María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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– ¿Por qué te lo pregunto? Siempre me contestas lo mismo.

– Es la verdad.

No querían empezar discusiones inútiles. María, que era menos impulsiva, procuraba cambiar de tema cuando los ojos de la otra se apagaban. Se conocían demasiado como para perderse en un entresijo de palabras que no las llevaba a ninguna parte. María le hablaba del mundo del mercado. En aquel espacio se sucedían historias de intriga, de lejanías y de reconciliaciones. Entre el morado de las berenjenas, el amarillo de los limones y el anaranjado de las calabazas, surgían otros colores todavía más intensos: el negro de antiguas rivalidades, el verde envidia, el grana del odio. Sabía que la enamoraban aquellas tonalidades reales que saltaban ante los ojos para ser capturadas.

Pasaron los años. Matilde intentó trasladar toda aquella gama de colores a la habitación de la pensión. Del mercado a las paredes que no le pertenecían, aunque las sintiera muy próximas. Los espacios que más había querido no fueron suyos. Los ocupaba tranquila. Como siempre había vivido en casas invadidas por el gris, transformó un lugar de dimensiones reducidas en un arco iris. Puso cortinas celestes, colocó una alfombra estampada con ramos de rosas blancas. Encima de la mesita había una lámpara dorada. La butaca estaba forrada con una tela de un azul intenso. Estaba satisfecha de un espacio que había sabido construir a su medida. Invitaba a poca gente a visitarla. Acudía Dana, con quien estableció una complicidad hecha de sobreentendidos.

El primer marido de Matilde se llamaba Joaquín. Era alto y gordo. Por la noche ocupaba casi toda la cama. A la mujer le dejaba un espacio muy pequeño en el que tuvo que aprender a acurrucarse. Durante años, cuando ya dormía sola, continuó en la misma postura, como si no se atreviera a invadir un territorio extraño. Los hábitos son difíciles de vencer; se había acostumbrado a un espacio exiguo, y a él adaptó el cuerpo. Era un hombre desordenado. Ella dedicaba tiempo en recoger calcetines, calzoncillos, camisetas. Se preguntaba cuántos minutos había perdido. Si hubiera sido capaz de sumarlos, seguro que el resultado sería de incontables horas; horas que podría haber ganado contemplando el mar, o los colores del mercado, o la vida.

Joaquín se levantaba temprano. Era hombre de pocas palabras, porque solía despertarse de mal humor. Desayunaba y se iba sin despedirse. Un gruñido desde el umbral de la puerta. Al principio, ella se esforzaba en atribuirles un significado. Pensaba: «Debe de querer decir "adiós, querida", "volveré tarde, no te preocupes", "que tengas un buen día".» Imaginarlo la ponía de buen humor. Pronto descubrió que no querían decir nada, que eran sonidos guturales que existían al margen de ella, muy lejanos. Él trabajaba en una empresa de construcción y llegaba con la ropa manchada, las uñas ennegrecidas. Volvía hambriento; podría haberse comido una docena de bueyes y siete bandejas de lechuga. Devoraba la cena que encontraba en la mesa puesta con servilletas blancas. Comía con deleite, sin preguntas, sin decirle qué había hecho ni qué había pensado. Sólo bostezaba. Cuando regresaba a casa, era un hombre sin palabras. «Como no tiene demasiadas -pensaba ella-, debe de haberlas perdido por el café.»

Los vecinos decían de él que era una buena persona, siempre dispuesto a hacerles un favor. Ella nunca los contradecía, pero se preguntaba qué había hecho para merecer tantos silencios. No hablaba; no preguntaba. Se limitaba a respirar a su lado, a roncar en la cama, a llenar el suelo del baño de agua que ella recogía con una fregona. El agua era de color marrón; un proceso de transformación que seguía atenta: de la transparencia a la opacidad. A medida que el suelo quedaba limpio, el agua se enturbiaba. Matilde miraba aquel fondo oscuro y pensaba que le gustaría servirle una copa a Joaquín, durante la cena.

Organizaban un baile en el barrio donde había nacido. En un campo, detrás de la iglesia, donde los hombres jugaban a la petanca. Lo celebraban todos los años en San Juan, la noche más larga, cuando se huele el verano. María y Matilde tenían quince años. Se habían pintado los labios, llevaban la melena suelta. Cuando se miraban, se reían sin motivo alguno, porque sí, porque les apetecía. Eran carcajadas transparentes, que el aire del atardecer hacía volar.

Veían la fiesta con unos ojos distintos. Hacía semanas que se habían dado cuenta del cambio: los chicos que conocían ya no eran los mismos. Actuaban de forma diferente. Cuando cruzaban la calle, cuando se sentaban en un banco de la plaza, cuando se asomaban a la ventana, se sentían observadas. Las miradas tenían poderes transformadores, eran un filtro mágico que les cambiaba la vida. Desde que se sabían contempladas, sus cuerpos habían adquirido protagonismo. Matilde se estiraba el jersey, para que le marcara la forma de los pechos. Caminaba con la espalda erguida, la sonrisa provocadora. María, a pesar de su timidez, se dejaba contagiar por el entusiasmo. Cuando se sentaba, los pliegues de la falda se recogían en el inicio de los muslos. Se asomaba la redondez de las rodillas adolescentes, que eran una mezcla de huesos y de luna. Resultaba increíble el poder de unos ojos. Las miradas de los jóvenes renovaban las actitudes de ellas. Despertaban la conciencia del cuerpo, las ganas de vivir. Estimulaban un instinto muy esencial que no habrían sabido describir, pero que se concretaba en desazones. Se movían con cierta agitación nerviosa, respiraban de prisa, hablaban mucho. Los días eran largos; la luz permitía estar en la calle. Cuando regresaban a casa, se observaban como quien mira a alguien desconocido.

En el baile de San Juan, Matilde conoció a Joaquín. Ella llevaba un vestido que le marcaba la cintura. Él era rubio, con los ojos de un verde que parecía irreal. Sonaba una música de orquestina. Las parejas se abrazaban entre un corro de mujeres que andaban, perdidas. Estaban las madres, las abuelas, las vecinas. Los hombres permanecían sentados al mostrador de un improvisado bar donde se servían cervezas. Se abrazaron. Primero con miedo: la poca habilidad de los brazos que toman el cuerpo del otro sin saber. Las manos que ciñen la cintura de ella, mientras la aproximan; los brazos que rodean, indecisos, el cuello de él. Olían a colonia barata. Matilde quizá demasiado. Pese a aquellos perfumes inadecuados, se imponía la curva del cuello, el inicio de la espalda. Giraban con la música: una vuelta y otra; otra más. El mundo entero detenido, para que bailaran.

Compró el estilete en un mercadillo veinte años después. Se lo vendió un hombre cojo, que escupía en el suelo y decía palabras malsonantes. Fueron al grano. Le preguntó cuánto quería, le dio el dinero. No regateó ni por una de las monedas que fueron a parar al bolsillo de él, a la chaqueta deshilachada. Colgaba de ella un botón. Si no hubiera tenido tanta prisa por marcharse, se habría ofrecido para cosérselo. Se fue con paso firme, sin mirar atrás. Se sentía aliviada. El puñal en la cesta, las manos apretando con fuerza el asa, el ánimo recobrado. No fue un acto de locura, ni un mal momento. Estaba segura. Lo había pensado mucho, hasta que se decidió.

La pista de baile no existía para aquellos dos adolescentes que fueron. No había gente, ni casas. Tan sólo una necesidad inmensa del otro: ganas de olerle, de tocarle la piel. Se hablaban al oído. El le preguntó cómo se llamaba; ella quiso saber dónde vivía. Joaquín había ido al baile en una moto pintada de rojo. Con un gesto, señaló el lugar donde la había aparcado. Matilde se sintió absurdamente orgullosa; satisfecha de él y de la moto, como si fueran dos conquistas que llegan a la vez. Giraban abrazados con el sonido de la música. Los brazos se apretaron sin disimulo a la cintura; las manos se perdieron entre sus cabellos. No se atrevieron a besarse, pero lo desearon tanto que fue el mejor beso.

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