Soledad Puértolas - Queda la noche

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Esta novela ha obtenido el Premio Planeta 1989.
Unas fotos sacadas alrededor de una piscina de un hotel de Delhi, los viajes con gente desconocida, los amigos de toda la vida, los aficionados a la ópera, los teléfonos que no funcionan, el calor en medio de la noche, la necesidad de beber whisky, las aventuras con hombres casados, el afecto de los padres, los hijos desvalidos, las damas filantrópicas, las mujeres recluidas, las responsabilidades familiares, el deseo de tirarlo todo por la borda… Con estos elementos y algunos más se va configurando la trama que envuelve a Aurora, una mujer de treinta años que poco a poco empieza a pensar que su vida está siendo organizada desde fuera. Demasiadas coincidencias y repeticiones. Una cadena de casualidades empieza a dar vueltas. El azar se impone. Las interpretaciones se suceden y aún podrían seguir dando más vueltas, infinitas vueltas. El juego ha sido decidido en otra parte, y cuando termina los jugadores no desaparecen de escena, no se cierra el telón. La protagonista sabe que volvería a jugar y a seguir esperando porque siempre queda un resto de todo, de los errores, de los fracasos, de los falsos o verdaderos amores. Queda el refugio, el retiro, la brecha, el ofrecimiento de la noche.

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Aquel vehículo se metió de cabeza en la noche. Daba tumbos sobre los adoquines y nos hacía botar sobre el asiento. A pesar del traqueteo, Ishwar consiguió encender un cigarrillo. Por lo que yo había observado durante la cena, sabía ya que necesitaba constantemente un cigarrillo entre los labios o entre los dedos.

– Hoy se celebra una fiesta religiosa -me dijo-. ¿No te has fijado que hay mucha gente por la calle? -Me había fijado: al final de cada calle, a un lado de cada plaza, surgían siempre varias personas que, sentadas o de pie, se agrupaban alrededor de una hoguera, como si estuvieran a la espera de algo-. ¿Te gustaría asistir a una? La entrada es libre. Cualquiera puede ser purificado. No necesitas ninguna recomendación para entrar y nadie te prestará la mínima atención. No viene mal ser purificado, ¿no crees?

Se alojaba en nuestro hotel y me había dicho muy resumidamente qué hacía en Delhi, y eso era todo lo que yo sabía de él, pero acepté su propuesta porque mientras el conductor nos desplazaba por las calles de Delhi, ya solos él y yo en el interior del vehículo, los vínculos iniciados durante la cena habían ido aumentando. Tenía que dejar que me llevara donde le pareciera, una fiesta religiosa, un café o una discoteca, un lugar donde seguir aspirando el calor de la noche y seguir avanzando hacia lo desconocido, nada o poco sorprendente una vez conocido, pero perfecto ahora en su cualidad de no probado, de terreno incierto.

Mandó al conductor que detuviera el vehículo, y el conductor le obedeció de una forma tan inmediata y brusca que nuestros cuerpos salieron disparados hacia delante. Ishwar me sujetó, y ése fue su primer abrazo.

En la calle, mezclados con las personas que esperaban entrar en una casa -la casa del sacerdote, supuse- iluminada de forma casi agresiva y de la que provenía el sonido atronador de una voz que sin duda recitaba algo, porque el tono era monótono, sin variaciones, hubo otros abrazos, que no parecían intencionados sino inherentes a las circunstancias, pero que yo pude reconocer como lo que eran y sentir que la noche avanzaba dulcemente hacia su término, sus objetivos.

– Yo iré detrás de ti -me dijo Ishwar, mientras la gente nos empujaba más y más-. Así no te pierdo de vista. Cuando llegue tu turno, haz lo que hayas visto hacer al de delante. En realidad, lo único que tienes que hacer es inclinar un poco la cabeza.

Ya en el interior de la casa, el grupo se convirtió en una fila que atravesaba las habitaciones, las escaleras y los pasillos. Olía intensamente a incienso y se escuchaba cada vez con más fuerza el sonido de la voz que recitaba su invariable oración y retumbaba contra los muros de la casa, iluminada hasta el último rincón con velas y lámparas eléctricas, en una intensa lucha por mantener la oscuridad fuera de sus límites. Vislumbré el altar, cubierto de recipientes con frutos y semillas y, sentado frente a él, a un anciano fuerte y musculoso que miraba hacia un punto inalcanzable por encima de nuestras cabezas, e hice, cuando llegó mi turno, lo que vi hacer: me incliné hacia él y él roció mi frente con algo que resbaló sobre mi piel. Una mujer que estaba a su derecha me tendió un cucurucho de papel lleno de frutas y me despidió con una sonrisa fugaz y forzada y un movimiento enérgico de cabeza. La imité y murmuré una frase de despedida. Todo había sucedido muy de prisa, entre empujones.

De nuevo estábamos en la calle, ahora con el cucurucho de frutas entre las manos. Pero algo había cambiado entre nosotros y eso era lo que había tal vez previsto Ishwar al proponerme esa visita a la casa del sacerdote, donde habíamos sido empujados y bendecidos, atronados por la fuerte voz y cegados por las intensas luces, de donde salíamos un poco mareados por el olor del incienso y algo tambaleantes. Atravesamos la calle y volvimos a nuestro vehículo, dejando a nuestras espaldas a las personas ya bendecidas bebiendo alrededor de las hogueras un líquido lechoso que a nosotros también nos habían ofrecido en vasos de hojalata y que yo había rechazado mientras Ishwar sonreía sabiendo sin duda por qué lo rechazaba: por precaución, por temor. Habíamos asistido juntos a un rito, todo lo desordenado y rápido que se quiera, pero un rito que debía tener un sentido del que nos podíamos apropiar a nuestra manera y eso era lo que habíamos hecho, porque habíamos ido solos, haciendo esperar a nuestros ya olvidados compañeros de mesa, dondequiera que estuvieran, haciéndoles incluso pensar que nos habíamos perdido.

Probé la fruta del cucurucho que, desde que tan velozmente y sin muchas ceremonias me había sido entregado, me había hecho evocar el cucurucho de pepinillos en vinagre que mi madre me compraba cuando, muchos años atrás, yo la acompañaba al mercado. Los pepinillos me duraban exactamente lo que duraba el trayecto del mercado a casa y su fuerte sabor me incapacitaba para apreciar después los sabores de la comida, por lo que la cocinera reñía a mi madre, reprochándole su debilidad y falta de resistencia ante mis caprichos de hija tardía y delicada que, por encima de todo, en opinión de la cocinera y del médico, necesitaba comer y engordar. A diferencia de aquellos pepinillos, la fruta de aquel cucurucho era muy dulce, empalagosa, y no pude tomarla porque siento un profundo rechazo hacia los sabores dulces. Sin embargo, Ishwar parecía tener por ellos una marcada inclinación ya que consumió a bastante velocidad la fruta de su cucurucho y la del mío.

Habíamos salido de la fiesta religiosa no sólo bendecidos sino más seguros de nuestras intenciones, que habían empezado a manifestarse en unos abrazos un poco furtivos y casi disimulados y que, en el interior del vehículo, se transformaron en abrazos y besos apasionados que, entre otras cosas, hicieron que volviera a mi boca el sabor dulce de las frutas.

Ishwar hizo detener el vehículo de nuevo, esta vez sin pedir mi opinión, frente a un edificio blanco de estilo colonial, el hotel, me informó, donde habíamos quedado con el resto del grupo y en cuyo sótano había una discoteca. Yo no tenía muchos deseos de unirme a ellos, pero confiaba en la sabiduría que hasta el momento había demostrado mi acompañante.

Aquel hotel era mucho más lujoso que el nuestro, aunque databa de su tiempo. Estaba destinado a otro tipo de clientela. El vestíbulo, pavimentado de mármol blanco y profusamente decorado con divanes de terciopelo rojo, mesas bajas de madera lacada y plantas que surgían de enormes macetones, debía de ser tan sólo un anticipo, ya convertido en recuerdo, del esplendor de las fiestas privadas que debían haber tenido lugar en las habitaciones donde mujeres elegantemente vestidas habían bailado, reído o cantado, sosteniendo copas de champán ante la mirada complacida o codiciosa de sus anfitriones, mientras una nube de opio se extendía por la habitación e impregnaba la ropa de su fuerte olor.

Dejamos el vestíbulo y todo lo que sugería, anticipaba o evocaba, y descendimos por unas oscuras y estrechas escaleras hacia el sótano, la discoteca en la que nos esperaban desde hacía rato Mario y Aziz y a la que el resto del grupo, los tres españoles, no había llegado. Recuerdo muy poco aquella discoteca que sin duda era como cualquier otra, porque no estuvimos mucho tiempo en ella.

Sentí los ojos de Mario clavados en mí y su mano apretando con fuerza mi brazo.

– Nos vamos -dijo-. Levántate y ve hacia la puerta sin mirar atrás.

Me parecieron unas palabras muy extrañas.

– Luego te lo explico -insistió, en tono tajante, imperativo-. Vamos. Tengo mis razones.

Había algo en el tono de su voz que hizo que me asustara. Él mismo me ayudó a levantarme, tirándome del brazo. Fuimos muy de prisa hacia la puerta, atravesamos un cuarto muy oscuro, subimos por las escaleras estrechas y aparecimos al fin en el vestíbulo blanco y rojo.

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