La certeza que nos acompaña cuando todo está decidido ha desaparecido. Creía que la existencia se ordenaba en una serie de secuencias lógicas, el regreso, la cena, la tertulia. De pronto, voluntariamente, ha cortado el hilo conductor que guiaba ese orden. Lo único que puede percibir es la duda. No sabe qué sucederá mañana, ni qué pasará dentro de unas horas, cuando tome el avión hacia Roma, su nuevo destino. Tras la sorpresa, ha tenido la intuición de que no volverá esa noche a la isla; de pronto, una prisa inusual se apodera de una persona de apariencia tranquila, de ademán serio. Es una desazón que no puede razonar, que no justifica nada. Ha vivido diez años en una especie de somnolencia que desaparece ante una imagen en un papel.
Contempla de nuevo el rostro de Dana. Observa el óvalo, la forma de los ojos, los labios que sonríen. ¿Por qué sonríe? Le da rabia la sonrisa que significa una vida lejos de él. Es una reacción visceral que no sabría describir, pero que siente en el estómago. Está celoso del hombre que ha visto, de ese Gabriele que estaba sentado no hace mucho frente a él. Ha leído el nombre en el documento de identidad y lo repite bajito, entre la impotencia y la sorpresa. ¿Cómo se puede odiar a alguien a quien sólo hemos visto unos minutos, con quien no hemos cruzado ni una palabra? «Hay sensaciones que no pueden describirse -piensa-, aun cuando se materializan con absoluta nitidez.» El sentimiento de posesión que nos inspiró otra persona puede reavivarse como un fuego soterrado. Contempla el rostro de ella. ¿Dónde están las huellas que ha dejado el paso del tiempo? Cuesta percibirlas: las ojeras que rodean los párpados, algunas líneas que marcan la expresión de los labios, una mirada más profunda.
En noches insomnes se ha preguntado dónde estaría. Lo que se ignora despierta interrogantes, pero no crea angustia. Hay que sentirse muy cerca de alguien para llevar una fotografía suya en la cartera; imaginarlo le hace daño. Es como si se hubiera metido en el fondo de un bolsillo que ha significado un descenso al infierno. Él no lleva ninguna fotografía de su mujer o de sus hijos; le resultaría incómodo.
El aeropuerto ha ido vaciándose de pasajeros. Embarcan los últimos, mientras está sentado en una silla con un papel entre las manos. El primer vuelo hacia Roma sale a las seis treinta de la mañana. No quiere buscar refugio en un hotel, aun cuando sería la solución más lógica. Ha tardado una década en perder la cordura, pero lo inesperado llega siempre. No quiere marcharse de un espacio que no pertenece a nadie para recluirse en una habitación impersonal donde los antiguos fantasmas desfilarán ante sus ojos. En el aeropuerto, las propias incertidumbres se mezclan con las de los demás. Aquellas que son reales (rostros de hombres y mujeres que han perdido un vuelo, que han padecido retrasos imprevistos, que han recibido una noticia que no esperaban) con aquellas que son igualmente ciertas pero que resultan ambiguas (miradas temerosas, gestos que delatan la inseguridad, sentimientos intangibles de pérdida).
Le ha hecho reaccionar el sonido del móvil en la cartera. Con un gesto decidido, como si quisiera hacer acopio de fuerza, descuelga el aparato. La voz de Marta es impaciente, pero Ignacio la percibe lejana:
– ¿Estás en Palma?
– No.
– ¡Oh, ya me lo imaginaba! ¿Hay retraso en la salida del avión?
– No.
– ¿Qué pasa? ¿Dónde estás? Hace casi una hora que deberías haber llegado. De hecho, mi hermana ya me ha llamado.
– ¿Tu hermana?
– Pero… ¿qué te pasa? Es su cumpleaños. ¿Lo has olvidado?
– Marta… -pronuncia las palabras marcando las sílabas-, no iré esta noche a casa.
– ¿No vendrás? ¿Hay algún problema? Te noto extraño.
– Me ha surgido un imprevisto. No puedo hablar, cuestiones de trabajo. He tenido que cancelar el vuelo. Me quedaré unos días más en Barcelona. Lo siento.
– No entiendo nada. ¿De qué no puedes hablar? Dame una explicación. Me parece que es lo mínimo que te puedo pedir.
– Te lo contaré mañana. Ahora no puedo decirte nada. Adiós.
– Ignacio…
Corta la llamada sin valorar la opción de improvisar una excusa razonable. No está para inventos. Su capacidad para pensar se ha concentrado en un rostro que recupera. Desconecta el móvil, antes de que vuelva a sonar. No quiere hablar con Marta. Se imagina que esa actitud le costará cara, pero ya ha pagado precios muy altos. No escuchará persuasivas voces que le recuerden deberes, obligaciones que cumplió hace diez años, cuando dejó que Dana se marchara muy lejos, hasta el bolsillo de un hombre que tiene el cabello rizado y nombre de arcángel.
Por la noche, el aeropuerto es un curioso desierto. La agitación de la jornada es sustituida por una quietud con intermitencias. Le recuerda un faro: el juego de silencios y de pasos que interrumpen ese mismo silencio. Es como la luz que dibuja círculos sobre el mar, pero que se apaga en un instante de absoluta oscuridad. Mira a su alrededor, mientras observa un nuevo paisaje. En ese lugar, sólo queda esperar a que pasen las horas. El movimiento se aquieta y todo experimenta una metamorfosis. No hay demasiada gente cerca. Son figuras inciertas que ve pasar por su lado, o que intuye hundidas en un asiento. Alguien se ha echado en un banco, estiradas las piernas y oculto el rostro. Es una situación de impasse que calma el remolino de sus pensamientos. No consigue adormecerlos por completo, porque el desasosiego le vence. Sabe que tiene que dejarse llevar por la espera, refugiarse en la sensación de que todavía no puede hacer nada, hasta que la noche sea como la luz de un faro que regresa, y se haga de día.
Han pasado las horas. Entre la lucidez y la somnolencia, permite que el espacio se llene de imágenes recuperadas. Aparecen con la precisión que tienen los viejos recuerdos cuando se los deja en libertad. Dana con su risa que era para él, cuando la vida les sonreía. Cada uno de los gestos perdidos vuelve a través de la memoria, rescata las formas del cuerpo, las palabras, el rostro. Las imágenes de la ausencia esa noche le rodean. No tiene que hacer nada para ahuyentarlas, puede dejar que le invadan por completo, abandonarse a una sensación que tiene algo de reencuentro. No hay testigos de esa reconciliación con los recuerdos. Puede permitirse la impudicia más real, olvidar las actitudes que le han permitido sobrevivir. Nunca se ha considerado un hombre que se deje llevar por la nostalgia. Tenía recursos suficientes para superar un momento de debilidad. Tras mucho tiempo, se rompen las barreras de contención; le colma el pasado.
En el baño, se lava la cara. Rectifica el nudo de la corbata, se ajusta la chaqueta y se mira al espejo. Los altavoces anuncian la salida del vuelo que le llevará a Roma. No piensa entretenerse. Ha calculado cada uno de los pasos que tiene que dar: desde el aeropuerto, un taxi que le conduzca a la dirección que ha encontrado en la cartera. Se imagina que es el domicilio del hombre que busca; tal vez también ella vive allí. El objetivo es encontrarla. Lo que suceda después forma parte de una historia que no se ha escrito todavía. No quiere entretenerse en imaginar los posibles argumentos. Predomina la necesidad de moverse, el deseo de una acción rápida que le lleve hacia Dana. Ha tenido bastante tiempo para reflexionar, años enteros para dar vueltas a un único tema: el sentimiento de haberla perdido. Se imponen las ganas de saltar escollos, de escalar montañas, de hacer proezas. Se siente un hombre distinto. «Es curioso -piensa- el poder que llega a tener un pedazo de papel encontrado por azar.»
Antes de subir al avión, ha acumulado los últimos restos de sensatez que le quedaban. Con la mente fría -inusualmente despejado tras la noche insomne-, llama a Marta. El único objetivo es ahorrarse problemas, aplazar el momento de decir la verdad. Como es un experto en el arte de la simulación, mantiene la voz firme:
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