El taxista habló sin parar durante el trayecto, sin preocuparse de ser entendido, y condujo asimismo sin parar, surgiera lo que surgiera en medio de la calle. Por fortuna, todos se apartaban de su camino. Y en aquel taxi que nos llevaba al hotel con tanta prisa en un trayecto que me pareció de todos modos muy largo, me dejé envolver por la atmósfera caliente, llena de olores y ruidos, de la noche y creo que intuí que todos los pasos que había dado para llegar hasta allí eran el preámbulo de algo, y aun cuando entonces no podía saber qué sería ese algo ni las consecuencias que en mi vida tendría, recuerdo que decidí aceptarlo.
– Estamos en la parte vieja de la ciudad -me informó Mario, a nuestra llegada al hotel-. Éste es uno de los hoteles más antiguos de Delhi, y todavía conserva el viejo sabor, cuando los ingleses eran los dueños de esta parte del mundo. -Echó una mirada indagadora por el oscuro vestíbulo, las butacas de terciopelo gastado y la alfombra desflecada, color vino, que cubría el suelo.
El recepcionista se tomó mucho tiempo en comprobar las reservas y, cuando ya empezábamos a pensar que nunca íbamos a ser admitidos en aquel recinto, levantó los ojos del registro, asintió, cogió las llaves y nos acompañó al ascensor que se elevó en el hueco de las escaleras haciendo un ruido escandaloso.
Mi habitación, muy amplia, con dos ventanas de guillotina y una chimenea de mármol, no era el tipo de habitación donde uno pasa dos noches y se va. Se podría vivir muy bien allí. El ventilador que pendía del techo indicaba el estancamiento del hotel: no habían instalado aire acondicionado.
A la mañana siguiente, desayunamos, tarde, en la cafetería, y especulamos sobre los viajeros que, con la idea de pasar unos días en el hotel, se habían quedado a vivir durante años. Funcionarios del gobierno o cargos directivos de empresas que, en una lenta búsqueda de acomodo, dejaban pasar los días. Cada vez parecía más difícil dar con la vivienda adecuada y, entretanto, rodeados de las comodidades del hotel, mientras tomaban cócteles en el bar, fumaban cigarrillos en la sala de lectura, repasaban la prensa inglesa, leían novelas o escribían informes y alguna carta un poco desesperada y siempre quejumbrosa, la India iba quedando cada vez más lejos. Hombres nostálgicos, que recordarían siempre, de vuelta a la patria, los días, los años, que pasaron en aquel país exótico que los rodeaba y del que percibían, desde su encierro y su refugio, los ruidos, los olores, y en el que probaron nuevos sabores y donde sus pupilas se llenaron de los colores vivos del exterior que se filtraba hasta ellos; y donde acaso alguna vez conocieron algo más, algo que les sacudió hasta el fondo. Lo recordarían en su madurez, en lentas mañanas ociosas como las que pasaba mi padre en el Club de Mar, también él nostálgico de su vida pasada, vivida o no; de esos países desconocidos que se habían quedado definitivamente sin explorar.
Visitamos la Mezquita y el Fuerte Rojo, aturdidos por el calor, el ruido y la multitud de gente que llenaba las calles polvorientas. Al traspasar la verja del hotel, totalmente agotados, escuché el sonido del agua y las voces elevadas, siempre muy elevadas alrededor de una piscina, y recordé, con alivio, que había efectivamente piscina en el hotel.
Me dejé caer sobre una tumbona mientras Mario iba a nuestras habitaciones a coger los trajes de baño. Un camarero nos trajo té frío con limón y envió a un chico en busca de un par de toallas.
Me tiré de cabeza a la piscina y nadé sin parar durante un buen rato, para liberarme del calor y para sentirme todavía más cansada, porque apenas había dormido aquella noche y cuando el cansancio se apodera de mí necesito asegurarme de que voy a poder dormir, así que trato de cansarme más. Me eché, sin secarme, sobre la tumbona y me tomé el té con limón. Mario había desaparecido.
Al otro lado de la piscina, una señora de edad indeterminada, de pelo blanco y ojos claros, protegidos por unas gafas transparentes, escribía algo en un cuaderno de notas que se apoyaba sobre su regazo. Llevaba un traje de baño azul, un modelo anticuado, con falda. Pero no parecía muy mayor; se había detenido en el umbral de toda edad y se diría envuelta en una especie de calma, de complacencia. Estuve mirándola un rato, porque me recordaba a alguien, pero no daba con quién. Cuando levantó los ojos hacia mí y curvó fugazmente los labios en una sonrisa, lo supe: tenía algo en común con Gisela Von Rotten.
El cielo fue cobrando un color gris plomo, a causa del calor. Los muros del hotel, pintados de blanco, adquirieron una tonalidad rosada. La tarde se había detenido, y parecía que la noche no iba a llegar nunca. Mario seguía sin aparecer. Fui a mi habitación y me preparé un whisky, porque había tenido la precaución de comprarme una botella en el aeropuerto. Hay muchas horas muertas cuando se viaja y no siempre se tienen ganas de buscar un bar en una ciudad que no se conoce. Me duché y me eché sobre la cama, ignorando que el preámbulo de aquella historia, la que me aguardaba en Delhi, estaba a punto de concluir.
Unas horas después conocí a Ishwar. Mario se había pasado la tarde haciendo averiguaciones. Mientras yo nadaba y dormía, había conocido gente y había hecho algunos tratos. Un joven hindú, a quien él le había dicho que era poseedor de una magnífica botella de whisky, había insistido en cambiársela por hachís, material que a él le sobraba. En cambio, no tenía alcohol porque ése era un día festivo y no se podía conseguir alcohol hasta las doce, hora en la que podrían tomarse copas en cualquier bar. Mario había accedido al trato y, así, apareció en mi cuarto, después de golpear mi puerta y sacarme de las profundidades del sueño donde yo estaba perfectamente instalada y donde creo que hubiera permanecido hasta el día siguiente. Pero Mario me sacó de allí, de manera que puede considerársele el responsable último de todo lo que pasó después.
Encendí la luz, abrí la puerta y le di paso, o él lo tomó, dirigiéndose, casi sin mediar palabra, hacia la mesa donde descansaba mi botella de whisky. Había sido idea mía. La había comprado yo. Pero él la cogió dándome una explicación apresurada del trato que había acordado y que en aquel momento no entendí porque no estaba del todo despierta. De todos modos, defendí mi botella con un acendrado instinto de propiedad.
– No te la lleves toda -protesté, comprendiendo que era inútil negársela-.Déjame un poco.
Eso no le pareció del todo mal. Fue al cuarto de baño y llenó un vaso, que me dejó sobre la mesa, junto a un pequeño envoltorio en papel de seda que supuse era la anunciada y no encargada pastilla de hachís. Los tratos son los tratos, aunque aquél se hubiera realizado a mis espaldas.
– Baja al restaurante dentro de un rato. He conocido a gente que te va a interesar -dijo después, guiñándome un ojo, y desapareció.
No tenía muchas alternativas a aquel plan, de forma que lié como pude un cigarrillo de hachís, me volví a duchar, en aquella permanente e inútil lucha contra el calor, me fui fumando el cigarrillo mientras me arreglaba, me tomé el whisky que Mario me había dejado en el vaso, y, finalmente, bajé al restaurante del hotel. Recorrí despacio el pasillo alfombrado de la planta baja, porque no tenía ninguna prisa. En realidad, la prisa de Mario, que había atravesado mi cuarto velozmente y había hablado en tono imperioso, como quien no puede perder ni un minuto de su tiempo, había producido en mí un efecto negativo. El espectáculo de una persona con prisa es irritante, es casi una ofensa para quien no tiene nada que hacer. Entré en el bar, creyendo que era el restaurante. Un cartel escrito a mano informaba, en inglés, que ese día no se servían bebidas alcohólicas. Supuse que debajo, en caracteres indios, decía lo mismo. Miré y busqué sin ver a nadie conocido. Me informaron que el restaurante estaba al final de otro pasillo.
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