altos, que la levantaban algunos centímetros del suelo y la obligaban a andar casi de puntillas. «¿No crees que servirán para que te caigas con más facilidad?», le preguntaban los conocidos. Estaba segura de que era justo lo contrario: si andaba con tacones, tenía que tener cuidado con los pasos que daba. Como iba ojo avizor, se obligaba a centrar la atención en un punto fijo. Miraba la calle desde su nueva atalaya de centímetros ganados, mientras procuraba mantener el equilibrio. Era un ejercicio de contención. Cada paso suponía un combate contra las leyes de la gravedad, que -ignoraba por qué causa- ejercían una poderosa atracción sobre su cuerpo. Se habituó a recorrer escaparates de zapatos. Le gustaba observar las formas: los de puntera fina, los que tenían el tacón cuadrado, los que llevaban una hebilla. Se lo contó a su familia, a sus parientes y a sus amigos. Si querían regalarle algo, tenían que ser libros de poemas o zapatos. Llegó a reunir un número importante. Estaban en el armario y formaban una hilera ordenada, uno junto al otro. Si estaba nerviosa, le gustaba mirarlos, acariciar la piel, comparar los colores. En la calle se sentía más fuerte. Era magnífico observar a la gente desde una nueva altura.
Marcos y Mónica empezaron a vivir juntos cuando eran muy jóvenes. Todo el mundo les aseguraba que era un error, una manera de complicarse la vida. Tenían todavía mucho camino por andar. Una existencia en plural lo hacía todo más difícil. Desde la fortaleza de la historia compartida, se burlaron de los consejos de los demás. Ignoraron las voces de advertencia, como si tuviesen la sensación de que el tiempo de la felicidad es breve. Ella se compró unos zapatos rojos que tenían el tacón fino. Se situaba frente a él, mientras miraba el fondo de sus ojos. Ya no tenía que ponerse de puntillas si quería que sus perfiles coincidieran: la nariz se tocaba con la nariz; los labios con los labios. Estaban en el último curso de periodismo en la facultad. Entre los exámenes y los apuntes, daban clases particulares en aquel apartamento minúsculo que habían alquilado en la calle Sant Magí, en un barrio de casas con balcones llenos de ropa tendida. Nunca tenían demasiado dinero, pero no les importaba. Algún día, se decían, viajarían a otras tierras. Por el momento, tenían un universo propio para explorar. A finales de mes, sobrevivían comiendo pasta con tomate y viendo películas. Se paseaban, de noche, por las aceras solitarias. Espiaban a los vecinos y se morían de risa, cuando, a través de las paredes, se filtraban los rumores de cotidianeidades robadas. Llevaban una vida sencilla, que no ambicionaba protagonizar grandes gestas. Se imaginaban el futuro como una línea clara que prolongaría el presente; un presente hecho de zapatos de colores, de versos pronunciados en voz queda, de cuerpos enlazados entre las sábanas.
Al despertarse, Marcos abría un ojo. Al mismo tiempo, apretaba el otro y se le formaba una arruga en la frente. Le deslumbraba la luz que entraba a chorro por la ventana, porque preferían dormir sin cortinas. Mónica le sonreía desde un palmo de distancia, al otro extremo de la misma almohada, mientras le acariciaba el pliegue de la piel hasta que lo hacía desaparecer. Establecieron un pacto que no escribieron, que nunca dijeron. Era un vínculo hecho de lazos minúsculos: la forma de dormirse, el cuerpo de uno encogido en el cuerpo del otro, la tibieza de la piel, los silencios que acompañan. Eran jóvenes, y el mundo se asemejaba a una fruta jugosa que se fundía entre sus labios, que mordían con deleite. Compartían un espacio de cuarenta metros cuadrados: en la sala, una mesa, un viejo sofá, la estantería de libros. Había motitas de luz en los muebles y en la vida; flotaban en el aire. Vivían en un edificio de tres pisos, con una escalera que tenía la barandilla de hierro, vertical. Ocupaban el último. Subían los peldaños corriendo, sin pereza, convencidos de que los llevarían al infinito. Había una azotea que les ofrecía un paisaje de antenas y de patios, con una iglesia. Cuando hacía buen tiempo, extendían una manta. Hacían el amor.
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