María Janer - Pasiones romanas

Здесь есть возможность читать онлайн «María Janer - Pasiones romanas» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

Pasiones romanas: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Pasiones romanas»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

Pasiones romanas — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Pasiones romanas», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

X

El château de Lavardens es de piedra blanca. Se eleva con su volumen de monolito vertical, donde las aberturas son casi innecesarias, imperceptibles huellas en la consistencia de una roca. Las ventanas no interfieren en la visión de la fachada. No lo consiguen tampoco los arcos que cortan los torreones, ni el arco central mucho más redondo que tiene la bóveda oscura. La estructura es de una solidez rectangular, firme. Para llegar hasta allí, salieron de Toulouse a primera hora de la mañana. El día empezaba en el campo francés con una explosión de verdes muy pálidos, sin sombras. Hacía un sol enfermizo, que los observó de perfil largo rato, hasta que adquirió forma. La distancia era breve: cincuenta kilómetros por rutas estrechas, poco transitadas. En una desviación de la carretera que va de Auch a Agen se encontraba el castillo que buscaban.

Dana observaba a Ignacio de reojo. Conducía con una sonrisa que no acababa de esbozar con los labios, pero que ella adivinaba. Tenía un aire de hombre satisfecho, que hace lo que le apetece, que respira tranquilo. Se lo había prometido. No recordaba si se lo dijo después de aquella noche, cuando pararon el coche en una curva de la carretera. Los dos llevaban una copa de más. Habían ido a una cena con gente de la radio: encuentro concertado en un restaurante de moda, tener que sonreírse como se sonreían cuando la gente los miraba, hacer equilibrios para ocupar asientos próximos, conversar con todo el mundo cuando, en realidad, sólo habrían querido hablar el uno con el otro, escucharse con disimulo, ocultando mal el profundo desinterés que les provocaban los comentarios de sus respectivos vecinos de mesa. Cuesta hacer creer que concentramos la atención en alguien, cuando el pensamiento no está demasiado lejos, a unos pocos metros de distancia que marcan una dirección en la voluntad y en el deseo.

Era tarde cuando se despidieron de los demás. Hacía frío, e Ignacio se apresuró a subir los cristales del coche. Quería protegerse del frío, pero también de las últimas miradas que los perseguían:

– Levantaremos el muro protector -comentó con algo de sorna.

– Siempre tenemos que hacerlo -le respondió ella.

Había un deje de agotamiento en la voz. Estaba cansada de vivir en una madriguera, de esconderse siempre.

– ¿Estás bien?

Ignacio habría querido decirle que la entendía.

– Me falta el aire.

– ¿Para respirar o para vivir?

– Para ambas cosas.

Se desvió del camino de vuelta y buscó un lugar oscuro.

– ¿Quién dice que la luna hace compañía a los amantes? -le preguntó Dana-. A mí, incluso me sobra la luna.

Era amarilla, la rodeaba una sombra opaca. Extraña presencia en medio de un azul muy oscuro. En el coche sonaba un vals. Ignacio la hizo bajar. La abrazó y bailaron dando vueltas las notas de aquella música. El brazo de él la sujetaba por la espalda; a ella la cabeza le rodaba algo, efectos de la noche y del alcohol. Cada uno giró sobre los pasos del otro, dibujando un círculo: de prisa, de prisa. Cada vez más rápido, en un conjuro a favor de la vida. El intuía que estaba harta de paredes, de espacios reducidos que los oprimían, porque añoraba el aire. El frescor de la noche, la brisa de las mañanas. Le dijo que irían al castillo de Lavardens. Se lo susurró al oído, sin reflexionarlo. Aun cuando no era un hombre que se precipitara, había aprendido a seguir determinados impulsos. Tenían que huir de las calles de Palma, de los lugares conocidos, de la gente que los perseguía sin saberlo. Estaba convencido de la urgencia de respirar otros parajes. Los espacios cerrados pueden encarcelarnos la vida, reducirla a una dimensión exigua; los espacios abiertos son necesarios porque nos permiten respirar, tener la sensación de poder movernos sin ataduras. La claridad del mundo nos hace levantar los ojos y ver más allá de los árboles, de los matojos, de los cuerpos agachados de quienes nos espían los pasos.

Proyectó el viaje con rapidez. Como era de decisiones firmes, se esforzaba por ejecutarlas. Encargó los billetes, alquiló un coche en Barcelona, inventó una de aquellas mentiras para la familia que solía confundir con una excusa, la convenció a ella y partieron hacia el sur de Francia. Durante el trayecto, ella le repetía que no se lo acababa de creer. ¿Cómo era posible que se marcharan lejos del entorno más próximo, cuando habían vivido meses enteros medio escondidos, sin atreverse casi a respirar? El paisaje era amable aquel verano; también lo era la vida.

En Lavardens los esperaba Camille Claudel. Ignacio había visto una fotografía suya: el retrato era de una mujer joven, que tenía la nariz recta y los labios bien dibujados, imperceptiblemente curvados de tristeza. Unos labios carnosos sin exceso, en una sabia combinación de sensualidad y armonía. Bajo el arco de las cejas, unos ojos almendrados. La mirada de gacela capaz de perturbarle, pese a la distancia que se abre entre un retrato y la vida. Toda la melancolía del universo escrita en unos ojos. «¿Cómo es posible?», se preguntó, fascinada por aquel rostro. Las facciones un tanto angulosas de Camille contrastaban con la pureza de la piel y los ojos húmedos. Algunos mechones de pelo castaño le sombreaban la frente. Nada conseguía atenuar la intensidad de una mirada que oscilaba entre la desolación y el miedo.

– ¿De qué tenía miedo esa mujer? -le preguntó a Ignacio.

– No lo sé; quizá de la vida.

– No -dijo categóricamente-. De la vida, no.

Camille vivió una existencia trágica. Hermana del poeta Paul Claudel, heredera de una extraordinaria sensibilidad que supo reflejar en sus esculturas, se movió siempre a la sombra del hombre al que quiso con un amor desorbitado.

– ¿Se puede amar sin mesura? -preguntaba Ignacio, intentando bromear.

– Sí -respondía-. Es posible: ella supo.

Rodin fue el gran amor, el maestro, el amigo. Fue quien orientó sus pasos por los caminos del arte y, al mismo tiempo, quien -probablemente sin quererlo- le robó el reconocimiento a su propia obra. Ella vivió a la sombra de él. Durante años, compartieron la pasión por sus cuerpos y por el arte. Poco a poco, el hombre se alejó. La vida le llevaba hacia otras mujeres. Camille no lo pudo soportar. En el año 1913, su madre firmó los papeles para internarla para siempre en el asilo psiquiátrico de Montdevergues, en Aviñón. Murió añorándole, cuando tenía setenta y nueve años.

En el castillo de Lavardens había una exposición dedicada a Camille Claudel. Habían decidido visitarla cuando supieron cuál era la obra estrella que se mostraba al público: la escultura de bronce de una pareja que baila, siguiendo los compases de una música imaginaria. Se titulaba La valse. Le pareció una premonición. Sus existencias se enlazaban con aquella otra existencia malograda, con los ojos tristes del retrato, con el bronce de dos figuras: el hombre y la mujer que se abrazan pese al mundo.

Hay vidas que se alejan despacio. No se abren inesperadamente abismos de distancia, sino que cada una anda algunos pasos justo en el sentido contrario a la otra. Nacen rendijas que no se perciben, hasta que las grietas las resquebrajan. No se despidió de Amadeo antes de salir de viaje; lo habían estado haciendo durante los últimos meses, todos los días un poco, aunque vivieran como si no se dieran cuenta. No hubo grandes peleas, sólo pequeñas discusiones que no habrían tenido ningún valor a los ojos de un observador poco atento. Las frases que pronunciaban no tenían ecos de agravios profundos. Eran expresiones que ocultaban, bajo la forma de reproches irónicos o comentarios dolidos, la conciencia de haber dejado escapar algo.

A menudo nos damos cuenta de lo que perderemos cuando todavía no lo hemos perdido por completo. Dana lo descubrió muy pronto. Amadeo también, a pesar de aquel aire de músico distraído con el que se protegía de las derrotas. Hacía tiempo que no se deseaban. Habían pasado muchas noches sin una sola conversación entre las sábanas. Cuando ya no se contaban los secretos del presente, ni las obsesiones, ni los miedos, los secretos que habían compartido ya no eran ni memoria. Se habían convertido en compañeros de habitación que no se hacen preguntas, en una pareja que respetaba los silencios sin voluntad de escucharlos o de llenarlos. La música de Amadeo no la hacía vibrar. Los ojos de ella habían perdido la capacidad de fascinarse por las miradas de él. Podrían haberse hecho preguntas, pero los vencía la indiferencia. ¿Qué tenían que saber, si todo lo intuían? Cuando los sentimientos menguan como un fuego que se apaga, los rescoldos no tienen la fuerza suficiente para encender antiguas hogueras. Los fuegos soterrados sólo son cenizas y brasa, poco se puede recuperar. Adivinar que no hay nada que hacer, que hemos perdido la partida, puede vivirse con una sensación de fracaso o de liberación. Amadeo vivía el fracaso sin manifestar los síntomas, protegiéndose entre los restos de orgullo que le habían convertido en un músico que desafiaba a los demás. Dana preparaba la maleta para marcharse al sur de Francia con el corazón ligero.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «Pasiones romanas»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Pasiones romanas» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «Pasiones romanas»

Обсуждение, отзывы о книге «Pasiones romanas» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x