María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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La espera solía ser breve, pero el tiempo les jugaba malas pasadas. Advirtieron que nunca quiso serles propicio. Se asemejaba a un ovillo. Cuando no estaban juntos, se deshacían kilómetros de cuerda. Era la sensación de la distancia. En sus encuentros, se acortaba. Le percibieron hostil, poco amable.

Estaba el tiempo de espera, que era de desazón; el de la compañía mutua, que les volaba entre las manos. Y el tiempo de la añoranza, que era terrible. Al fin y al cabo, vivían una época de profundas contradicciones.

El coche se paraba en la esquina, donde Dana estaba. Se abría la puerta y ella se metía dentro con una precipitación mal disimulada. Ignacio conducía con ademán imperturbable. Una mano al volante, la otra entre las suyas. Los dos miraban de frente, hundiendo ella el cuerpo en el asiento. Bajito, se decían que se amaban. Eran encuentros semanales. Lo habían decidido, aun cuando les resultara difícil soportar la lejanía. Mientras que los demás días eran grises, los miércoles estaban pintados de rojo en sus corazones. A ella, le parecía que, de miércoles a miércoles, se le iba la vida. Los días grises eran los de la añoranza. Se puede echar de menos desde la lejanía, cuando alguien a quien amamos ha emprendido un largo viaje, cuando sabemos que es imposible verle. Entonces, el recuerdo nos abrasa, pero no nos mata, porque no podemos hacer nada. Tierras y mares entre dos seres que se aman no se pueden combatir. Lo peor es la añoranza desde la proximidad. Se veían en la radio y tenían que sonreírse, saludarse con discreta cordialidad, gastar alguna broma que todo el mundo pudiera oír. En el estudio de grabación, notaba el codo de Ignacio junto a su brazo, pero no se tocaban.

El coche circulaba por una carretera. Hasta que habían salido de la ciudad, estaban al acecho. Con los cuerpos rígidos, sin relajarse, una expresión seria en los ojos. No podían evitar que sus dedos se enlazasen con los dedos del otro. Todos los sentidos concentrados en la piel de dos manos que tenían vida propia. Despacio, relajaban la mente y los cuerpos. Desaparecía la zozobra, conjurada por la mutua presencia. Recordaba una pizarra y un aula. Ella ocupaba uno de los pupitres, muchos años atrás. La pizarra, llena de signos escritos con letra menuda: combinaciones de cifras, decimales, ecuaciones extrañas. Al verlo sentía angustia, como si alguien le oprimiera la garganta, ahogándola. La tiza formaba una nube de polvo que enturbiaba la visión y se adhería a la piel. De pronto, sonaba la campana salvadora. Eran las cinco de la tarde, la hora de recoger. Una mano diestra se apresuraba a limpiar la pizarra. Borraba los signos, hasta que quedaba negra, reluciente. Salía a la calle respirando a fondo, como si la vida, generosa, le concediera una nueva oportunidad.

Todos los miércoles cenaban en el mismo restaurante, cerca del mar. Llegaban temprano, cuando aún no había nadie. De vez en cuando, coincidían con una pareja de extranjeros que se regían por horarios europeos. A menudo estaban solos, compartiendo una sensación de intimidad que agradecían. Era un restaurante familiar, no demasiado grande, donde pronto los conocieron. No fueron necesarias explicaciones, para que los situasen en una mesa estratégica, de espaldas al resto de posibles comensales, protegidos por una tenue luz. Al llegar, una mujer los saludaba con una sonrisa que les gustaba, porque creaba la falacia de atracar en puerto seguro. La hija de la casa sonreía cuando les servía. Vivían un paréntesis convertido en ritual de amor. Comían jamón, gambas, pescado a la sal. Bebían Viña Esmeralda. Brindaban por la vida, por ellos, por el futuro. Se miraban y se sentían seducidos, con aquella capacidad que tienen los amantes de apropiarse del otro: los gestos y las preocupaciones, los deseos y la piel. ¿Qué les importaba el mundo, si el universo eran ellos, en aquel momento? ¿Dónde estaban las limitaciones, los conflictos? Escuchaban el rumor del mar.

Era el momento de los proyectos, la hora de dibujar la vida. Se imaginaban que irían de viaje a tierras remotas. Había arenas del desierto que querían pisar, plazas minúsculas, laberintos de calles. Se paseaban por el bazar de Estambul mercadeando camellos y alfombras de seda. Se trasladaban a Londres para ver el último musical de moda. Se perdían en algún lugar remoto de Asia. Descubrían una iglesia perdida entre montañas. Contemplaban cielos y cometas. Subirían a un avión y el mundo se abriría como la palma de una mano. Desde la pequeñez de aquel restaurante, constantemente idéntico, volaban a rutas lejanas. Eran lugares en donde no tendrían que estar pendientes de la gente, donde podrían recorrer las calles bajo la luz del sol, cogidos del brazo, mirándose sin temor. De los labios de él salía el nombre de muchas geografías. Le contaba qué caminos tendrían que recorrer. Le decía que, en cada uno de aquellos lugares, le repetiría que la amaba.

Quien vive el amor es ciego, mudo, sordo. El amor altera el ritmo de los días. Nos hace creer que estamos en verano cuando caen las lluvias otoñales. Sentimos escalofríos de invierno mientras luce el sol. Es mentiroso y juega a que confiemos en lo imposible. Se dejaban convencer por los halagos del amor, que les hablaba al oído. Ignacio creía que aquella historia era su única razón de vivir. Estaba convencido de que lo echaría todo a rodar por ella. Dana le escuchaba con el corazón embelesado, mientras los recelos desaparecían como las marcas de tiza se borran de una pizarra.

Pensaba que era el hombre más atractivo de la tierra. Ignacio la observaba con deseo. Todos los miércoles salía temprano del despacho, se inventaba excusas poco convincentes, corría a su encuentro. Ella mentía a Amadeo, pero no le preocupaba. Se iba volando, sin mirar atrás. No oía la música que componía, el rostro crispado en la creación. Desconectaba el móvil, se escondía bajo un sombrero, junto a aquella fachada. Cuando reconocía el coche, el corazón le latía como una fiesta. La felicidad nos hace distraídos, egoístas. ¿Quién ha dicho que el egoísmo es una cosa mala? Dana se entusiasmaba con una capacidad desconocida de vivir el presente, de borrar a las personas, de olvidar las cosas, de quererlo todo y no desear compartir nada: ni una partícula del otro, ni una mirada.

Después de haber cenado regresaban al coche. Alguien de la familia, sonriendo, los acompañaba a la puerta. Salían al frío de la noche, con una sensación de intemperie. El mar se hacía presencia real, oscura. Subían al coche como si les diera miedo el aire. Vivían una relación de espacios angostos, de lugares cerrados, protegidos de las miradas curiosas. Ella contemplaba la amplia avenida, bordeada de árboles que se confundían con la sombra de la noche. Le habría gustado pasearse. Coger la mano de Ignacio y caminar bajo el cielo. Dejar que el olor a mar les acariciara la cara. Un deseo muy sencillo puede ser complicado; puede volverse más difícil que escalar una abrupta montaña, o cruzar todos los ríos de la tierra. Sólo quería eso: sentir su brazo sobre los hombros, rodear la cintura del hombre que amaba. Recorrer calles pequeñas o avenidas largas. No tener que esconderse de las miradas de la otra gente. No tener miedo de los ojos que se imaginaba como lanzas, que se convertían en dedos acusadores.

Ignacio conducía el coche hasta un lugar tranquilo de Palma. Una entrada discreta daba a la puerta principal del edificio. Había diferentes zonas de acceso, todas perfectamente controladas. Cuando llegaban, hacía sonar el claxon: con las luces de posición encendidas, esperaban. Podían pasar algunos minutos hasta que un empleado salía para darles paso. Era el tiempo necesario para que la discreción fuera absoluta. A ella, el paréntesis se le hacía muy largo. A veces, cerraba los ojos y se imaginaba un cielo de gaviotas. Un día pensó en el mar abierto. Miraba las matrículas de los otros coches que había en el parking. La mayoría eran marcas de lujo. Inventaba los rostros de las parejas que habían ocupado aquellos vehículos. Cada uno llevaba escrito en la frente un relato de amor clandestino. Se preguntaba si eran amores perversos o inocentes, de los que nos encontramos sin querer, cuando ya es imposible escaparnos. En todo caso, historias prohibidas.

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