María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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Desde la ventana, una vecina contó un chiste. Se le escapó una carcajada. Era una risa fresca, como salida del agua del mar. Le dio algo de vergüenza haberse dejado llevar, abandonarse a la vida. Enmudeció, pendiente de la reacción de las otras mujeres. Nadie dijo nada; no hubo comentarlos burlones. La conversación continuaba con más chistes, y ella se rió de nuevo.

Meses después conoció a Justo, el camionero. Se encontraron un sábado en el mercado, a primera hora de la mañana. El hombre estaba sentado en un taburete, en la barra del bar, y bebía algo de color oscuro. Cuando la vio pasar -la falda descubriendo la redondez de las rodillas-, hizo una ligera inclinación de cabeza. Matilde continuó andando como si no le viera, aun cuando se sentía contenta. Avanzó hasta el puesto de venta de María con una sonrisa en los labios. La otra exclamó, al verla:

– ¡Matilde, la expresión de tu cara es como si tuvieses dieciséis años!

– ¿Qué dices, mujer?

– Te lo aseguro. Te he visto llegar y ha sido como si el tiempo me gastara una broma. Me has parecido la muchacha que conocí en el barrio.

– Ya me gustaría… pero han pasado muchas cosas, mucho tiempo.

– Claro. Pero hoy tienes la misma mirada de antaño. ¡Ay!, me haces sentir joven a mí también. La verdad es que -bajó el tono de voz- la muerte de Joaquín te ha quitado años.

– Sí, el pobre. Lo único que todavía no he podido aceptar es que tuviese un final tan triste.

– Déjalo correr. Cada cual tiene el final que se merece… No sé cómo explicarlo. Además, ahora hay que tener pensamientos alegres.

– En el fondo, me das envidia. Lo tengo que reconocer, María.

– ¿Envidia, yo? ¿Y de qué?

– Siempre has amado a ese zoquete de Antonio. No entendí por qué te casabas con él, debe de tener lo bueno escondido.

– Antonio es un hombre cabal. Sabes que no me gusta que te metas con él.

– Si lo digo de verdad, mujer. Tú, tan poquita cosa en el barrio, y tan feliz en la casa.

El interés por Justo debió de ser una consecuencia de aquella infantil envidia por la felicidad de la otra. Nunca se había parado a analizar la satisfacción de vivir que ocultaban los ojos de su amiga. Durante años, le pareció incomprensible, casi fuera de lugar. Muerto Joaquín, se preguntaba qué fórmula mágica había encontrado. ¿Dónde estaba la combinación de elementos que habían hecho posible el prodigio? María no era ni más hábil ni más lista que ella. Era una mujer sencilla que vivía satisfecha con su suerte. De pronto pensó que ése debía de ser el secreto. Lo único que hacía falta era pactar con la vida. Amoldar los huesos y los pensamientos a las situaciones que nos salen al encuentro. No protagonizar absurdos actos de rebelión solitaria contra un destino que no se puede cambiar. Ella nunca se había conformado con su suerte: se atrevía a soñar lo que no era posible, a reinventar el mundo. Ésa debía de ser la llave de la insatisfacción. Si observaba los gestos mesurados de la otra, su sonrisa tranquila, sentía el deseo de ocupar su lugar. Cuando las cosas pequeñas tienen todo el protagonismo, la existencia debe de ser muy dulce. El mundo es duro mientras intentamos entenderlo, en un ejercicio de insistencia continuada. Matilde nunca había dejado que la vida siguiera sus ritmos sin impacientarse. Había pretendido intervenir, tomar parte activa en lo que consideraba importante. Había vivido a la espera, tensa. Era arisca como una roca.

María, en cambio, estaba hecha de una materia líquida que fluía como el agua de un río. No se daba con los salientes de las rocas, ni miraba atrás con el deseo de regresar. En el puesto del mercado, el sol caía sobre ella, que se movía ligera entre las cajas de verdura. Al iluminarla, le brillaba la frente, húmeda de sudor. La luz la hacía alta, fuerte. Le daba una viveza en los gestos que no concordaba con sus ademanes habituales, de persona algo apocada. Matilde contemplaba la expresión de mujer segura dentro de sus propios límites. Seguía el cuidado que ponía en cualquier sutileza, el interés por las peticiones de quienes se le acercaban. En aquel lugar y a aquella hora, para María no existía nada más. Todo el universo se concentraba en un pequeño espacio. No se hacía preguntas ni se impacientaba. Con la respiración tranquila, pese a la actividad de la mañana, actuaba sin prisas. Se dejaba llevar como si fuera una melodía que suena en la radio y que nos persigue por las calles; o el silbido de un tren que recorre un camino de vías paralelas, lejanas.

Hay gente que tiene un físico poco transparente, personas que no muestran a los demás cómo son ni qué gustos tienen. Nadie adivinaría a qué se dedican. Si miras su expresión, la forma de su cuerpo, sus gestos, no encuentras ninguna pista fiable que te permita deducir en qué actividades centran su energía. Huyen de los estereotipos sin haberlo elegido. No llevan un cartel en la frente que diga quiénes son o qué hacen. Justo no parecía un camionero. Antes de conocerle, Matilde pensaba que los camioneros eran robustos, cuadrados de hombros, con una voz grave que recordaba los sonidos de un saxo. El era menudo y esbelto. Pronunciaba las palabras con un tono de voz aflautada, a veces muy suave, a menudo un poco estridente. No tenía grandes obsesiones, pero sí pequeñas manías. Le gustaba llevar las uñas y los zapatos relucientes. Se dormía mirando la televisión o con la radio pegada a la oreja. Contaba siempre los mismos chistes que le hacían reír a carcajadas. En la cabina del camión, parecía una ratita. En cambio, cuando ponía en marcha los motores, todos sus miembros se tensaban. Era como si creciera, aguzara la vista, y se preparara para comerse la carretera. Le gustaba conducir: recorrer kilómetros de asfalto con la mirada fija en el cristal, como si persiguiera el horizonte.

Había nacido en un pueblo de Andalucía del que no tenía memoria. No recordaba sus olores. Cuando todavía era niño, sus padres emigraron a Mallorca. Tuvo una infancia dura, llena de dificultades y de escasez. Su padre trabajaba en la construcción y llevaba las manos siempre manchadas de cemento. Recordaba todavía el tacto áspero, casi de piedra, la palma en su mejilla dejando un rastro de ceniza. Era un niño frágil, que tenía los huesos menudos y la agilidad de los gatos. Odiaba aquellas uñas sucias. Tampoco soportaba las zapatillas que se ponía su padre para ir a la obra. Eran unas deportivas viejas que le había regalado un vecino caritativo. Los cordones tenían una mezcla de tonalidades marrones. Todas las noches quedaban en la puerta del excusado en medio del pasillo. Él las miraba como quien contempla dos barcas que van a la deriva. Pasaba de puntillas y fruncía la nariz, convencido de que los restos de los escombros olían mal. Nunca se atrevió a contárselo a nadie: ni al padre, ni a la madre, ni a los amigos, porque sabía que se burlarían de él, de aquel miedo. En el camión, el mundo se hacía diminuto para que él pudiera volar. La isla se transformaba en un itinerario abierto. Al volante, se sentía pletórico de fuerza. Cuando conoció a Matilde, estaba harto de pasar las noches solo.

El mercado se convirtió en un punto de encuentro. Todos los sábados, muy temprano, Matilde salía de casa. Se había dejado contagiar por el color de las paredes. Se vestía con ropa de tonalidades intensas, que le recordaban el buen tiempo, devolviéndola a las horas felices. Cerraba la puerta bajo siete llaves. Andaba unos pocos metros hasta la parada del autobús. A menudo encontraba un asiento que le permitía observar desde la ventanilla las calles de la ciudad. Recorría siempre la misma ruta de plazas y avenidas. Contemplaba las fachadas de los edificios, el trasiego de la gente, la luz. Sin quererlo, había recuperado una sensación antigua, acallada desde hacía muchos años. Volvía a sentir la impaciencia, las ganas de llegar al mercado, el deseo de ver ajusto, que le esperaba subido a un taburete, con un vaso en la mano. Aquella prisa le alegraba la vida. El desasosiego que sentía antes de que el autobús girara en la última esquina era un sorbo de la adolescencia lejana, recobrada milagrosamente.

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