Soledad Puértolas - Queda la noche

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Esta novela ha obtenido el Premio Planeta 1989.
Unas fotos sacadas alrededor de una piscina de un hotel de Delhi, los viajes con gente desconocida, los amigos de toda la vida, los aficionados a la ópera, los teléfonos que no funcionan, el calor en medio de la noche, la necesidad de beber whisky, las aventuras con hombres casados, el afecto de los padres, los hijos desvalidos, las damas filantrópicas, las mujeres recluidas, las responsabilidades familiares, el deseo de tirarlo todo por la borda… Con estos elementos y algunos más se va configurando la trama que envuelve a Aurora, una mujer de treinta años que poco a poco empieza a pensar que su vida está siendo organizada desde fuera. Demasiadas coincidencias y repeticiones. Una cadena de casualidades empieza a dar vueltas. El azar se impone. Las interpretaciones se suceden y aún podrían seguir dando más vueltas, infinitas vueltas. El juego ha sido decidido en otra parte, y cuando termina los jugadores no desaparecen de escena, no se cierra el telón. La protagonista sabe que volvería a jugar y a seguir esperando porque siempre queda un resto de todo, de los errores, de los fracasos, de los falsos o verdaderos amores. Queda el refugio, el retiro, la brecha, el ofrecimiento de la noche.

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– Por lo menos, intentarlo -me dijo-. Lo hago en memoria de sus padres, que fueron como hermanos para mí.

Hermanos y hermanas de Gisela, ¿cuántos habrá? El caso era que ella ya había hecho sus planes, y para eso me llamaba, no para discutirlos, sino para comunicármelos. Quería decírmelo a mí antes que a nadie. Había alquilado una casa cerca de la clínica en la que el chico iba a ser internado -supuse que a sus expensas-, y se estaba preparando para poder ayudarle y hablar con él, porque lo iría a visitar diariamente; estaba asistiendo a un cursillo para familiares de drogadictos. Drogodependientes, creo que dijo.

Pero no es hora de hablar con ironía de sus esfuerzos ni mucho menos de menospreciarlos, sobre todo sabiendo lo que sucedió después. El caso, en aquel momento, era que acababa de desbaratar mis planes.

– No sabes cómo lo siento -dijo-. Lo siento de verdad. Me gusta mucho ir con tus padres a El Arenal, pero creo que no tendrás dificultad en encontrar a una mujer que organice la casa. Lo pasamos muy bien allí, eso es lo cierto. Tu madre y yo tenemos un grupo de amigas.

Demasiado bien lo sabía yo. En ellas estaría ya pensando mi madre. Pero no tuve más remedio que decir a Gisela que no se preocupara y que ya encontraría una solución, cuando todo lo que se me ocurría por el momento era que tendría que ir yo a El Arenal con mis padres, por lo menos, para instalarlos, mientras buscaba a una persona que pudiera ocuparse de la casa. No había que pensar en mi hermana Raquel. Bastantes problemas tenía con sus cinco hijos y con su insoportable marido. Pasaban los veranos ala orilla del mar, en medio de un calor asfixiante y bajo un sol cegador, porque Alfonso no podía prescindir de sus aficiones acuáticas, que iban desde la pesca submarina hasta el windsurfing. Enteramente dedicado a los placeres que el mar ofrece, indiferente a las tareas de la casa y a las diversiones de sus hijos, no hubiera sido capaz de tolerar la menor alteración de sus planes y mucho menos la presencia de dos personas mayores a las que había que dedicar algún cuidado y a las que la edad les había dado al fin vía libre para permitirse cierta dosis de impertinencia. Yo sabía que Alfonso podía negarse a recibir a mis padres en su apartamento frente al mar, en el caso improbable de que mis padres, lo suficientemente desconcertados por haberse cancelado sus planes, se hubieran plegado a esa abominable alternativa. Pero no pensé en Alfonso, sino en Raquel. No tenía valor para imponerle, sobre sus muchas obligaciones, la presencia de mis padres. Imaginaba que, pese a todo, a pesar del trabajo que su familia le exigía, habría un momento en el día en que ella también se sentiría libre y miraría al mar, al horizonte, alas puestas de sol, y lanzaría un suspiro de dolor, alivio o nostalgia.

Y las cosas no eran tan dramáticas. Más aún, cuando yo no tenía nada que hacer, ningún plan, nadie con quien pasar las vacaciones. Si todos los veranos me sumen en la incertidumbre, aquel año el desconcierto se había agravado, porque el mes de vacaciones se extendía frente a mí un poco inútil, casi amenazador: yo no sabía en qué emplear la libertad que me ofrecía y sobre todo no sabía con quién. Durante meses, había estado debatiéndome en una historia de amor, o una aventura, como se la quiera llamar o valorar, con un hombre casado, un político, para complicar más las cosas; un hombre, en suma, que tenía muy poco tiempo para mí y cuyas llamadas, escasas e imperiosas, yo esperaba fiel y pacientemente, aun a sabiendas de que desembocaban en unos encuentros siempre fugaces e insatisfactorios. Pero había tomado al fin la decisión de no verle más y me había hecho el firme propósito de decirle que no cuando volviera a llamarme, porque alguna vez hay que decir basta y ejercitar la voluntad en un acto de firmeza, inteligencia y sentido común, tantas veces en contradicción con los sentimientos.

Pedí una semana de vacaciones y un atardecer de primeros de julio subí al tren en compañía de mis padres, envueltos en un calor ardiente que prácticamente nos impedía respirar. Mis padres, ya colocadas las maletas en su cabina, se sentaron sobre las butacas, todavía no convertidas en camas, y adquirieron un aire resignado como si en lugar de desear ese viaje que con tanta desgana hacía yo, los hubieran obligado a hacerlo. Ellos no saben que me lleno de inquietud y de tristeza en cuanto piso una estación y, ya dentro del tren, me invade un vago temor a perderme, a sobrepasar mi destino. Me proveí de varias botellas de agua mineral porque, para aumentar la impresión de obstáculo que siempre me producen los viajes, no funcionaba el aire acondicionado en los vagones. Cuando el tren arrancó y lanzó su silbido eterno, todos nos asomamos a la ventanilla, cumpliendo con el rito de las despedidas, aunque no había nadie en el andén que nos dijera adiós. Luego entramos en el compartimiento de mis padres y me senté frente a ellos, como si les estuviera haciendo una visita de cortesía. Mis padres ya habían cenado, pero mi madre había comprado unos pasteles y consideró que ése era el momento más apropiado para tomarlos, mientras el tren atravesaba los arrabales de Madrid y el día se iba despidiendo de nosotros. Yo había pedido un ticket para el primer turno de la cena y ellos me vieron marchar con complacida benevolencia. Ese permiso tácito e innecesario que ellos me daban para ir al vagón-restaurante era inseparable de los incómodos deberes y la irritación que a veces me producía su dependencia.

Y, a decir verdad, la cena solitaria en el vagón-restaurante, en medio de la noche y de retazos de conversaciones provenientes de otras mesas, cuando tenía motivos para sentirme un poco desdichada, podía tomarse como una compensación. Estaba en perfectas condiciones para disfrutar de la lentitud y la exagerada, algo incongruente, ceremonia con que es servida la comida en los trenes cuando todo está a punto de caerse y rodar por la mesa y por el suelo, porque los vaivenes son monumentales.

Cené pensando en Fernando. Reproduje en mi imaginación la última vez que nos habíamos visto. El encuentro había sido más breve que nunca. La habitación del hotel más estrecha y menos acogedora. Era mediodía, pero unas cortinas de color ocre detenían los rayos del sol en la ventana y dejaban el cuarto en penumbra. Ninguno de los dos había hablado mucho. No me había preguntado qué iba a hacer durante el verano. Como siempre, tenía prisa y otras cosas en la cabeza. Mientras, ya sola entre las sábanas, escuchaba el sonido de la ducha en el cuarto de baño y contemplaba el desorden del cuarto, mi ropa y la suya, en parte tiradas por el suelo sobre la moqueta verde oscura, en parte colocadas sobre la silla, me prometí que ésa era la última vez que nos veíamos, aunque no se lo iba a decir; no merecía la pena hacer ninguna declaración. Cuando volvió al cuarto y empezó a vestirse con gestos seguros y rápidos, estuve, sin embargo, a punto de decírselo. Miró su reloj y me preguntó:"¿Es que no te vas a vestir?". Le contesté con otra pregunta: "¿Qué más te da, si tú sales primero?". ¿Qué le importaba a él el tiempo que yo me quedara en la habitación del hotel? Pero Fernando no me había dado la oportunidad de rechazarlo. No había vuelto a llamarme, y mientras cenaba en el vagón-restaurante del tren, camino de El Arenal, sabiendo que para mis padres eso era casi sinónimo de libertad, me sentí desdichada y abandonada. Todo lo que hubiera querido era poder decir que no.

Estuve bebiendo agua toda la noche, muerta de sed y de calor, maldiciendo la avería que nos había privado del aire acondicionado. Sólo al amanecer tuve frío, pero ya no podía dormir. Me vestí y fui a desayunar, aún velando el sueño de mis padres. Pero ese es el mejor momento del tren: el desayuno a las siete de la mañana, sin haber dormido, mientras el campo se desliza vertiginosamente al otro lado de la ventanilla, envuelto en niebla, y se tiene la sospecha de que nadie ha dormido, porque hay personas solitarias en los recodos de los caminos y en las puertas de las casas y, aunque no miren hacia el tren que pasa, se establece entre ellas y los viajeros que las miran una solidaridad íntima, como si todas las personas despiertas a esa hora fueran conocedoras de una clave de la vida que desaparece momentos después, mientras el sol se va elevando en el cielo.

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