Jorge Semprún - El Largo Viaje
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– ¿Has entendido? -le di]o un hombre de pelo ya gris-, ¿has entendido, cabrón? Un gesto sospechoso, uno solo, y te juro que te estrangulo.
El tipo comprendió. Comprendió que nunca le daría tiempo de llamar a un centinela alemán, que antes habría muerto. Se secó la sangre de la cara, una cara que era la del odio.
– Calla la boca -le dice ahora el chico de Semur-, cállate o te sacudo.
Tres días han pasado desde aquella discusión, tres días y tres noches. La evasión fracasó. Se nos adelantaron unos muchachos de otro vagón, durante la primera noche. El tren se detuvo entre chirridos. Se oyeron unas ráfagas de ametralladora y los proyectores barrieron el paisaje. Luego los de las SS vinieron a registrar, vagón por vagón. Nos hicieron bajar a porrazos, registraron a los hombres uno tras otro y nos mandaron descalzarnos. Tuvimos que tirar las herramientas antes de que llegaran a nuestro vagón.
– Dime -dice el chico de Semur en un susurro. No le conocía esta voz, baja y ronca.
– ¿Sí? -le pregunto.
– Dime, tendremos que intentar quedarnos ¡untos. ¿No te parece?
– Ya estamos juntos.
– Quiero decir después, cuando hayamos llegado. Tenemos que seguir juntos cuando lleguemos.
– Lo intentaremos.
– Entre dos será más fácil, ¿no crees? Aguantaremos mejor -dice el chico de Semur.
– Tendremos que ser más de dos. Sólo dos no será muy fácil.
– Tal vez -dice el chico-. Pero ya es algo.
Cae la noche, la cuarta; la noche despierta los fantasmas. En la negra turbamulta del vagón, los hombres se vuelven a encontrar a solas con su sed, con su angustia y su cansancio. Se ha hecho un silencio pesado, entrecortado por algunas quejas confusas y prolongadas. Todas las noches igual. Después vendrán los gritos enloquecidos de quienes creen que van a morir. Gritos de pesadilla, que hay que detener como sea. Sacudiendo al tipo que aulla, convulso y con la boca abierta. Abofeteándole sí es preciso. Pero todavía estamos en la hora turbia de los recuerdos. Suben a la garganta, ahogan, debilitan la voluntad. Expulso los recuerdos. Tengo veinte años, mando a la mierda los recuerdos. Hay otra solución también. Es aprovechar este viaje para seleccionar. Hacer un balance de todo lo que contará en mi vida, y de lo que no dejará ni rastro. El tren suba en el valle del Mosela, y dejo escapar los recuerdos ligeros. Tengo veinte años, puedo todavía permitirme el lujo de escoger en mi vida lo que asumiré y lo que rechazo. Tengo veinte años, puedo borrar de mi vida muchas cosas. Dentro de quince años, cuando escriba este viaje, ya no será posible. Por lo menos, lo imagino. Las cosas no sólo tendrán un peso en tu vida, sino también en sí mismas. Dentro de quince años los recuerdos serán menos ligeros. El peso de tu vida, tal vez, será algo irremediable. Pero esta noche, en el valle del Mosela, con el tren que silba y mi compañero de Semur, tengo veinte años y mando a la mierda el pasado.
Lo que más pesa en tu vida son los seres que has conocido. Lo comprendí esa noche, de una vez para siempre. Dejé escapar cosas ligeras, agradables recuerdos, pero que sólo se referían a mí. Un pinar azul en el Guadarrama. Un rayo de sol en la calle de Ulm. Cosas ligeras, repletas de una dicha fugaz pero absoluta. Digo bien, absoluta. Pero lo que más pesa en tu vida son algunos seres que has conocido. Los libros, la música, es distinto. Por enriquecedores que sean, no son nunca más que medios de llegar a los seres. Cuando lo son de verdad, claro está. Los otros, al final, te resecan. Esa noche aclaré este asunto de una vez. El chico de Semur se hundió en un sueño poblado de sueños. Murmuraba cosas que no pienso repetir. Es fácil dormir de pie, cuando se está atrapado en la masa jadeante de todos estos cuerpos amontonados en el vagón. El chico de Semur dormía de pie, con un murmullo angustiado. Yo advertía simplemente que su cuerpo pesaba mucho más.
En la calle Bíainville, en mi habitación snos instalábamos tres compañeros, durante horas, para seleccionar las cosas de este mundo. El cuarto de la calle Bíainvílle contará en mí vida, ya lo sabía, pero esa noche, en el valle del Mosela, lo inscribí definitivamente en el haber del balance. Habíamos dado un largo rodeo para llegar a las cosas reales, a través de montañas de libros y de ideas preconcebidas. Sistemática y ferozmente, fuimos mirando con lupa las ideas preconcebidas. Después de aquellas largas sesiones bajábamos al Coq d'Or, los días de fiesta, para atracarnos de col rellena. La col crujía bajo los largos dientes de nuestros dieciocho años. En las mesas de al lado, rusos emigrados, coroneles y tenderos de Smoíensk palidecían de rabia al leer los diarios, durante la gran retirada del Ejército Rojo en el verano del 41. Para nosotros, en aquella época, las cosas estaban ya muy claras en la práctica. Pero nuestras ideas iban retrasadas. Teníamos que conciliar nuestras ideas con la práctica del verano del 41, cuya claridad cegaba. Es algo complicado, pese a las apariencias, conciliar unas ideas retrasadas y una práctica en plena evolución. Yo había conocido a Michel en hypokbágne, [5]* y habíamos seguido siendo amigos cuando tuve que abandonarlo, ya que no podía conciliar la vida estudiosa, abstracta y totémica de hypokhágne con la necesidad de ganarme la vida. Y Michel llevó a Freiberg, cuyo padre había sido amigo de su familia, un universitario alemán, israelí, de quien se perdió toda huella durante el éxodo de 1940. Le llamábamos Von Freiberg zu Freiberg, porque su nombre era Hans y nos recordaba el diálogo de Giraudoux. Lo vivíamos todo a través de los libros. Después, para fastidiarle, cuando Hans, a veces, tenía proclividad de buscar tres pies al gato, le lanzaba el calificativo de austromarxista. Pero era un insulto gratuito, sólo para provocarle. En realidad, en gran parte a él le debemos no habernos quedado a medias en nuestra revisión del mundo. Michel estaba obsesionado por el kantismo, como una mariposa nocturna por las luces de las lámparas. Eso era normal en aquella época entre los universitarios franceses. Por otra parte, todavía hoy, miren a su alrededor, hablen con la gente. Encontrarán multitud de tenderos, de aprendices de barberos y desconocidos en los trenes, que son kantianos sin saberlo. Pero Hans nos lanzó de cabeza a la lectura de Hegel. Después, sacaba triunfalmente de su cartera libros de los que nunca habíamos oído hablar, y que no sé dónde encontraba. Leímos a Masaryk, a Adler, a Korsch, a Labnola. Gescbícbte und Klassenbewusstein nos llevó más tiempo, a causa de Michel, que se aferraba a sus opiniones, pese a las advertencias de Hans, poniendo de relieve toda la metafísica subyacente a las tesis de Lukács. Recuerdo una colección de ejemplares de la revista Unter dem Banner des Marxismus, que analizamos como laboriosos escoliastas. Las cosas serias empezaron con los volúmenes de la Marx-Engels-Gesamt-Ausgabe, que Hans poseía, claro está, y que llamaba la MEGA. Llegados aquí, la práctica recobró de golpe todos sus derechos. No volvimos a encontrarnos en la calle Bíainvílle. Viajábamos en los trenes nocturnos, para hacerlos descarrilar. íbamos al bosque de Othe, al maquis del «Tabou», los paracaídas se abrían, sedosos, en las noches de Borgoña. Como nuestras ideas se habían puesto en claro, se alimentaban de la práctica cotidiana.
El tren silba y el chico de Semur se sobresalta.
– ¿Qué pasa? -dice.
– Nada -contesto.
– ¿Has dicho algo?
– Nada en absoluto -respondo.
– Me había parecido -dice.
Le oigo suspirar.
– ¿Qué hora será? -pregunta.
– No tengo la menor idea.
– De noche -dice, y se interrumpe.
– ¿Cómo, de noche? -le pregunto.
– ¿Va a durar mucho aún la noche?
– Acaba de empezar.
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