María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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Le preguntó:

– Ignacio, ¿crees que las cosas suceden por casualidad?

– ¿A qué te refieres?

– A lo que nos pasa.

– Depende. La vida es una caja de sorpresas.

– Sí. Yo ya te conocía. Sabía quién eras, nos habíamos cruzado muchas veces. ¿Por qué no nos habíamos encontrado antes? ¿Hay un momento adecuado para cada historia? ¿Tenemos que esperar que la vida haga madurar esos momentos, como si fueran frutas de un árbol?

– En realidad, no nos conocíamos. Sólo nos intuíamos. -Sonreía.

– Un día, de pronto, te vi distinto. Debe de ser que te miré con otros ojos. ¿Fue el azar o estaba escrito?

– No lo sé.

– A Camille Claudel debió de sucederle algo parecido. Era joven cuando conoció a Rodin, y eso quiere decir que era muy vulnerable.

– Tú, en cambio, eres una mujer fuerte.

– ¿Lo dices en serio? ¿De verdad lo crees?

– Sí.

– Pues te equivocas. No soy más fuerte que ella. Ni siquiera soy más fuerte que la mujer de la escultura de bronce.

– Eres puro bronce, amor mío.

– ¿Te burlas de mí?

– De ninguna manera. Me enamora tu fuerza, pero también tus flaquezas, todo lo que consideras que tienes que ocultar porque no concuerda con la imagen que quieres vender al mundo.

– ¿Me dejarás algún día?

– ¿Qué dices?

– Contéstame. ¿Soy demasiado incómoda para la vida de un hombre que se ha construido una felicidad a su medida?

– Eres mi única razón para ser feliz. Nunca te dejaré.

– Hoy llámame Camille.

– Me lo vuelves a repetir. Antes he creído que era una broma. ¡Qué manía tan extraña!

– No es una manía, es un presentimiento.

– ¡Olvídalo!

Lo olvidó, o hizo como si lo olvidara, que no es lo mismo, pero que sirve para sobrevivir. Fue una noche difícil. Después de la conversación, habían hecho el amor. Se abrazaron con un entusiasmo de cuerpos que se reencuentran. Ella tenía la sensación de fundirse con Ignacio, de perderse. Él se durmió casi en seguida. Dana habría querido continuar hablando, decirle que vivía con miedo. No le había contado nunca la sensación de no encajar en la vida del otro, de ser una presencia extraña en un entramado con ritmos propios. Se imaginó una función de teatro. Los actores la representaban, con una precisión estricta de gestos y de voces. Cuando caía el telón, los aplausos llenaban la sala. Se acostumbraban al éxito. Se refugiaban en las fórmulas conocidas que garantizaban la reacción del público, repetían las frases con entonaciones idénticas. Inesperadamente, una noche, sale un actor a escena. No tiene un papel en la obra. No es una broma de nadie, ni una improvisación del director. Anda desconcertado entre los otros personajes, buscando un lugar. Aunque sea el minúsculo espacio de media docena de líneas que recitará con entusiasmo. Todos le hacen el vacío; le rodean de silencio. Actúan como si no estuviera. Él sabe que, en cualquier momento, tendrá que marcharse. Dana tenía la frente bañada de sudor.

Ignacio respiraba tranquilo a su lado. El cuerpo amado se transformaba en una presencia extraña. Tensa, se esforzó por relajar los músculos: los tobillos y las piernas, el nudo del vientre. Se adormeció de madrugada, cuando ya se intuía la claridad. Antes de cerrar los ojos, la vio. Camille, la hermana, la desconocida, le daba la mano para que conciliara el sueño.

TERCERA PARTE

XI

Empezó un tiempo feliz. Una época de proyectos que se concretan después de haberlos soñado largamente. Nunca habría creído que fuera posible alcanzar la felicidad sin encontrar resquicios. Ignacio le ayudó a vencer los recelos, aquella hebra de reticencia que se esconde en el corazón para repetirnos que no puede ser, que la ilusión falsea la vida. Le decía mil veces que no existían las dudas. Hay frases que acompañan al amor. Son expresiones que los amantes pronuncian convencidos. Esas frases se firmarían con la propia sangre. Deseaban un amor eterno que traspasara los límites del tiempo y del espacio. Era el egoísmo de quienes lo quieren todo al instante porque los empuja la urgencia del otro. Sentían la necesidad de verse, la prisa por abrazarse. Después de Lavardens se hacía difícil volver a recluirse, actuar como si el miércoles fuera el único día de la semana, resistir la espera. Creyeron que se merecían ese amor. No era una cuestión de méritos ni de voluntad, sino la certeza irracional de que era su momento para amarse. Se habían acabado los dobles juegos, el disimulo que mata la energía de vivir, las mentiras que nos traicionan incluso antes de decirlas, la obligación de confundirse con las sombras.

Cuando Ignacio le aseguró que había decidido separarse, ella enmudeció, como si no se lo acabara de creer. Lo que hemos deseado con fuerza parece irreal si se hace posible. El corazón le pedía que se dejara llevar por la alegría; una alegría en estado puro que no se parecía a ninguna otra sensación de gozo conocida, sino que se relacionaba con los sentimientos de la infancia. La niña que fue había vivido obsesionada por descubrir la vida. Se sumergía en ella sin miedo porque nada la asustaba. Todavía no se había dado cuenta de que los demás podían amenazar o destruir nuestros sueños. Creía que las cosas que se deseaban con intensidad se conseguían. No temía los obstáculos, ni había aprendido a mentir. Con los años, llegó a pensar que la inocencia es sinónimo de estupidez. Las personas mienten por necesidad, como un subterfugio para sobrevivir. Recordaba el cielo de sus siete años. Le parecía de un azul imposible. Los colores de la isla oscilan entre la realidad de los sentidos y las invenciones que propicia el mar. Con Ignacio recuperaba el cielo y el mar.

Le dijo que había hablado con Marta. Intentó convencerla de que amaba a otra mujer, de que no quería continuar manteniendo una historia de ficción que existía sólo de puertas afuera. Ella no había querido escucharle. Se negó a comprenderle: le miraba desde muy lejos. Reaccionó con una mezcla de dolor e indignación. Predominaba la rabia porque había demasiadas cosas que perder. Dana se preguntaba qué lugar ocupaba Ignacio en la lista de las pérdidas. Se lo preguntaba en silencio, decidida a no intervenir en la ruptura. Estaba tranquila. Nunca se sintió culpable de la separación. Podía comprender el dolor de la otra, la impresión de robo, porque había cometido el error de creer que la vida de alguien puede ser una posesión. Había vivido vencida por la inercia de un mundo fácil, pensando que todo le pertenecía por derecho y gracia de su persona. No hacía falta luchar por el amor, porque el sentimiento se había convertido en un acuerdo de comodidad compartida, de bienestar familiar, de pacto con la sociedad.

Los hijos reaccionaron con toda la violencia de la juventud. Hay jóvenes que pueden ser más dogmáticos que la gente mayor. Cuando la propia vida está llena de dudas, se construyen un entorno de certezas, se aferran a ellas con la desesperación de quienes no tienen demasiados recursos frente a la adversidad. Las personas que han vivido intuyen que tienen que ser flexibles como las ramas de los árboles en las tormentas. Sólo así podrán sobrevivir, crecer, fortalecerse. Eran dos adolescentes que adoraban a sus padres. Habían recibido afecto y generosidad. Ignacio había trabajado toda la vida por ellos. Les dio la mejor educación, la mejor casa, las mejores vacaciones. Toda la dedicación personal de un hombre comprensivo con las flaquezas de los hijos, siempre dispuesto a la conversación, incondicional a sus deseos. Cuando les pidió que entendieran el amor que vivía, reaccionaron con dureza. Fueron intransigentes con un padre que nunca les había enseñado a serlo.

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