María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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El mantel se llenaba de trocitos de pan que Matilde, con el gesto distraído, desmenuzaba con los dedos. Se iba formando una procesión de hormigas blancas, inmóviles. Eran las migas que ella redondeaba con suavidad, hasta convertir en bolitas de pasta. Aquel sencillo gesto le gustaba. Se pasaban un largo rato entretenidas en la conversación. De vez en cuando, se sumían en el silencio, la mirada perdida en un punto indefinido. La clave de su entendimiento consistía en respetarse. No tenían que esforzarse demasiado, porque ambas podían captar un momento de tristeza o de añoranza. Cada una de ellas tenía una historia que evocar. Había días soleados en que parecía lejana, pero la lluvia les traía de nuevo el recuerdo. Matilde no dejó de teñirse el pelo. Tampoco prescindió de las uñas pintadas de coral. Se reía de ella con afecto, convencida de que era una mujer fuerte. Dana agradecía la calidez de sus conversaciones; constituían la única presencia real que le llenaba la vida.

Tumbada en el sofá de la sala, con las ventanas que dan a la plaza abierta, estirar el cuerpo. Querría liberarse de esa sensación de somnolencia. Espera que él regrese. Cuando oiga el ruido de la llave en la puerta, se alegrará. Tal vez se levante de un brinco y se deje caer en sus brazos. Quizá le espere sin agitarse, inmóvil entre los cojines, la sonrisa juguetona en los labios. Las voces de las vecinas del tercero y del cuarto han subido de volumen. Son como culebritas que saltan, hacia adelante y hacia atrás, mientras invaden la escalera. Hay muchas maneras de apropiarse de un espacio: hay quien lo ocupa con el cuerpo; hay quien lo ocupa con la estridencia de las palabras. Hace mucho tiempo que no las envidia. Ha olvidado aquel sentimiento que queda lejos del presente. Si alguien intentara recordárselo, se asombraría. No tiene un recuerdo demasiado preciso de las ganas de vivir sus existencias, de recluirse en vidas ajenas para salvarse de la propia. Dana se acaricia. Los dedos tienen la suavidad de la música. Conoce su cuerpo con exactitud. Sabe dónde introducir la mano, la presión de la piel sobre la piel. Los pensamientos desaparecen. Todo se difumina. La luz es menos intensa, las voces de las vecinas se han convertido en un eco que no tiene intención de rescatar. Mira al techo y ve una mancha de humedad que tiene forma de nube. Ahuyenta la imagen: lo único que cuenta es el cuerpo que vibra, el deseo de aquel otro cuerpo en la mente, la capacidad de revivir el tacto, aunque no esté. A veces, cuesta capturar el placer. Cualquier minucia hace que, cuando estaba a punto de atraparnos, se nos escape. Está hecho de una materia volátil.

– ¿Me amarás siempre? -preguntaba a un hombre lejano, hacía muchos años.

– Siempre. -La respuesta era rotunda, como si no admitiera ni una fisura por donde pudiera filtrarse la duda.

– ¿A pesar de todo? ¿A pesar de lo que nos toca vivir? -No podía resistir la incertidumbre.

– Tu futuro sólo será conmigo.

Reían, inconscientes, felices.

«El futuro», repite. Lo pronuncia con todos los matices del desencanto. Aquel que nunca tiene que venir, pero que siempre llega. Lo habíamos inventado pero vuelve a sorprendernos. No es como lo soñamos. Las piezas no coinciden. Debe de ser que el futuro imaginado nunca tiene nada que ver con el futuro hecho presente. «No importa, no importa», piensa. Tiene las piernas esbeltas, los pies finos, ganas de besar. A través de la ventana se oyen los ruidos de la mañana. Niños que juegan, gente que sale, el viento entre los árboles. Balancea su cuerpo hacia adelante para abandonar el sofá. Tiembla. Después del amor, aunque sea un amor solitario, siempre tiene frío. Se acurruca, en un esfuerzo por vencer la tentación de volver a los cojines. No hay relojes en el piso, pero intuye que no puede tardar demasiado. Ha aprendido a calcular el paso del tiempo mirando la luz. Está en la ducha, con el cuerpo enjabonado, cuando ve su rostro reflejado en la puerta. El vaho del agua difumina las facciones. Intenta sonreír. Durante un instante, breve como un pensamiento inoportuno, se pregunta cuál de los dos hombres que ha amado acude a su encuentro.

III

Matilde había tenido tres maridos. Cantaba aquella canción que habla de una mujer que había tenido tres hombres a los que mató con veneno. Cuando era sincera, directa como una flecha al corazón, aseguraba que la envenenada había sido ella. Hay ponzoñas que actúan lentamente, que matan poco a poco. Sus efectos son casi imperceptibles. No nos damos cuenta hasta que es demasiado tarde, cuando el egoísmo del otro, su pereza de vivir, la indiferencia o la mala leche nos han dejado exhaustas. Lo contaba con la voz cansada, mientras las manos subrayaban la intensidad de las frases. Hay historias que son difíciles de vivir. Desde que se hospedaba en la pensión, estaba contenta. Antes nunca había tenido la sensación de pertenecer a algún lugar. Entre las paredes del pasillo, en el comedor, en la habitación que había convertido en un decorado de opereta, se sentía cómoda. Las conversaciones con los demás huéspedes entretenían las horas muertas del día. Con los que estaban de paso, mantenía diálogos circunstanciales, divertidos. Con los que pasaban temporadas, había llegado a establecer lazos de afecto, pequeñas complicidades. Jugaba a leer el destino en las manos de los demás:

– Todo está escrito en las estrellas -afirmaba, convencida.

Muchos atardeceres, cuando la luz caía oblicua sobre las butacas de la sala, se instalaba allí, dispuesta a hacer predicciones sobre historias que todavía nadie había vivido.

– Las cosas que no han pasado son las mejores -decía a Dana, que la escuchaba sin evitar una sonrisa burlona.

– ¿Qué dices? No te entiendo. Lo que tiene que venir puede ser bueno o puede ser terrible.

– Nunca nos parece más terrible que lo que ya hemos vivido. Si lo es, no lo percibimos con la misma dureza de antes.

– Eres una bruja extraña, Matilde. Yo no quiero saber lo que tiene que venir. La vida tranquila me gusta.

– El mundo siempre rueda. Todo se mueve, aunque no lo quieras. ¿Te digo lo que veo en las líneas de tu mano?

– Ni pensarlo. -Apretaba el puño y cerraba los ojos como si quisiera ahuyentar pesadillas.

– Es malo no querer saber.

– Es bueno huir de los sobresaltos.

Se reían las dos: Matilde con una risa feliz; Dana con una risa apenas recuperada, que le parecía aprender de nuevo, como si fuera un niño que tiene que empezar los ciclos de la vida.

La luz se desvanecía y la ventana mostraba un panorama de sepias y grises. Las butacas tenían fundas con un estampado de flores. Como las habían lavado muchas veces, habían ido diluyéndose. Primero los pétalos, después las hojas, finalmente los tallos. Tenían la apariencia de querer huir, de escaparse de los cojines y de las telas. Una voluntad alada que nunca se haría realidad. Lo pensaba alguna vez. Las flores estaban condenadas a desaparecer lentamente, hasta hacerse invisibles. Le recordaban su propia vida. Tantas veces había deseado confundirse con la nada, que tenía la impresión de que también ella se convertía en un ser traslúcido, a punto de esfumarse. Los muebles eran de madera, con alguna carcoma insistente. Nadie prestaba demasiada atención. En el suelo, una alfombra desgastada por muchos pasos. La mesita de la televisión donde alguna señora miraba la telenovela de la tarde. Un ramo de flores en la ventana. Cuando hacía frío, encendían una estufa de butano que caldeaba el ambiente. Matilde, que era muy friolera, se acurrucaba debajo de una manta. Pasaron los días y las semanas. Fue un tiempo especial, mientras ella se esforzaba por detener el curso de una vida que continuaba rodando.

Matilde mató al primer marido muchas veces. Lo pensaba de noche, en la placidez del sueño. Se le dibujaba una dulce sonrisa que nadie le había visto antes. Se perdía en un paraíso de sensaciones inexplicables que, en la vida, tenía que ahogar, pero que surgían como un torrente impetuoso cuando cerraba los ojos. Eran el sentimiento de rabia, el deseo de venganza, las ganas de hacer desaparecer al otro por siempre jamás. Los sueños actuaban como una pantalla de cine que multiplica las imágenes. Del mismo modo permitían enfocar sus percepciones con precisión, agrandarlas, dotarlas de fuerza y de relieve; aumentadas, exageradas por el poder de la mente, incluso ella misma era capaz de relativizarlas.

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