María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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VII

El segundo marido de Matilde era camionero. Cuando le conoció, admiraba su pericia al volante. Le costaba creer que un hombre solo pudiera mover aquella inmensa mole, que se asemejaba a la cola de un dragón. Ella siempre había imaginado que los dragones eran criaturas monstruosas, que escupían llamas por la boca. Por un instante, le vio como a un príncipe que se enfrenta al monstruo para salvar a una princesa. A pesar de su experiencia, Matilde aún creía en la existencia de un príncipe de cuento que, oculto tras cualquier disfraz, acudiría a rescatarla de una existencia de luto. En aquella época, ya no iba vestida de negro. Conservaba la gracia, el movimiento de la cintura, la viveza de los brazos.

Joaquín, el primer marido, había tenido una muerte absurda. «¿Cómo puede ser tan extravagante la muerte?», se preguntaba. Después de haber soñado mil veces que le clavaba un estilete en el corazón, perdió la vida en un accidente doméstico, se atrevería a decir que ridículo. Fue una mañana en la ducha. Se había levantado temprano. Silencioso, fue al lavabo. Con el tiempo, Matilde había intentado recordar las últimas frases que le dijo. Resultaba una importante tarea de concentración, porque sólo conseguía imaginárselo callado, con el gesto de hombre de pocas palabras. La noche anterior, durante la cena, le habló un par de veces: «Esta sopa se ha enfriado», le dijo. Un rato más tarde, añadió: «Quiero ver el fútbol y acostarme temprano.» Ninguna de las dos intervenciones de Joaquín daba demasiado juego al deseo evocador de ella, aunque pusiera la mejor voluntad. Entonces acudían a su pensamiento una sarta de expresiones similares, palabras de corto vuelo, que le dejaban la piel tan fría como el corazón.

Joaquín resbaló en la ducha, rodeado de aromas de jabón perfumado. Se torció el pie y se cayó arrastrando consigo la cortina, el armario pequeño, la mitad del lavabo. Alguien le contó que se había golpeado la cabeza: una muerte fulminante. Le dolió que, con la caída, hubiera tirado la botella de colonia que ella guardaba para los días de fiesta. No había podido recuperar ni una gota, derramada inútilmente toda la fragancia por el suelo. Incluso al morirse, el hombre le había hecho la puñeta. Al principio, se sintió aliviada. No le invadió un sentimiento de liberación absoluto, como había imaginado, sino una sensación de descanso. El agotamiento de vivir, que había resultado muy duro soportar, era sustituido por una paz grata. Aun así, lamentó la forma en que murió. Estaba convencida de que Joaquín se merecía la muerte, pero una muerte digna.

– Yo había imaginado para ti otra cosa, Quim, te lo aseguro -murmuraba de pie, con el ademán de viuda entristecida, ante el cuerpo del difunto-. Nunca habría querido que te marcharas de este mundo de una forma tan ridícula, poco digna de ser recordada. Suerte que no hemos tenido hijos, porque se me haría muy difícil contarles a los nietos tu final. ¿Con qué tono de voz podría decirles que el abuelo se fue al cielo desde la bañera? La vida gasta bromas pesadas. Yo había elegido tu muerte: una muerte de novela, de aquellas que la gente cuenta. Había comprado para ti el estilete de un conde. ¡Qué le vamos a hacer! Me duele de verdad, aunque nunca habría creído que fuera posible sentir esta pena.

Matilde se vistió de negro. Se dedicó a vaciar armarios y cajones. Quería borrar cualquier rastro del hombre que se había ido. A lo largo de muchos días, le resultó difícil entrar en el baño. Abría la puerta con un gesto decidido, que trataba de vencer la propia indecisión. Pasaba sin mirar al suelo. Desde el temor, no podía liberarse de una falsa percepción que vivía como cierta: veía la sombra de Joaquín marcada en las baldosas. Con la caída, creía que el cuerpo había dejado una huella de sudor en el suelo. Adivinaba las formas difuminadas pero exactas. Le daba miedo reconocerle todavía tan próximo. Haciendo un considerable esfuerzo, se apresuraba a fregar el suelo; añadía lejía y detergentes mientras cerraba los ojos para no ver el contorno de su rostro.

Desmontó el piso en poco tiempo. Pintó las paredes de un ocre vivo que le recordaba la luz del sol. Cambió el sofá de la sala y la distribución de los muebles del comedor. María le regaló una lámpara que había bordado con sus iniciales durante las horas perdidas que le dejaba el puesto del mercado. Ella se ponía un alfiler con una perla en la solapa del abrigo, iba a la peluquería, sonreía por dentro. Las otras sonrisas le habrían parecido una falta de respeto al muerto.

Fue a visitar a Joaquín al cementerio. No había vuelto desde que le enterraron, una mañana sombría de nubes y de incredulidad. Le llevaba un ramo de clavelinas que había comprado en las Ramblas. Andaba decidida, con una determinación que le salvaba de los miedos. En el bolsillo, guardaba el estilete de aquel conde que tenía el alma negra. No quiso que nadie la acompañara: ni las vecinas, que se ofrecieron con insistencia, ni la propia María, que pretendía cerrar el puesto para escoltarla hasta la tumba. Fue temprano, porque buscaba la soledad. Tuvo que recorrer un laberinto de caminos, todos con edificaciones mortuorias. Había mucha piedra y poco verde. Corría el aire de la mañana y notaba una brisa amable en las mejillas. Era un itinerario de sombras, a pesar de la luz. Cuando llegó a la tumba donde reposaba Joaquín, respiró profundamente.

– Moriste por sorpresa -le dijo-. Tú, que nunca me sorprendías. Había llegado a adivinar tus reacciones, y ya las padecía antes de vivirlas. Fueron muchos años de vivir a tu lado, Quim, de oírte respirar por la noche, de escucharte los silencios. También fueron muchos días de imaginar una muerte diferente. No sé si tendría que llorar por ti. Me cuesta llorar, pero todos los muertos se merecen las lágrimas de alguien que se queda en el mundo cuando ellos ya se van. Sólo por esta razón, porque no te quiero menospreciar y quiero que seas como los demás muertos, me gustaría llorarte. Aun así, me resulta difícil. No sé lo que me pasa. ¿Será que ya te he llorado muchas veces, en estos años? Es como si ya hubiera vivido muchas muertes tuyas, como si las hubiera ido padeciendo lentamente. Hace tiempo, se murió el adolescente que me sacó a bailar, una noche de San Juan. Se marchó de mi recuerdo, y su presencia se fundió con una nueva que eras también tú, transformado en otro hombre. ¡Cómo nos cambia la vida! Lloré por cada uno de aquellos bailes nuestros, por las horas felices, por el joven que amé. Ahora estás muerto, así de sencillo. Repetirlo me tranquiliza. Desde que tú no estás, he recuperado el espacio y la vida. No te gustará saberlo, pero las cosas no son siempre como querríamos. He venido a pedirte que te marches de las baldosas del baño, de casa. Sé que lo haces para molestarme. Sientes un curioso placer con mis miedos. Tendría que haberlo sabido: hay situaciones que no cambian ni con la muerte. He puesto los mejores detergentes, los que anuncian por televisión. No he ahorrado ni trabajos ni dineros, y tú sabes que tengo el bolsillo vacío. Haz un esfuerzo, hombre, y márchate de una vez por todas. Mira: te he traído el estilete de un conde que murió asesinado. Tuvo una muerte de novela. He pensado que te haría compañía. Lo ocultaré cerca de la losa donde reposas. El conde murió con un estilete; tú, pobre, moriste en la bañera. No se lo contaré a nadie, y la gente ni se acordará; ya sabes que la gente lo olvida casi todo. Te ha tocado una muerte algo triste, pero callaré para siempre. Te lo prometo.

Matilde fue superándolo. María le llevaba caldo y todas las noches cenaba, junto al brasero de la cocina. La casa, pintada de amarillo, contagiaba una alegría un poco llamativa, que le resultaba grata. Poco a poco, fue conquistando los espacios. Primero, el pasillo, después, toda la cama. Era un placer estirar una pierna con cierta timidez y encontrar las sábanas de algodón, un espacio blanco que no calentaba otro cuerpo. La tibieza de la cama no era el resultado de la mezcla de dos cuerpos que respiraban cerca, sino que le pertenecía por entero. Podía refugiarse en ella sin miedo. La última conquista fue el baño: la sombra de Joaquín se borró de las baldosas. Entonces decidió llevar faldas grises y blusas blancas. Cuando salía a la ventana para hablar con las vecinas, se remangaba hasta los codos. El aire y las voces entraban a través de las persianas abiertas. Alguien le daba una receta de cocina, el último chisme de la calle o la letra de un bolero de moda. Escuchaba, atenta, mientras dejaba que las conversaciones le llenaran la casa de palabras. Si subía a la azotea a tender la ropa, el viento de la mañana movía las sábanas. Le gustaba verlas volar, mecidas por la brisa, mientras adquirían formas extrañas. Aprendió a no hacerse preguntas. Lo único que le importaba era recuperar la calma.

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