Dana tampoco se lo contó a demasiada gente. Incluso aunque parecía extrovertida porque tenía un carácter alegre, era reservada con las historias del corazón. Las situaciones que le afectaban quedaban ocultas en un rincón profundo, del cual no resultaba sencillo rescatarlas. Prefería callar el entusiasmo, porque las palabras no tenían bastante fuerza para describir lo que vivía. Actuaba con la precaución de los animales que protegen su madriguera. Se movía con la habilidad de quienes escuchan antes de hablar, de aquellos que no dan pistas sobre su mundo. No era desconfiada por naturaleza, pero podía transformarse en una criatura recelosa, que protege lo que quiere. Se lo contó a sus padres y a una amiga de la infancia con quien compartía secretos. Habían vivido historias paralelas y sabía que hablar con ella era situarse frente a un espejo que devuelve, precisa, la imagen propia. Se entendían con la mirada, con las palabras, y con aquellos códigos inexplicables que los años construyen. La complicidad se edifica como una casa. Hace falta que tenga cimientos sólidos, una estructura firme. Se llamaba Luisa y era farmacéutica. Pasado el tiempo de las confidencias, no volvió a hablar con nadie. Sabía que no era el momento, que no tenía que tomar la iniciativa. Para una persona inquieta, la pasividad forzosa no es una opción fácil, pero le había prometido que tendría paciencia, y estaba dispuesta a cumplir su palabra.
La habitación del hotel de Ignacio no era grande ni pequeña, acogedora ni inhóspita. Respondía a una dorada medianía, con elementos de confortable mediocridad. Quizá constituía una alternancia de todas esas percepciones, dependiendo del estado de ánimo con que él llegaba después del trabajo. Exhibía el aire de provisionalidad que tienen los hoteles, aunque haya algún mueble de diseño, reproducciones de obras de pintores holandeses en las paredes. Desde el principio, se sintió enjaulado. No había bastante espacio para todos los pensamientos que hacía volar cuando no podía conciliar el sueño. Vivía oscilando entre la euforia de haber sido capaz de alejarse de Marta y la preocupación involuntaria por los hijos. No pretendía pensar, porque hay situaciones que hacen daño, pero lo hacía sin querer. Todavía confiaba en su propia capacidad para contarles lo que vivía, para transmitirles la necesidad de comprensión.
El dormitorio estaba lleno de periódicos. Todos los días pasaba por un quiosco del paseo Mallorca, donde compraba la prensa. Entretenía el insomnio leyendo los anuncios que ofrecían pisos de alquiler. Hacía una lectura a menudo minuciosa, a veces frenética, porque pensaba que nunca encontraría el que buscaba. Con un rotulador rojo ponía un círculo a los que le podían interesar. Tenía que calcular muchos factores: la distancia del piso al trabajo, la situación, los metros cuadrados útiles de vivienda, el estado de la casa, si necesitaba reformas, etc. Llamó a unos cuantos agentes inmobiliarios y les pidió que iniciasen una exhaustiva búsqueda. Había empezado la primavera en un hotel, quería acabarla en un piso que pudiera considerar propio. Un espacio que fuera de Dana y de él, donde poder amarse entre sábanas que no hubiera usado otra pareja, donde no tuvieran que oír los gemidos que se filtran por las paredes. El placer de los desconocidos puede resultarnos una intrusión. Un lugar que ella, que había vivido el amor en habitaciones alquiladas por un rato, alegraría con plantas de hojas verdes.
Se habían citado bajo los soportales de la plaza Mayor, en un bar lleno de extranjeros. Era una mañana de incipiente primavera, cuando las calles son una fiesta de idas y venidas. La gente añora el sol: se sientan en las terrazas buscando con el rostro un rayo amable. El calor alegra los ánimos, diluye las nostalgias. Todo el mundo se apresura a recibir esa claridad que alimenta como un buen vino. Dana llegó antes. Llevaba un vestido crudo, casi arena, con una chaqueta oscura. Andaba empujada por el deseo de encontrarle. Avanzaba titubeando entre la marea de cuerpos que venían de la calle Sant Miquel. Tenía ganas de verle, de descubrir su rostro entre todos los demás. Sentía también una cierta inseguridad, porque no dominaba la situación. Estaban poco acostumbrados a los encuentros diurnos en una céntrica plaza de Palma. Se preguntaba cómo tenía que comportarse. Le sonreiría. Había recibido la llamada hacía un rato. Fue breve, preciso; le insistió para que no llegara tarde; se inventó una excusa en la radio y se marchó, sin demasiadas explicaciones. Corría por la calle, casi volaba. No tenía motivos, pero necesitaba andar con rapidez. Tenía que recorrer la distancia lo más velozmente posible.
Se encontraron y los transeúntes desaparecieron de su vista. No oían el murmullo de las conversaciones, ni había rastro alguno de presencias poco oportunas. Se miraron a los ojos. A Dana le pareció descubrir una sombra de fatiga. Él leyó entusiasmo, una entrega sin reservas que resultaba reconfortante, porque no es muy frecuente. Se sentaron a una mesa que estaba algo alejada del resto. El le dijo:
– He encontrado un piso.
– ¿En serio? ¿Lo has visitado ya?
– Me gusta mucho. Creo que podremos estar bien en él.
– Me siento feliz sólo con imaginarlo. ¿Dónde está?
– En la calle Sant Jaume. Es un piso antiguo, pero no necesita reformas… Puede que algunos detalles sin importancia que pueden solucionarse en un par de semanas. Sólo tienes que visitarlo y decidirte.
– No, no, si a ti te gusta…
– De ningún modo, quiero que sea una elección de los dos. Aquí tienes las llaves. No tengo que devolverlas hasta mañana. Puedes ir esta tarde.
– ¿Sola?
– Sí. Es una primera visita. Tengo mucho trabajo en el despacho. Si te gusta, haremos la siguiente juntos.
– De acuerdo.
La calle Sant Jaume es estrecha. Desde la iglesia de Santa Magdalena, llega hasta el inicio de Jaume III. Es sombría, con casas de fachadas altas. Da la impresión de que la piedra se impone, que gana al espacio. Siempre le había gustado su aspecto tranquilo, señorial, la calma que se respiraba, justo en el centro de la ciudad. Fue a primera hora de la tarde. La curiosidad le empujaba a visitarla sin acabar de creerse que fuera posible. Se lo repetía bajito, como quien murmura una letanía: iba a ver el piso que Ignacio había elegido para ellos, la casa donde vivirían juntos. Tenía que hacer un esfuerzo para medir el ritmo de los pasos, para contener la alegría que la desbordaba. No podía ponerse a correr, ni saltar entre los coches. Los demás peatones habrían creído que era una loca, una mujer que había perdido el juicio. Debía de ser verdad, porque la prisa la vencía, el impulso de convertirse en un soplo de aire.
Era un ático con una terraza acristalada. Estaba reformado con buen gusto: vigas de madera en el techo, ladrillos de cerámica, un salón con chimenea que tenía las paredes de estuco veneciano, era de un tono que oscilaba entre el rosa y el naranja. El dormitorio era grande; la cocina, moderna. Había una sala con estanterías para libros. Entró y sintió una calidez inesperada, la sensación de reconocerse en el espacio. Había una bañera antigua, con cuatro minúsculos pies, que parecía salida de una película de Fellini. El resto era de una desnudez rotunda, excesiva, que invitaba a imaginar rincones decorados con delicadeza. Recorrió el piso tres, cuatro, cinco veces. Se imaginó la terraza llena de macetas. Haría un jardín secreto, para que en él creciera el amor. Se imaginó una mesa con butacas de madera. Un zumo de naranja por las mañanas, un combinado los atardeceres, cuando volvieran de trabajar, música de fondo. Tendrían todo el espacio y todo el tiempo para amarse. No se sorprendió: Ignacio había acertado en la elección. El piso era, desde aquel instante, su casa.
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