– ¿Os conocíais? -les preguntó el director, en la primera reunión de trabajo.
– Claro -contestaron los dos con una sonrisa.
– Es un abogado muy conocido -matizó ella-. Hay quien dice que algo peligroso -se atrevió a añadir.
– Si alguien te ha dicho eso, te engaña -respondió él con un punto de vanidad en la voz-. Yo te conocía. Claro. Creo que hemos coincidido en algunas ocasiones.
– Es fácil encontrarse en una ciudad como ésta, sobre todo si te mueves por los mismos círculos.
– La verdad es que conocía más tu voz. Me despierto con ella todas las mañanas.
– ¿Ah, sí? -Sintió una alegría infantil, sin justificaciones-. Me gusta saberlo.
– Me ilusiona convertirme en colaborador tuyo. No lo habría imaginado antes. Mi vida transcurre por caminos que no tienen demasiado que ver con la radio. Puede ser una buena experiencia, aunque no sé si seré un buen divulgador de leyes.
– Seguro que sí. Yo estoy encantada, y estoy segura de que la audiencia también.
– Es un proyecto interesante.
– Ignacio tiene una agenda muy llena. No ha sido sencillo convencerle para que dé este paso. Me enorgullece decir que lo he conseguido. -El director sonreía, sentado entre los dos.
Todo fue formal, correcto. El era un hombre educado, que sabía guardar las formas con exquisitez. Dana tenía un carácter más impulsivo, aunque se esforzara en controlarlo. Volvieron a sonreír antes de despedirse, porque, naturalmente, él llegaba tarde a algún sitio. Desde una ventana del estudio de grabación, le vio marcharse. De espaldas, los hombros inclinados, la figura alejándose por la calle. Le siguió con la mirada, hasta que se confundió con los coches y los demás peatones.
Empezó un período confuso. Cuando en el transcurso del tiempo lo recordaba, le resultaba difícil establecer los límites de un principio y de un final. Hay historias que no sabemos cuándo empiezan. Quizá nos atreveríamos a poner una fecha de inicio, pero lo haríamos con todas las reservas del mundo. ¿Fue en aquella reunión en la sala de redactores de la radio? ¿O fue al día siguiente, cuando Ignacio la llamó para concretar algunos detalles sin importancia? ¿El día de la emisión del programa? ¿Tal vez cada una de las semanas siguientes, cuando se encontraban en el estudio de grabación, siempre a la misma hora? Probablemente habría tenido que ir mucho más atrás, situarse en una época remota, cuando no sabían apenas nada el uno del otro. Ignorar no significa no imaginar.
En un rincón de su corazón empezó a nacer la impaciencia, la curiosidad, el deseo de verle. Se mezclaban sentimientos distintos: las ganas de escucharle, de contarle su vida, de hacerle partícipe de cualquier tontería. El misterio y el abismo. Todo se despertó con lentitud. Del mismo modo que crecen los miedos, crecen los amores. Pueden hacerse grandes, inmensos. Hay quien cree que ha querido, hasta que descubre la profundidad exacta de un sentimiento. Entonces comprende que no hay comparaciones posibles. Es como un niño que estrena la vida, que no sabe nada, al que todo le resulta nuevo. Amar puede ser doloroso y placentero. Nadie sabría medir las dosis ni las proporciones. ¿Cuántos instantes felices por cuántos siglos de padecimiento? Siempre percibimos que el dolor dura más, que tiene una mayor intensidad. La alegría, en cambio, se nos escapa. ¡Con qué terrible facilidad se deshace entre las manos que querrían aprisionarla! Cuesta vivir el amor cuando se juega la partida con todas las cartas.
Fue un día cualquiera. Las historias empiezan siempre en un momento que parece repetido, pero casual. Habríamos querido que fuera un instante único, incluso lo llegamos a creer, porque la trascendencia se la añadimos en el recuerdo. La memoria viste el pasado. Cuando vivimos, es suficiente el afán de vivir. Ignacio tenía una existencia controlada, sujetaba las riendas con firmeza. Dana observaba el mundo con la actitud de una mujer segura. Era una mañana todavía fría, pero lucía el sol. El aire creaba una falsa ilusión de invierno que se acaba.
Se miraron a los ojos. Fue una mirada larga, silenciosa. La conversación había ido muriendo despacio, con una cierta pereza por languidecer. Se observaban calladamente en un intento por contener el impulso de expresar ideas inútiles. Es difícil encontrar las palabras si sabemos que servirán de poco. Hay urgencias que no se pueden describir; las ganas de acercarse a alguien cuando no hay razones que justifiquen esa proximidad. Ellos siempre encontraban argumentos: excusas que favorecieran prolongar la situación. En cada encuentro, se repetía el deseo de hacer desaparecer el resto del mundo.
Estaban sentados en un banco. Lejos, se dibujaba la línea azul del mar. No había mucha gente paseando a aquella hora. No sabían si estaban solos, pero tenían esa sensación. El uno junto al otro, en aquel pequeño universo que era un banco en el paseo. «¿Hacía frío? -se preguntó después-. ¿O era aquel escalofrío el anticipo del amor?» Hay miradas que duran una eternidad. El tiempo se para cuando no lo esperamos. Nos habíamos acostumbrado a su rueda y la quietud nos produce cierto vértigo. Antes, Ignacio había llamado a su secretaria para que retrasara una cita que tenía a primera hora de la tarde. Fue un acto inusual en un hombre metódico. Comieron en un restaurante que tenía ventanas abiertas a la luz. No le había dicho nada a Amadeo, que había cambiado el ritmo del día, que dormía cuando lucía el sol y estaba despierto hasta la madrugada. Se habían observado con la avidez con la que se contempla lo que se desea, como se miran las frutas más jugosas en un puesto del mercado, cuando quema el sol. Dana tenía las manos pequeñas, los movimientos nerviosos. Ignacio apoyaba sus largos dedos sobre la mesa. Habría sido sencillo unirlas; lo pensaron en silencio, aunque no lo dijeron.
Hay escenas que se graban en la memoria. Hay instantes que no tienen una duración real, porque el pensamiento vuelve a ellos mil veces. Del mismo modo que olvidamos momentos que hemos vivido, también recordamos episodios fugaces. No es una cuestión de tiempo, sino de intensidades. Desde Roma, ella había regresado a menudo a aquella tarde. La recordaba en pasado y en presente. Matilde le decía siempre que tenía que plantarle cara: «Cuando puedas recordar sin miedo, serás completamente libre.»
Ignacio pensaba por la noche, antes de dormirse, cuando las defensas perdían posiciones. En un estado próximo al letargo, cerraba los ojos. La imagen de ella se perfilaba con nitidez. Aparecían los gestos, la forma de inclinar la cabeza, los ojos. Era incapaz de evocarla serenamente, con la placidez de las historias que forman parte del pasado. Pensaba en ella con dolor, mientras el sueño se desvanecía. Se decía que la vida es ir encontrando gente, personas que incorporamos a la existencia. Aportamos deseo y energía. Nos gustaría que nos acompañaran siempre, que estuvieran a nuestro lado. Poco a poco, se impone la pérdida. Aquellas presencias se borran de nuestro panorama vital. Algunas se van sin quererlo, cuando la muerte se las lleva. Otras se van porque deciden dejarnos. A veces, parten si nosotros las echamos, desterrándolas. Cada persona que nos ha importado es como una estación de tren. Querríamos quedarnos, abandonar el camino, pero la vida nos impone una rueda absurda. Continuamos la ruta hacia otra estación, con la esperanza de que sea la definitiva. No suele serlo, y acumulamos el desencanto, la añoranza.
En el banco del paseo, había una tenue luz. Se besaron, unos labios recorriendo otros labios. Percibía cada parte de su cuerpo, que se despertaba. Las manos de él tomaron las manos de ella. Eran tímidas caricias. La piel revivía una sensación de recuperada adolescencia, el afán del descubrimiento, la prisa con la calma; la impaciencia por conocer al otro, el descanso de sentirse en puerto seguro. No supieron cuánto tiempo había pasado. Lo único cierto era que la vida jamás volvería a ser como antes: todo era distinto, la piel que acariciaban y el aire, sus labios y el cielo.
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