María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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Soñaba que le mataba. El arma en la mano, toda la fuerza para asestar el golpe. Por la mañana, nunca tenía el ánimo apesadumbrado. Acaso sentía algo que, remotamente, se parecía a la tristeza. En el baile del barrio, también hubo un punto de dolor; aquel que nace del deseo que no se puede calmar, la sensación de que se asomaban a un abismo. Daban vueltas en un espacio adornado con guirnaldas de papel. Años después, Matilde se revolvía entre las sábanas, la frente sudorosa por la pesadez del sueño. Hay sueños que son como un cuerpo muerto que se nos cae encima. En el abrazo de la fiesta, ella le sonrió con el corazón en los labios. Por la noche, en la cama de matrimonio, su boca se endulzaba con el sabor de la sangre.

IV

El agua de la ducha se desliza por su cuerpo. El peso de los cabellos mojados hace que incline la cabeza hacia atrás, en una curva que se prolonga hasta la cintura. El espejo cubre toda la pared, el vaho lo empaña poco a poco. La puerta, que ha dejado entreabierta, da a un pasillo. El ambiente es una mezcla de calor y de humedad. Le gusta que el agua casi le queme la piel, inventarse la sensación artificiosa de haber robado el sol.

Un pequeño ruido, casi imperceptible, le delata. Sabe que ha llegado: la llave en la cerradura, los pasos de quien recorre un camino conocido. Tiene una sonrisa en los labios, mientras la espía. Sentirse observada la transforma. Tensa el cuerpo con gracia, separa los cabellos del rostro, e intenta verle también. A través de los ojos medio ocultos bajo restos de jabón, puede intuirle. Vislumbra una presencia en el espacio que, hasta hace pocos minutos, sólo le pertenecía a ella. Primero, le ve a través del espejo. Se dibujan las formas casi diluidas de un cuerpo. Por un instante, la imaginación se dispara. Surge el inoportuno interrogante: «¿Y si no es él, y si fuera el otro?» El otro que regresa como lo hacen los viejos fantasmas, entre una opacidad de nubes bajas, de tierras mojadas, de cuerpos. Se difumina el contorno del rostro, las facciones pierden precisión, los ojos tan sólo se adivinan. Del mismo modo que permite que el agua le limpie el cuerpo, querría que le ahuyentara los pensamientos. Las ideas pueden ser como sábanas colgadas en una cuerda en la azotea: si sopla el aire, adoptan formas que se alejan.

Gabriele regresa con la sonrisa que ella ha aprendido a querer. Está hecho de certezas. Los ojos se le entornan cuando la mira. Son rayas minúsculas llenas de luz. Inevitablemente, Dana sonríe también. Es un contagio espontáneo, que se produce cuando se encuentran. Sin decir palabra, se quita los zapatos, los pantalones, la camisa. Ella le hace un gesto con la mano, una invitación para compartir la ducha. Su piel, empapada, parece hecha de otra materia: húmeda como las serpientes, cálida por la sangre que corre por las venas, por el chorro que desprende espirales de vapor. Ella descubre que tiene los dedos rugosos, como si el contacto prolongado con el agua los hubiera envejecido de pronto. Cada dedo recorre la espalda de él. Le cubre con un gel que huele a verano. Resulta algo irreal, ahora que se imaginan la lluvia en las calles. Llueve fuera, mientras el agua cae sobre sus cuerpos. Con la mano abierta dibuja círculos en su espalda, en las nalgas. Se abrazan. Cuando se besan, tienen los labios turgentes. No saben si por la lluvia o por el deseo.

Dana le da la espalda. Apoya las manos en las baldosas de la pared. Tiene que abrirlas, mientras dobla la cintura. No resulta fácil mantener el equilibrio entre el plato de la ducha y el cuerpo del hombre. Nota el peso y se inclina todavía más, transformada en un animal que espera el ataque del sexo del otro. Cuando la penetra, siente una punzada de dolor. Es un dolor grato, una sensación contradictoria en la que se mezcla el placer y la dureza. Ella se retuerce como si intentara abandonar la naturaleza humana y transformarse en un animal que vibra en cada embestida, que palpita en cada abrazo. Siente que la toman todos los vientos, que se la lleva la lluvia.

Gabriele la envuelve en una toalla. Tiene un tacto áspero y una calidez que invita a arroparse en ella. Los cabellos le cubren medio rostro y tiembla ligeramente, después del amor. Acurrucados en el sofá, uno frente al otro, toman una taza de café. Como en ese piso no hay relojes, ignoran qué hora es. Han perdido la noción del tiempo. Los invade un sentimiento de reencuentro que siempre es grato. Ella querría decirle que le ha echado de menos, que deseaba que estuviera en casa, que se ha sentido sola. Pero no se lo dice. Nunca le describe las sensaciones que él le transmite. Calla, como si le diera vergüenza confesar que le ama, manifestar una dependencia que no sabría explicar. «Lo sabe», se dice. Sobran las palabras. Le mira con ternura, mientras Gabriele la contempla en silencio, esperando esas palabras que calla. «Las frases que no se pronuncian siempre quedan escritas en algún lugar -piensa-. Aunque sea en la memoria de aquel que no se atrevió a pronunciarlas.»

Suena el timbre de la puerta. Es un sonido prolongado, sin intermitencias, que hace que ella salte del sofá y se ciña un albornoz a la cintura, mientras con una mano se aparta el pelo todavía húmedo de la cara. Gabriele actúa sin precipitarse: se pone unos pantalones anchos y una camisa de lino. Va descalzo, porque le gusta la sensación del suelo en los pies desnudos. Se mueve entre el pasillo y la habitación, mientras Dana abre. Los dos saben a quién encontrarán en el umbral. No han manifestado ninguna sorpresa, hecho que evidencia la complicidad que los une; aquel saber entenderse en la cotidianidad, la intuición compartida, las mismas reacciones de quienes se han acostumbrado a vivir cerca. Se han mirado de reojo, han hecho un gesto de desidia o de sonrisa que se adivina sólo en el fondo de los ojos. Cada uno intuye que el otro nunca es completamente sincero, que, en cualquier manifestación espontánea, hay un poco de disimulo, de artificio. No querrían que fuera de otro modo, precisamente porque han aprendido a respetarse todos los silencios.

Él se sirve un whisky sin hielo en un vaso ancho. Prepara la bebida, mientras le llegan voces desde el recibidor, que ella pintó de verde manzana, un día que estaba triste, cuando todavía no se habían encontrado, cuando no existían el uno para el otro, ni ellos ni sus nombres, ni sus historias, cuando sólo existía el recuerdo de la pensión, las conversaciones con Matilde. La voz de Dana avanza como en un eco. Él adivina una pizca de forzada jovialidad, un tono demasiado estridente, que se eleva como si se multiplicara por una caja de resonancia. Quiere parecer contenta, piensa. Pero no lo está demasiado. No debe de haber tenido un buen día.

Todavía lleva el cansancio del aeropuerto reflejado en el rostro. Debe de haberse pasado allí muchas horas, porque el vuelo llevaba retraso. Se ha acostumbrado a esas largas permanencias en las salas de espera en un espacio entre dos ciudades. Con un gesto, aleja los ruidos, las presencias. Cuando vuelve, siempre se propone dejar de lado esa sensación de ida y vuelta que forma parte de su vida, que le da aires de permanente provisionalidad, que le provoca un cierto rechazo y que a la vez le atrae, porque no sabría prescindir de ella. Mira los muebles de la habitación, objetos concretos que recuerda perfectamente de memoria, y suspira.

Marcos y Antonia irrumpen en la sala como si quisieran llenarla de palabras. Son dos presencias contundentes, acostumbradas a captar la atención de los demás. Hay personas que tienen la solidez de los edificios construidos de prisa. Parecen torres de adobe, que se llevaría cualquier vendaval. Entran con la naturalidad de quienes conocen el terreno que pisan, sin distraerse en observar los objetos. Han dibujado una sonrisa que les cambia la expresión. Las sonrisas modifican los rostros de distinta forma. Marcos quiere ser pícaro, pero resulta simpático. Antonia intenta tener un aire dulce, pero el resultado no es exactamente el que ella querría. La suavidad no encuentra lugar en el rostro de marcadas facciones, de pómulos prominentes, de labios finos. Hablan en voz alta, como si se dirigieran a un numeroso auditorio, mientras Gabriele les ofrece una copa.

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