Antonia cruza las piernas con la expresa lentitud de quien hace un gesto a conciencia. Con el movimiento, la falda sube unos centímetros, la medida justa para que el inicio de los muslos quede desnudo. Lleva un jersey de lana que le deja al descubierto los hombros, los cabellos cortos, la expresión provocativa en los ojos. Es una mujer que nunca se relaja por completo, como si viviera en un permanente estado de alerta. Dana cree que debe de ser incómodo vivir así, siempre temiendo el ataque de algún ser irreal, de una aparición inoportuna, de quien se siente a su lado. Gabriele ni la mira. Marcos la contempla de reojo, con una expresión que es una mezcla de impotencia y de desazón. Mientras Gabriele les sirve las bebidas, Dana ha sustituido el albornoz por un vestido de punto negro que se ciñe a su cuerpo. Se ha recogido la melena de prisa y el resultado es un desorden de cabellos que caen con gracia, mientras le enmarcan el óvalo del rostro. Bebe Bombay con tónica. Gabriele y Antonia se han apuntado al whisky. El ambiente es distendido.
La escena, representada mil veces, esa noche es diferente. Ninguno de ellos sabría decir por qué. Es como si una función de éxito, que ha llenado el teatro, noche tras noche, que aparece en todas las carteleras con magníficas críticas, de pronto fuese distinta. Diferente de golpe, sin avisos, para sorpresa del público y de los mismos actores. Esta noche, la representación no seguirá los cánones establecidos: se saltará las pausas, incorporará fragmentos inéditos en la voz de quienes la representan, aparecerán inesperados silencios. Dana lo intuye y se pregunta qué pasa. Tiene una sensación que no se atreve a expresar, porque compartirla con los demás significaría concretarla. Gabriele está demasiado cansado para hacerse preguntas. El aeropuerto tiene el efecto de adormecer los pensamientos; es una especie de sedante que actúa con eficacia. Marcos no se da cuenta de nada, demasiado ocupado en encender un pitillo, para inhalar rarezas. Una sutil tensión flota en la sala, a pesar de los quesos franceses, la falda de Antonia, la buena voluntad de Marcos o de Gabriele. Dana se da cuenta pero calla, decidida a intentar reconducir la función por los caminos conocidos.
Un día, por casualidad, él pensó que aquella chica tenía una mirada líquida, unos ojos que eran una mezcla de miel y de amarillo, que podían parecer inquietos, porque nunca se paraban demasiado tiempo en un punto, huidizos. Se escapaban siempre, apresurados. En otra ocasión, ella se fijó en su aspecto de hombre desaliñado. Desde que vivía solo, Marcos llevaba barba de tres días y ropa gastada: chaquetas anchas que el uso había deformado, pantalones de pana. Los dos empezaron a descubrirse poco a poco, con aquella lentitud de encontrarse con alguien y pararse a reconocerle. La tristeza pone vendas en los ojos y nos impide ver lo que nos rodea; nos aísla del mundo. Por eso regresar resultaba tan difícil.
Las frases iniciales se hicieron tímidamente más largas; de la misma forma que toma fuerza un cuerpo demasiado débil todavía, como el niño que no ha aprendido a levantar la cabeza del pecho de la madre, sus conversaciones eran indecisas, temerosas. Un atardecer, ella le preguntó la hora. Al día siguiente, él le ofreció un trozo de pizza que había comprado para cenar. Pocos días después le recomendó una película que acababa de ver, en un cine del barrio. Eran conversaciones balbuceantes, fragmentadas, hechas de paréntesis, porque las penas vividas no sólo se graban en los rostros, sino que nos marcan el tono de la voz.
Una noche de enjuta luna, Marcos volvía a casa. La oscuridad había ganado terreno a la luz, que retrocedía, indecisa. Otra luz se imponía a las sombras: la de las farolas de la calle, que se filtraba a través de la claraboya. Subía los peldaños con la calma de los que no tienen a nadie que los espere. Estaba tranquilo, adormecidos los sentimientos por el frío. En el pasillo, algunos metros más allá de la puerta de su casa, descubrió un bulto que le costó identificar. Era un cuerpo sentado en el suelo, acurrucado sobre sí mismo, con las rodillas dobladas, los brazos cruzados entre los cuales escondía la cabeza, la espalda arqueada. Era la vecina que tenía la mirada líquida como un diminuto río, amarilla como el sol del otoño. Estaba inmóvil. Sólo un leve temblor en la espalda indicaba su presencia. Él también se quedó quieto, indeciso entre la opción de pasar de largo o decirle algunas palabras que le ayudaran a regresar de donde estaba. El dolor de los demás siempre nos da algo de vergüenza. Estamos demasiado acostumbrados a enmascarar las emociones, a vivir en entornos donde todo el mundo las disfraza. Marcos se arrodilló hasta situarse a su altura, mientras cogía su mano entre las suyas. Dana levantó los ojos que estaban hechos de agua y de amarillo. Él se atrevió a decirle:
– Ese no es un buen lugar para sentarse… ¿Te puedo ayudar?
Vio que hacía un gesto de impotencia, mientras señalaba el contenido del bolso, desperdigado por el suelo.
– No encuentro las llaves. Creo que he perdido las llaves de casa.
Articuló la frase como si quisiera expresar otra. Hablaba de las llaves, pero no lloraba por unas llaves perdidas, sino por todas aquellas cosas que se le habían escapado y que no podía contar, por la sensación de derrota.
– El portero debe de tener un duplicado. No te preocupes. ¿Te encuentras bien? ¿Quieres que te acompañe?
– ¿Adonde? No sé adonde ir, ni qué tengo que hacer. No sé nada.
– ¿Qué te pasa?
– Me dejó. Él decía que me quería. Me lo dijo hasta el último día, hasta la última hora, pero se fue. Y ahora, yo…
– ¿Tú, qué?
– Estoy muerta.
Se hizo un silencio. Ninguno de los dos pronunció ninguna palabra, hasta que ella, de pronto, retomó la conversación:
– No sé por qué te lo cuento. Apenas nos conocemos…
– Quizá has descubierto una alma gemela.
– ¿Qué quieres decir?
– Mi mujer también se fue.
– ¿Adonde?
– A ninguna parte. Se murió. Yo también me siento muerto; ella y yo. Los dos estamos muertos desde entonces. Por eso me lo cuentas, porque lo has adivinado. Las tristezas se respiran.
Ignacio sabe que la vida le ha sorprendido de nuevo. Tendrá que pasar la noche en el aeropuerto: largas horas por delante que verá transcurrir despacio, con la lentitud de la impaciencia. Lo ha intuido desde el primer instante, cuando la visión de la fotografía le impactó. Hay recuerdos incómodos. Tan sólo basta un gesto para ahuyentarlos. El movimiento contundente, preciso, del que aleja un mosquito que revolotea sobre su rostro. Cuando los recuerdos son dolorosos, nuestra capacidad de reacción es más limitada. ¿A quién le gusta restregarse entre ortigas, o mojar las heridas con el agua de mar? Siempre ha intentado ver la cara amable de las cosas, adaptar las situaciones de la vida a sus necesidades, a lo que, en cada momento, le resultaba más sencillo. Ha sabido construirse paraísos de felicidad artificial que no le han durado demasiado, pero que le servían para ir tirando. Ver el prisma coloreado de las situaciones, cuando nada es como querríamos. Creerse una mentira es una manera de llegar a hacerla realidad.
La fotografía de la mujer que amó en la cartera de un desconocido ha transformado el mundo. ¿Cómo puede ser tan fácil destruir una obra que hemos erigido durante años, aquella máscara de olvido y de reconciliación con el presente que nos protege de la memoria? El efecto ha sido decidir que no regresaría a Palma. Sin inmutarse, ha visto cómo la cola de los pasajeros se acortaba. Se ha hecho cada vez más pequeña, hasta que las azafatas han cerrado el vuelo. Impasible, ha observado que los demás marchaban hacia un destino que, hasta hace pocos minutos, también era el suyo. Así cambian las cosas, cuando un giro casi imperceptible del universo crea situaciones que no habríamos podido prever.
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