María Janer - Pasiones romanas
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– ¿La conoce?
– No, ¿quién es?
– Una amiga. ¿De verdad no la conoce? -Es incapaz de reprimir la impaciencia.
– ¿También la busca?
– Sí.
Se siente observado con desconfianza y piensa que todo es absurdo, que la vida es ridícula, que él es el hombre más ridículo del mundo. Se pregunta qué pretende, diez años después.
Una mujer sale de la habitación que hay en la otra parte del mismo pasillo. Es mayor, a pesar de los cabellos teñidos de un rubio llamativo. Le sonríe, como la señora de la casa que da la bienvenida al nuevo huésped. Se acerca con pasos cortos, mientras acentúa el gesto amable. Ignacio se da cuenta de que le observa. Como si fuera un cobaya, inicia un experimento que ha repetido muchas veces. Quiere saber si el recién llegado tiene una actitud receptiva a la conversación. Aun cuando no disimula la curiosidad, tampoco manifiesta las ganas de saber. Nada tiene que resultar fuera de lugar en ese ritual de aproximación que repite de memoria. Está demasiado nervioso para percibir la estrategia. Querría esconder el rostro entre las manos, acurrucarse, dormir. Le sonríe de nuevo.
– Buenos días.
– Buenos días -murmura Ignacio.
– ¿Cansado del viaje?
– Un poco, gracias. Creo que me retiraré a la habitación. Tengo sueño.
– Yo en su lugar no lo haría. No se lo recomiendo. Si ahora se duerme, se despertará por la noche. Cambiar el ritmo del día y de la noche no es bueno. ¿Por qué no compartimos una taza de café? En el comedor se está realmente bien a esta hora.
– No. Prefiero descansar.
– Joven, soy una mujer mayor. He vivido mucho. Sinceramente, su cara no tiene muy buen color -suelta una risita.
– Mejorará si puedo descansar.
– Como quiera. No querría que me malinterpretara: soy una vieja inoportuna. Hace demasiados años que vivo aquí y me tomo unas confianzas poco afortunadas. Discúlpeme.
Matilde esboza una última sonrisa, mientras se dispone a continuar el camino.
– ¿Cuántos años hace que vive en esta pensión? -Él parece haberse espabilado de golpe.
– Muchísimos años.
– Habrá conocido a mucha gente, ¿no? -La pregunta tiene un tono cauteloso que ella identifica en seguida. Se para de nuevo y le mira a los ojos.
– Mucha gente.
De pronto, ha cambiado la situación. Ahora, la prudente es la mujer. Matilde le observa con recelo, tenso el cuerpo. Ha desaparecido aquel interés superficial, que no significaba nada más que voluntad de divertirse. Nota que duda. Intuye que quiere preguntarle algo, pero no hace nada para facilitarle la conversación.
– Busco a una mujer. Quizá la conoce.
– He conocido a muchas mujeres.
– Ella es diferente. Si la ha visto, tiene que recordarla. Tengo una fotografía. Mírela.
Se hace un silencio. Ninguno de los dos dice nada, mientras la imagen del retrato parece agrandarse hasta ocupar todo el espacio. Tienen la frente inclinada, la vista puesta en un rostro de papel. A la vez, se observan con el rabillo del ojo: se vigilan. La actitud de Ignacio es expectante; ella intenta ocultar la desconfianza.
– Se llama Dana -insiste Ignacio.
– ¿Dana? -La pregunta es un intento de ganar tiempo.
– Sí.
– Y tú, ¿cómo te llamas?
Ignacio mira a Matilde. Intuye que esa mujer sabe muchas historias, aunque está dispuesta a callarlas. ¿Conocerá también la suya? Sin darse cuenta, hace un gesto casi imperceptible de súplica. Le pide en silencio que hable. Están en el pasillo de la pensión, incapaces de avanzar o de retroceder. La luz hace un juego de claroscuros en las paredes. Con el pomo de la puerta en la mano, piensa que tiene que encontrar palabras convincentes, que le hagan cómplice, amiga. ¿Su nombre? Se imagina que ha podido adivinarlo, pero no se atreve a decir nada. Actúa con prudencia, como si cada palabra se convirtiera en un conjuro que puede arruinarle la vida. Intenta sonreírle, pero ella no le devuelve la sonrisa. En ese preciso instante, Matilde maldice la hora que le ha llevado a Roma.
SEGUNDA PARTE
VI
Tiempo atrás: Dana e Ignacio se conocían de vista. A menudo frecuentaban los mismos lugares, tenían conocidos en común, discutían sobre temas parecidos. De vez en cuando, coincidían en un lugar de la ciudad. Se encontraban en una calle y se saludaban con una sonrisa. Intercambiaban algunas frases a la entrada de un cine o en la inauguración de una exposición. Ambos se iban con una sensación de fugacidad que no habrían sabido describir. Sentían -sin pensarlo- que el encuentro había sido de una brevedad hiriente. En una ocasión, ella bajó de un taxi, justo cuando él levantaba la mano en un intento por parar uno entre la vorágine de la circulación. Era un atardecer de otoño y caía una lluvia fina, transparente. Se miraron un instante sin reconocerse: Dana con los ojos fijos en el hombre. La sorpresa fue simultánea. Sonrieron, ignorantes de la alegría de encontrarse. Hay ocasiones en que dejamos pasar una chispa de felicidad, un momento placentero que se nos escapa porque no sabemos identificarlo. Más tarde, cuando ya está lejos, somos capaces de reconocerlo. Lo echamos de menos sin haberlo vivido. Ignacio ocupó el asiento que ella había abandonado haciéndole un gesto de complicidad. Los dos tenían prisa y no se entretuvieron demasiado en hablar, pero el hombre se fue con una extraña sensación. Era consciente de que ocupaba el espacio que ella acababa de dejar libre, donde perduraba el rastro de su perfume. La mujer, no sabía por qué razón, se marchó contenta.
El azar jugaba con sus encuentros. Como no los buscaban, podían pasar meses sin que tuvieran noticias el uno del otro. Inesperadamente, oía el nombre de él pronunciado por alguien que le admiraba. Sin darse cuenta, sumaba la propia admiración a la ajena. Nunca se paraba a analizar el placer que le provocaba tener noticias suyas. No pensaba demasiado en ello. Si quien le mencionaba vertía la dosis de envidia que levantan los triunfadores, se apresuraba a defenderlo. Era una reacción no pensada, surgida de un instinto casi elemental. Ponía un punto de entusiasmo que solía pasar desapercibido incluso para sí misma. ¿Cuántas veces habían comido en un restaurante en días diferentes? ¿En cuántas ocasiones habían pisado las mismas calles en horas distintas? ¿Con cuánta gente se habían encontrado, rostros que formaban parte de un único paisaje? Compartían un universo de referencias, de nombres y de plazas.
Vivir en Palma propiciaba a la vez los encuentros y los desencuentros. Las dimensiones de la ciudad pueden favorecer la coincidencia; tienen también la desproporción de ciertos laberintos, que hacen dar vueltas días y noches a aquellos que quieren encontrarse. Un atardecer, él subía por la escalera de la plaza Mayor, mientras Dana se perdía bajo sus arcos. Los dos escuchaban los violines de unos músicos callejeros. En una ocasión, ella se sentó en el último asiento en la conferencia de un reconocido escritor. Llegaba tarde, con los minutos justos. Él había entrado en la sala media hora antes. Estaba sentado en la tercera fila pero no se volvió para mirarla. Respiraron cien veces el aire salado del mar, en noches veraniegas. Uno en una terraza; la otra desde aquella ventana. El azar se empecinaba en acercarlos sin dejar que coincidieran. La mayoría de las veces, la proximidad era sutil, inexistente en la realidad, puro potencial de un encuentro que se deshace en el aire antes de producirse, porque hay una falta de sincronía que es cuestión de segundos, cuando algunos segundos pueden marcar distancias inmensas.
Mientras tanto, cada uno escribía la vida con renglones torcidos. Los días eran una rueda que los obligaba a tomar partido, a pronunciarse aunque no lo quisieran, empujados por las inercias. Ignacio era abogado de un prestigioso bufete en Palma. Tenía fama de hombre serio, que manejaba las leyes con el rigor de quienes interpretan los secretos. Vivía en un piso en el paseo Mallorca. Tenía una mujer a quien le gustaban los actos sociales, la ópera y el ganchillo. Marta hacía colchas de hilo para relajarse, cuando se cansaba de no hacer nada. Tenían dos hijos que afrontaban la adolescencia con un ímpetu de leones jóvenes, protegidos por una familia bien situada y un padre socialmente casi todopoderoso. Se habían creado un universo de felicidad en minúsculas, que nadie cuestionaba. Eran felices porque tenían que serlo, porque reunían todas las condiciones objetivas y posibles de la felicidad. Miraban el mundo con una cierta prepotencia, convencidos de que nada podía alterar el orden que habían construido. Ignacio y Marta iban al teatro. Saludaban a los conocidos con una inclinación de cabeza o una sonrisa. Él la cogía por los hombros, con un gesto protector. Daban la imagen estereotipada de una pareja sin conflictos. Marta e Ignacio salían a cenar con los amigos. Los dos eran divertidos, ocurrentes; sabían contar el último chisme social o comentar las novedades del panorama político. Simulaban una complicidad que sólo existía de puertas afuera, o de puertas adentro cuando hablaban de los hijos, pero que se desvanecía entre las sábanas. Ignacio y Marta tenían una casa en la montaña, en la ladera de la serra Nord, donde pasaban los fines de semana. Él conducía un inmenso coche; a ella no le gustaba la cocina; prefería los restaurantes. Viajaban a menudo, aunque nunca lo hacían solos, porque eran una familia bien avenida y les gustaba recorrer el mundo con sus hijos. El dinero facilitaba la convivencia: no había nunca discusiones, ni planteamientos incómodos. Él tenía que convertirse en un auténtico malabarista para que ella aceptara hacer el amor. Le preparaba almuerzos sibaritas y cenas románticas. A Marta le gustaba la buena comida en la mesa, pero no soportaba las delicias de la carne en la cama. Siempre encontraba la excusa adecuada. Cuando no quedaban pretextos, se abría de piernas e instaba a Ignacio para que acabara de prisa.
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