María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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Justo enfrente está sentado un hombre. Esos ojos que vagan, distraídos, por el aeropuerto, se han fijado en unos zapatos que no tienen nada especial. Se parecen a los que él lleva. Son zapatos de buena calidad, de marca, casi recién estrenados. Incluso tienen un color semejante: dos tonalidades de marrón parecidas a la avellana. Instintivamente, levanta los ojos. Entonces ve su rostro: un rostro de expresión seria y cabello rizado, oscuro, desordenado. El pelo transforma el conjunto, rompe la apariencia estereotipada, la sustituye por un aire informal. Es como si un soplo de viento lo hubiera golpeado. Lo piensa, con una sensación de sorpresa. Ese hombre, poco más o menos de su misma edad, conserva algo que él perdió. La idea surge con la intensidad de los pensamientos que nos invaden, que se instalan en nosotros y no nos abandonan.

Es alto, más bien delgado. Tiene el rostro enjuto y una sombra de barba le endurece las facciones. La frente queda medio oculta por sus cabellos, pero destaca la mirada penetrante. Ignacio le observa con disimulo, hasta que vuelve a sonarle el móvil en el bolsillo. Con un gesto de impaciencia, comprueba que se repite la llamada anterior. Mientras su mujer le recuerda que irán con el tiempo justo, que no quiere llegar tarde, que ha tenido un día agotador, que ha discutido con los hijos, que ha llamado el vecino del primero, que todavía no ha decidido qué vestido se pondrá, él se siente irremediablemente desgraciado. No es una sensación que haya pasado por su mente, ni que quiera analizar. Es como si navegara a la deriva. La gente desaparece de pronto, y solo tiene frente a sí la visión del mármol con sus vetas minúsculas.

Se pregunta hacia adonde debe de viajar el hombre que tiene enfrente. Se sorprende a sí mismo. Es inusual que se lo plantee. Nunca se interesa por los desconocidos. Tiene facilidad para hacer tabla rasa, para borrar las cosas que considera poco importantes. En esta ocasión es distinto. La curiosidad le vence, aunque no entienda la causa. Tal vez también regresa a casa, aunque no parece compartir su desconcierto. Tiene una apariencia relajada, de persona que no vive en conflicto, que no experimenta tensiones. Por el contrario, él oculta los nervios tras un aspecto inaccesible. Embarcarán por puertas diferentes. Ignacio espera que anuncien el avión hacia Palma. El otro mira, de vez en cuando, la puerta que indica la salida de un vuelo a Roma.

Ve la silueta del avión que le llevará a Mallorca. Casi al mismo tiempo, los altavoces anuncian la salida del vuelo del hombre. Observa cómo se levanta sin prisa. Por un instante, espera que sus miradas se crucen. Es un sentimiento absurdo que se desvanece en seguida, cuando se da cuenta de la indiferencia lógica del viajero. Camina hacia un destino que no tiene nada que ver con el suyo. Le espera una ciudad de piedra; a él, una ciudad cercada de mar.

El desconocido ocupa un lugar en la cola que va acortándose. Este acto, repetitivo y aburrido, le provoca una sensación de pereza. Se imagina que no falta demasiado para que él mismo se ponga en fila. Todo serán rostros extraños que se encuentran compartiendo la misma impaciencia. Se trata de recorrer un espacio de tránsito que separa ciudades. Hace un gesto de nerviosismo contenido; respira profundamente. Le impacienta la inmovilidad, la sensación de no hacer nada, el peligro de que el pensamiento vuele hacia caminos poco oportunos. Una voz anuncia el embarque hacia Palma. Se levantaa rápido para ahuyentar imágenes que no busca. Procura reprimir un desasosiego que no sabría explicar, mientras se dirige a la puerta. Tiene la mirada perdida, casi extraviada por el suelo del aeropuerto, por el mármol que le recuerda el agua en movimiento.

Justo debajo del asiento que ocupaba el desconocido, hay un objeto. Si no hubiera sido por su mirada inquieta, no se habría dado cuenta. Habría pasado de largo y habría dejado atrás ese rectángulo de piel que está en el suelo y que, aunque lo ignore, le va a transformar la vida. La existencia, que puede cambiar de repente, a menudo no gira impulsada por grandes causas, sino por hechos pequeños insignificantes. Quizá una cartera que alguien ha perdido. Se acerca para recogerla. Es un gesto involuntario: esa reacción rápida, el impulso que nos lleva a devolver un objeto a quien acaba de perderlo. No tiene tiempo de procesar la información. No se para a pensar que un billetero es una pista que nos conduce hacia otro. El interés que ha sentido por el desconocido ha sido momentáneo. Cuando está a punto de incorporarse al grupo que parte hacia Mallorca, el hallazgo resulta inoportuno. Es el incidente que todavía le vincula al aeropuerto, cuando en realidad ya se está alejando. Aun así, se impone la idea de que tiene que devolverle la cartera al hombre que estaba sentado frente a el. Da unos pasos rápidos hacia la puerta que todavía anuncia la salida a Roma.

En el aeropuerto, todo el mundo se va. Cuando lo piensa, tiene una sensación de huida. ¿Hacia adonde podría huir él? ¿Qué destino elegiría? Piensa que la inmovilidad propicia ideas absurdas. Reconoce que nunca ha tenido un espíritu aventurero; o quizá sí, hace mucho, mucho tiempo; tantos años que, con sólo pensarlo, se le encoge el corazón. Da unos pasos más y de pronto se para. Aquella larga cola, real, que existía hace pocos minutos, se ha transformado en un espacio vacío. Debajo del panel que lleva escrito el nombre de la ciudad, hay dos azafatas que se ocupan de recoger los últimos papeles. Actúan con la indiferencia de quien repite un trámite, con rapidez por acabar un trabajo nada interesante.

Ignacio se acerca. Lleva la cartera en la mano y la ofrece como si quisiera desprenderse de un estorbo. El objeto es una molestia, y la situación le resulta incómoda. Les dice que la ha encontrado en el suelo, que pertenece a uno de los pasajeros que acaban de embarcar. Debe de habérsele caído, les cuenta, y querría devolvérsela, antes de que el avión despegue y él se quede ahí, con un objeto que no le pertenece. Ellas le hablan sin sonreír, porque cuesta sonreír cuando aparece un imprevisto que rompe la rutina, que incluye un elemento nuevo en un episodio que considerábamos terminado. Le dicen que no puede ser, que el avión ya rueda por las pistas. Le cuentan que tiene que ponerse en contacto con la compañía, dirigirse a la oficina de objetos perdidos, dejarlas trabajar, que deben dedicarse a otros pasajeros, que el aeropuerto es una cadena de vuelos y no se puede parar porque alguien haya perdido una cartera. Naturalmente, contesta Ignacio, y se siente ridículo con aquello que querría tirar en cualquier papelera, antes de que todo se complique todavía más, porque a menudo la vida nos lía sin que lo busquemos, y nos joroba. Lo piensa, mientras da la espalda a las azafatas, que no sabría decir si son rubias o morenas, quizá tienen la piel pecosa, llevan un uniforme feo y tienen cara de insatisfechas.

Casi por inercia abre la cartera. Ve algunas tarjetas de crédito, un documento de identidad del hombre que ya está lejos, un papel doblado. Piensa que siempre hay lo mismo: minucias repetidas que narran un fragmento de la historia de alguien. Ocupa uno de los últimos lugares en la cola que le corresponde.Hará que su secretaria la envíe por correo. Justo cuando se propone arrinconar la anécdota en el olvido, como un episodio que podría no haber pasado, ve una fotografía que reconoce, y que le transforma la expresión y la vida entera. La observa sin acabar de creerlo. Con los ojos, devora la imagen, y tiene la sensación de que el mundo es un caos. La mira de nuevo y se da cuenta de que no puede contener el temblor de los dedos. Se imagina su propio rostro convertido en una máscara. «No puede ser cierto -se dice-. No lo es», se repite, mientras fija los ojos en el rostro que vuelve a ver, tras mucho tiempo. Ha pasado una década desde la última vez que la vio. Eran diez años más jóvenes, con toda una vida por delante, que se abría como la palma de la mano con la que acaricia el rostro de papel.

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