Andaban por un pasillo enmoquetado con una alfombra oscura. El mundo se ensombrecía allí dentro: el rostro del conserje, los pasos silenciosos tras cualquier cortina, la retahíla de habitaciones. Había algunas que tenían el techo de espejos; otras disponían de un colchón de agua. Ellos querían una habitación normal. Un lugar donde poder imaginar que estaban en casa, pese a los muebles de dudoso gusto, a pesar de la música que Ignacio se apresuraba a desconectar, de los gemidos que, de vez en cuando, les llegaban como un inoportuno recordatorio. Querían una casa, pero estaban en un escondite alquilado para el amor. Entre aquellas mismas paredes, en unas sábanas cambiadas de prisa para no alargar más su espera, otros amantes anónimos se habían lanzado a los embates del deseo. Pensarlo provocaba en Dana una mezcla de asco y de ternura. Nunca podría haber imaginado que un espacio le provocaría reacciones absolutamente dispares. Una vez, en una de aquellas habitaciones falsamente pulcras, encontraron un cenicero con restos de colillas.
Los sentimientos tienen fuerza para crear sus propios decorados. El amor convierte la sordidez en una nube de algodón. No buscaba en las sábanas el olor extraño de otros cuerpos. Todas las presencias se diluían cuando Ignacio la abrazaba. Cuando su cuerpo tomaba el suyo, también le robaba el alma. En aquella habitación, creyó que el alma existía. ¿Cómo no, si le dolía el cuerpo entero cuando le miraba? Mal de amores. Muy adentro. Nunca se lo hubiera imaginado. En una de las colillas, había un círculo de carmín rojo.
Pensó en cómo debían de ser los labios que dejaron allí su huella. Unos labios que besaban como sus labios, que recorrían con esmero la piel de alguien. Alejó ese pensamiento, que era una gran mentira: nadie sabía amar como ellos se amaban. Estaba segura.
Nunca había estado en un lugar como aquél. Ni se habría imaginado capaz de sentarse en un coche, esperando en silencio un gesto que garantizara el anonimato, la ausencia de miradas. No habría creído que escucharía a Ignacio sin inmutarse cuando pedía una habitación y una botella de champán, que miraría con disimulo -porque no quería verlo- cómo metía unos billetes en el bolsillo del hombre de las gafas. Un hombre de aspecto gris que vivía entre gemidos de amor, espiando pasos, imaginándose cuerpos arqueados; triste existencia de quien espía historias de amor ajenas, de quien es el guardián. Nunca se hubiera imaginado que recorrería el pasillo de puertas cerradas: «Por aquí, señores, por favor, cuidado con el peldaño, giren a la derecha.» Sus movimientos convertidos en una respuesta maquinal a las instrucciones que llegaban desde la sordidez. Se puede ser feliz en espacios alquilados por algunas monedas, con el corazón latiendo, pleno de deseo.
Cerraban la puerta de la habitación y el mundo quedaba fuera, al otro lado del umbral. Los nombres de los amantes, los rostros que había imaginado desaparecían. Se desvanecía la presencia de los coches aparcados. Se abrazaban y Dana reía. La risa del amor tiene una curiosa musicalidad. Es difícil de describir, pero sus sonidos perduran cuando ya no existen. Tiene un eco que se desperdiga por los valles abiertos, por los sórdidos pasillos, entre las sábanas que han ocupado muchos cuerpos.
El colchón estaba cubierto con una funda de plástico. El servicio de limpieza quería asegurar que los flujos de los cuerpos que se abrazaban podían desaparecer con eficacia.
En aquella cama, se producía todos los días una fusión de líquidos, una mezcla de olores, de saliva y de semen. Las sábanas eran insuficientes para recogerlo. La blancura, apenas impuesta, era como la cumbre nevada de una montaña que ocultaba bosques enteros. En la ducha no había cortina. Cuestiones de higiene: tenían que evitar los materiales que se pegan a la piel. Cuando se duchaban, el agua les recorría los cuerpos y encharcaba las baldosas del baño. Se parecía a un aguacero que cae de pronto, que moja en un instante cualquier paisaje.
En la habitación, los objetos ofrecían un aire de provisionalidad. Los muebles, los cuadros, las butacas. Era un conjunto creado para provocar una sensación falsamente confortable: tenían que encontrarse cómodos para no renunciar a abrazarse. No podían entretenerse demasiado porque otras parejas esperaban en los coches. Se negaban a entrar en un juego de espacios compartidos. Para ellos, la habitación se convertía en un universo en miniatura, un espacio de referencia. A ella no le era difícil abstraerse de aquella suciedad disfrazada de pulcritud. Si Ignacio la abrazaba, el recelo desaparecía. Del mismo modo que había un rastro casi imperceptible de polvo en la mesita de noche, los miedos se convertían en pura sombra en la piel. Una sombra que volaba, cuando se amaban. Las piernas formaban un arco para acoger su cuerpo; las manos de ella le acariciaban la espalda.
Ignacio le hablaba de la Capadocia. Le decía que irían a perderse en un paisaje de piedras que dibujaban formas fantásticas. Cuando le escuchaba, se le abría el corazón. La necesidad de espacios abiertos donde abrazarle se hacía cada vez más grande. Antes, le habría resultado difícil creer que una relación entre dos personas pudiera tener aquella fuerza. Una intensidad que les permitía prescindir de los elementos externos. Conocía muchas parejas que se construían un entorno protector: las actividades y los conocidos comunes, las distracciones y los movimientos del mundo evitaban una concentración excesiva en sí mismos. ¿Cuántos de aquellos que afirman que se aman serían capaces de soportar un aislamiento absoluto? No muchos. Ellos, en cambio, estaban siempre encerrados entre cuatro paredes. Se pasaban horas hablando, confesándose sus pensamientos, sus deseos, sus miedos. La peculiaridad de la situación aumentaba la mutua dependencia. Dana nunca se había sentido tan cerca de otra persona. Necesitaba respirar a Ignacio como si fuera el aire de la mañana.
Cuando estaban lejos de la habitación, los días grises, cada uno vivía una cotidianeidad absurda. Aun así, no eran capaces de desvincularla del otro. El móvil era su aliado: constantes llamadas, mensajes de voz o de texto, la persuasión de la voz que acompaña y que ama. Ella iba por la calle con el móvil en la mano, mimándolo, distraída; podía sonar en cualquier momento. Le contaba los más pequeños detalles de su vida: en qué punto estaba de la ciudad, adonde se dirigía, qué pensamientos le asaltaban de pronto, cuánto le echaba de menos… Al salir del trabajo, cuando conectaba el aparato, había media docena de mensajes esperándola. La voz de él le acompañaba en el trayecto en coche hasta casa. Abría la puerta distraída, saludaba con un gesto a Amadeo, con el móvil en la oreja, e iba a refugiarse en cualquier rincón donde nadie pudiera importunarla. Ignacio tenía dos teléfonos móviles: uno para el mundo, el otro para ella. Mientras trabajaba, él tenía el teléfono móvil en la mesa de su despacho. Escuchaba a sus clientes con expresión atenta. Hablaban de herencias imposibles, de separaciones matrimoniales de opereta, de especulaciones urbanísticas. Asentía con la cabeza, hacía alguna observación precisa. Le enviaba mensajes de amor. Ella sabía que el teléfono estaba siempre conectado. En cualquier momento podía llamarle. Contarle que tenía un día malo en la radio, que Amadeo era como una geografía inexistente que vamos borrando, que él era su vida.
Ignacio le hablaba de Marta y de los hijos:
– Me separaré. Mi matrimonio ha sido siempre una farsa. Quiero vivir contigo.
– Pero ¿y tus hijos? No les será fácil entenderte. Marta tampoco permitirá que las cosas sean sencillas.
– Los hijos empiezan a volar. Pronto tendrán vida propia. Los he ayudado siempre. Ahora les toca ayudarme a mí, entenderme por lo menos.
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