María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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En los primeros tiempos de vida en común, Matilde se acostumbró a cambiar la noche por el día. Todas las noches se vestía de fiesta para acompañarle al bar. En un puesto del mercado compraba retales de tela por cuatro reales. Elegía los colores del arco iris. Por las tardes se entretenía cosiéndose faldas, blusas, vestidos. Siempre le había gustado la costura. Hacía los patrones, cortaba las telas, cosía con unas puntadas minúsculas. Como era creativa, mezclaba los colores, que le alegraban la vida.

Se sentaba a una mesa, mientras le escuchaba. No se cansaba nunca de oír su voz. Cada canción la enamoraba todavía más de Julián. Entornaba los ojos, imaginándose que todas las frases eran para ella. «Siempre que te pregunto, que cuándo, cómo y dónde, tú siempre me respondes: "Quizá, quizá, quizá"», le decía junto al oído, pero el corazón de Matilde le ofrecía una rendición incondicional, que habría hecho saltar las luces del local, y habría dejado el mundo a oscuras, si no se hubiera esforzado por reprimir la intensidad. De madrugada, volvían a casa. Andaban, ebrios de música. Se cogían la mano en silencio, porque él tenía la voz rota.

La actuación suponía un esfuerzo inmenso. Hacía años que los médicos le habían recomendado que dejara de cantar, pero él nunca les hizo caso. Ella tenía que morderse la lengua para no insistir, pero amaba su música. Le comprendía. ¿Qué habría hecho Julián sin voz, enmudecido de pronto por el dictado de alguien? Seguro que se habría transformado en un hombre diferente, amargado. En casa, le preparaba infusiones de hierbas que calman las inflamaciones. Le hacía tomar miel con limón, para que encontrara algo de consuelo. Le obligaba a no decir palabra, a acostarse y a dormir muchas horas, porque sólo un largo sueño cura todos los males. Mientras tanto, buscaba hilo dorado, trozos de tela azul, encajes, sedas relucientes. Ponía en ello toda la ilusión, porque quería que Julián no tuviera ojos para ninguna otra mujer.

No se murió en la ducha como Joaquín, víctima de un resbalón. Ni tampoco de un accidente en la carretera, como Justo. Julián murió en la cama, de una larga enfermedad.

– Tiene una enfermedad grave -decía María, consternada ante la desgracia de Matilde.

– Los boleros le matan -murmuraba ella-. No podemos hacer nada. Aunque sólo le quede un hilo de voz, continuará cantando.

Los últimos tiempos fueron duros. Las medicinas que tenía que tomar le calmaban el dolor, pero le hacían padecer alteraciones en la percepción de la realidad. Confundía las mañanas con las noches. Creía que era la hora de ir a actuar y se levantaba de la cama con un ímpetu que quería ser valiente, pero que resultaba penoso. Se indignaba con Matilde, a quien, en pleno desvarío, acusaba de tenerle encarcelado. Cuando ella, rota por el agotamiento de pasar la noche en vela, empezaba a llorar, Julián, lleno de ternura, intentaba cantarle: «Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez.» La voz era un gemido vacilante, que le recordaba el gorjeo de los pájaros cuando huyen del árbol al que apunta un cazador. Le abrazaba sin hablar, porque todas las palabras las ponía él y no les hacían falta más. Con una torpeza en los dedos que era una reacción del cuerpo vencido, intentaba abrocharse el corbatín en el cuello del pijama. Se iba de la habitación, de la casa. Quería salir a la calle con el afán de encontrar un teatro donde el público le esperaba. Matilde no le dejó. Recibía la llamada de María, que no podía asumir que los acontecimientos se precipitaran:

– Cuando te conoció, tendría que haberte dicho que estaba enfermo -aseguraba, dolida-. Os casasteis demasiado de prisa. Te uniste a un moribundo sin saberlo.

– Siempre lo he hecho -respondía Matilde-. Esta vez la muerte no me pillará desprevenida. Es un consuelo.

– Debería habértelo contado.

– ¿Para qué? ¿Crees que no me habría casado? -Se hizo un silencio-. Contéstame.

– Sí. Te habrías casado para acompañarle en la muerte.

Había padecido las muertes de Joaquín y de Justo como accidentes imprevisibles. En el primer caso, un percance doméstico absurdo se llevó de este mundo al hombre para quien había imaginado una muerte heroica. En el segundo matrimonio se sintió abandonada. Cuando la desaparición de alguien llega por sorpresa, resulta difícil asumirla. Esta vez tenía que ser todo muy diferente. Lo anunciaron los astros, en la noche de bodas. Las estrellas también se equivocan. Se repetía que tenía que hacerse a la idea: se cerraban de nuevo las puertas de la felicidad. Intentaba consolarse diciéndose que conservaría para siempre los buenos recuerdos. La voz de Julián, las palabras de amor que no se inventó, pero que repetía como nadie, la intensidad de su historia.

El destino no lo quiso. No le dejó la ilusión de pensar que Julián había encontrado en ella a la mujer que siempre imaginó. Un amor inmenso que no podía acabarse con la muerte. Fue el descubrimiento definitivo; el tiro de gracia. Lo comprendió una mañana, cuando su marido estaba empecinado en hablarle de la oscuridad. Abría las cortinas para bañarlo en una lluvia de luz, pero él decía que la noche era larga. Pese a que sólo podía intuirlo, eran los últimos momentos de vida de Julián. Estaba inquieto. En un letargo intranquilo, miraba a la nada. Habría querido aprisionar sus ojos, hacerlos reposar en los suyos. Intentaba tranquilizarle murmurándole palabras que describían bellos paisajes, proyectos que no cumplirían. No la escuchaba. Se preguntó si sabía dónde estaba, si la reconocía. Él inició un monólogo casi ininteligible. Frases que surgían con un hilo de voz. Pronunció un nombre. Repetía aquel nombre, como quien reclama la vida:

– Gisela, Gisela.

– ¿Cómo? -preguntó Matilde-. ¿Por quién preguntas?

– ¿Eres tú, Gisela, amor mío?

Murió en sus brazos repitiendo el nombre de otra. Pasó el tiempo. Acunaba al muerto, mientras recordaba la letra de una canción que le había enseñado: «Reloj, no marques las horas, porque voy a enloquecer.» No quería que nadie entrara en la habitación. Estaba convencida de que nada borraría el último episodio. Era una mujer loca que abrazaba el cadáver de un pobre cantante de boleros.

XIII

En el piso de la calle Sant Jaume, los días tenían un ritmo propio. Desde que habían empezado a vivir juntos, Dana habitaba un mundo casi perfecto. Es muy sencillo acostumbrarse a la felicidad. Lo hizo de forma natural, casi sin darse cuenta, como si viviera una situación que le pertenecía por el derecho de los sentimientos. Se sentía conciliada con la vida. Era un estado de plenitud que no analizaba. No era tiempo de reflexiones, sino de dejarse llevar por el gozo del descubrimiento mutuo. Alguna noche se despertaba. Alargaba un brazo explorando las sombras, hasta el cuerpo dormido. La presencia de Ignacio le resultaba tranquilizadora. Le acariciaba y volvía a conciliar el sueño. Se levantaba de buen humor. Mientras oía el agua de la ducha o la máquina de afeitar, estiraba el cuerpo debajo de las sábanas. Pensaba en alguna anécdota que hubiera olvidado contarle, en una pregunta que no le había formulado. Experimentaba una urgencia absurda de decirle que le amaba.

Se repetía que el amor tiene algo de ridículo. Esa dependencia le daba una cierta vergüenza que superó de prisa, porque se sentía demasiado feliz para no vencer cualquier dificultad. El amor la fortalecía. Lo habría jurado: la mejor versión de sí misma recorría las calles de Palma, iba a trabajar a la radio, se encontraba con Ignacio en casa. Su carácter iluminaba la vida. Cuando se contemplaba en el espejo, se veía atractiva. Los cabellos le sombreaban los hombros, la expresión se dulcificaba, los ojos se hacían enormes. Tenía el rostro de una mujer enamorada, que tiene ganas de vivir. El amor permitía que fuera indulgente con las debilidades, que se riera a menudo, porque el mundo era un lugar amable y la vida sabía ser pródiga. Como en una especie de espontáneo contagio, ella también era mejor, generosa con los demás. No pasaba de largo, sino que se paraba a escuchar a la gente, a saludar a los conocidos. A menudo construía castillos en el aire: imaginaba un día, quizá no muy lejano, en que los hijos de Ignacio consentirían en conocerla. Se esforzaría en entenderlos, sería capaz de meterse en la piel de aquellos adolescentes, que vivían convencidos de que era una ladrona. Intentaría que comprendieran lo que sentía por su padre. No les complicaría la existencia, sino que respetaría sus ritmos, sus voluntades. Ocuparía el lugar que ellos quisieran: podía ser la amiga, la cómplice, la confidente. Tal vez sólo la conocida discreta, dispuesta a ayudarlos cuando hiciera falta. Nunca usurparía espacios que no le eran propios, pero no sería difícil aprender a quererlos, porque eran los hijos de él.

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