María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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– No creo que puedas soportar sus reproches.

– Mi amor lo soportará todo. ¿Y tú, qué le dirás a Amadeo?

– No forma parte de mi vida. Somos dos personas que comparten piso sin verse demasiado. Para mí ya no existe.

– Te resultará difícil decírselo.

– Creo que lo intuye, pero Marta no lo querrá aceptar. Ha vendido una imagen de matrimonio feliz que no estará dispuesta a romper.

– Viviremos juntos, viajaremos, seremos felices. Tú y yo…

– ¿Qué?

– Tendremos un hijo.

Era magnífico imaginar que la vida se puede escribir de nuevo. Ella era un barco que atraca en un puerto, que sabe que quiere quedarse para siempre. Junto a las rocas y el azul. Se creyó cada una de aquellas palabras. Le gustaba escucharlas como si pudieran deshacerse en su boca. Respirar a Ignacio, devorar sus frases; extrañas incongruencias que la hacían feliz. Escondida entre sus brazos, oculta la cabeza en el pecho de él, la vida se convertía en la mejor aventura. Nunca se había sentido tan fuerte. No se trataba de una fuerza robada. No es que viviera sólo a través de aquel hombre. Simplemente, la fortalecía y la mejoraba. A su lado, cualquier gesta le parecía posible. Despacio, recorría el perfil de sus labios con la lengua. Se echaba sobre él, piel contra piel, y se reía. Era la risa del amor, que sólo ellos conocían.

Fueron muchas veces a aquella habitación. Se acostumbró a la espera que se prolongaba, al ademán del hombre de las gafas, a los oscuros pasillos. Ya no se entretenía en observar las matrículas de los coches que encontraban aparcados. Tampoco se imaginaba cómo debían de ser los otros amantes. ¿Qué amantes, si ellos eran los mejores del mundo? Con naturalidad, como quien llega a un lugar conocido, se paseaba por la entrada, hasta que les daban una llave. No se escondía. No percibía las sombras del suelo ni de las paredes, cuando andaban detrás del guardián silencioso. Quienes trabajaban para facilitarles el encuentro le inspiraban una cierta simpatía, pese a su expresión malhumorada. La oscuridad se hacía menos tenebrosa. Ignacio le decía que le gustaban sus ojos, húmedos de amor cuando le miraban. Le hablaba del hijo que vendría y le inventaban un nombre. Recorrían lejanas Capadocias.

IX

Mucho antes de que Marcos fuera vecino de Dana en Roma, vivía con una mujer que tenía las piernas largas y el vientre oscuro. Se llamaba Mónica. Se conocieron en una época lejana, cuando eran dos adolescentes. Él era fuerte como el tronco de un grueso árbol; ella era frágil. Tenía el pensamiento ligero, capaz de volar con una agilidad prodigiosa. Como luces danzarinas, sus ideas saltaban del mundo real a otro incierto, desde donde las cosas más simples se veían llenas de belleza.

Mónica se caía a menudo. Tenía una facilidad increíble para dar un traspié y caer al suelo. En el preciso instante en que perdía el equilibrio, era incapaz de parar su trayectoria. Durante el recorrido, que solía vivir en un tiempo irreal a cámara lenta, siempre experimentaba la misma sensación de sorpresa y de impotencia. El estupor al comprobar que era posible repetir, una vez más, la misma escena: ella, de bruces en la calle, en el punto donde había un desnivel en la acera o un escalón que, inexplicablemente, no había visto. A su alrededor, algunas personas intentaban levantarla, mientras le preguntaban si se había hecho daño, si podía andar, si necesitaba ayuda. Aquella sensación de ridículo, a la que llegó a acostumbrarse, las ganas de marcharse de prisa, de fundirse en el aire.

El deseo de desaparecer se concretaba en su reacción. A pesar del dolor físico, se levantaba, agradecía el interés de los demás, les aseguraba que no había sucedido nada grave, y se metía en cualquier rincón. Como un animal herido que se lame las heridas, que busca la sombra de un árbol y un lugar con agua dulce donde curarse, se observaba los moratones de las piernas, las rodillas descalabradas, los cortes en las manos. Podían pasar meses sin que se produjera una nueva caída. Luego se caía dos veces consecutivas en un paréntesis de pocas semanas. Le costaba creerse aquella repetición absurda de movimientos poco hábiles. «Un día me romperé todos los huesos del cuerpo», se repetía. Un escalofrío le recorría la espalda; después se olvidaba: volvía a refugiarse en un universo de pasos etéreos. El día de la primera cita con Marcos se cayó; debía de estar escrito. Después lo recordaron a menudo, en aquellas evocaciones que hacen los amantes que rescatan la memoria de cuando se encontraron, los días inciertos, felices, en que la historia apenas se perfila, porque el mundo del otro es un hallazgo nuevo. Iban al concierto de un cantante que ponía música a poetas ilustres: los antiguos versos que les gustaban, las palabras mágicas que, tantas veces, habían conseguido que el pensamiento de Mónica se elevara lejos del mundo. Llevaba un vestido de punto rojo, unas medias negras. El le daba la mano, pero no pudo evitar el tropiezo. Cayó de rodillas y se agujereó las medias. Le daba vergüenza mirarle. También que él la mirara. Durante el concierto, se cubrió las piernas con el abrigo para no vérselas. Marcos le acariciaba las rodillas por debajo de la ropa.

Estudiaban en la universidad y robaban libros de poemas en unos grandes almacenes. Como no tenían demasiado dinero pero necesitaban alimentarse de versos, llenaban el bolso de Mónica con volúmenes hurtados. Muchos atardeceres, cuando salían de clase, se paseaban por la zona de los libros. Se movían sin prisa, con el deseo de curiosear los volúmenes, antes de decidirse. Mientras Marcos hojeaba los libros, ella repetía en voz queda los versos. Hacía un esfuerzo para memorizarlos: aprenderlos también significaba llevárselos. Si era capaz de retenerlos, podría decirlos después, cuando se sintiera sola. Recuperaría las palabras que los poetas habían escrito para ellos sin saberlo. Sacaba una libreta y los escribía. Copiaba las palabras que la hacían vibrar, que le llegaban al corazón: retahílas de versos en una caligrafía apresurada, hecha de urgencias. Cuando Marcos no se daba cuenta, le metía alguno de aquellos papeles en el bolsillo; lo escondía entre los pliegues de la ropa, como quien comparte un secreto con alguien. Cuando él volvía a casa de sus padres, donde vivía entonces, encontraba el regalo de un poema en el fondo del bolsillo. Metía la mano y lo tomaba entre los dedos. Antes de dormirse, lo leía pensando en ella.

Construyeron un mundo lleno de historias, pequeñas complicidades que les permitían vivir alejados de los demás. Habían hecho un universo a su medida. Era un espacio propio que habitaban ambos, maravillados de encontrarse en él. En aquel lugar, había palabras y gestos de amor. Pronto se dieron cuenta de que poseían una inusual capacidad de entenderse sin hablar. Mónica sólo observaba. En sus ojos, él podía adivinar deseos y miedos. Cualquier nimiedad quedaba escrita en las pupilas y el otro no tenía que esforzarse para leerlas. Tan sencillo como perderse en las páginas de un libro puede ser adentrarse en el bosque de unos ojos. En el autobús, recorrían casi el mismo trayecto. Iban desde el centro hasta la universidad: Marcos subía dos paradas antes que ella. Si era posible, se espabilaba para guardarle un asiento. A primera hora de la mañana, los estudiantes solían formar una masa compacta, que se movía con las sacudidas de los frenazos del vehículo, sin que hubiera el mínimo espacio entre los cuerpos; un volumen convertido en una forma única, vencida por la somnolencia que todos llevaban dibujada en el rostro. Cuando Mónica subía al autobús, él creía que lo iluminaba. Su presencia hacía desaparecer los rastros grisáceos. Sus ojos le preguntaban si había encontrado el poema; él se lo agradecía en silencio, mientras la abrazaba. De pie, en medio de la marea, se apoyaban el uno en el otro: la cabeza de ella inclinada en el hombro de él; Marcos rodeándole la cintura. Viajaban solos en aquel autobús.

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