– ¿Cuál?
– El Front Nacionalista Valencia.
– ¿Separatista?
– Están en ello.
– ¿Con quién gobierna?
– Con la derecha.
– ¿Y dices que son separatistas?
– Coyunturas políticas. Con un siete por ciento de los votos no querrás que declaren la independencia.
– Mira que sois raros los valencianos. Un partido que dices que es separatista y que da el Govern a la derecha…
– Convergencia gobernó con el Partido Popular.
– Ni me lo menciones. Yo soy de Esquerra. ¿Te he contado que mi padre fue chófer de Companys por un día? Vino a Igualada a hacer un mitin…
Aquí haremos un inciso para que Celdoni Curull recite a Hoyos algo que éste ya sabe de memoria. Mientras se lo contaba, Hoyos hacía como si le estuviera escuchando. Ya se había acostumbrado a las debilidades nostálgicas del catalán. Total: Companys fue a Igualada y, por la noche, tuvo que volver a Barcelona con el padre de Curull, porque el coche del político se averió y el mecánico del pueblo, militante de la FAI, se negó a repararlo.
– … En fin, dejémonos de sentimentalismos y vayamos al grano. ¿De modo que el Valencia sólo debe ciento cincuenta millones de euros?
– Según su último presupuesto. Pero el club tiene patrimonio.
– Vamos, haz las maletas. No perdemos nada por intentarlo -dijo en tono confiado.
– Me haces feliz. Tengo muchas ganas de volver a Valencia.
– ¿Y cómo es que has pasado tanto tiempo sin ver a la familia?
– Es una historia muy larga. No quería volver hasta que no tuviera perspectivas de futuro.
– ¿Te entiendes bien con tu cuñado?
– Era el único que me comprendía. Siempre estuvimos juntos en la lucha, desde la transición.
– A ver si los valencianos sois capaces de una vez por todas de cambiar la historia.
– Me parece que está a punto de dar un vuelco.
Celdoni Curull asintió con algo de escepticismo. Por tradición familiar mantenía una desconfianza atávica hacia los valencianos (tanto su padre como él habían tenido problemas comerciales con empresas valencianas de la madera). Personalmente apreciaba a Toni Hoyos, no tenía ninguna queja de su ayudante. Pero los valencianos, en conjunto… Suspiró y se secó la frente con el puño de la camisa. Tantos años en África lo cansaban. Bouba lo retenía allí. Su futuro económico pasaba por la venta de la joya senegalesa, lo único que podía compensarle por las calamidades sufridas.
Un jueves de junio Toni Hoyos aterrizaba en Manises, aeropuerto que no tenía casi nada que envidiar al de Dakar (por circunstancias geográficas el clima era distinto). Con el pelo casi cortado al uno y gafas oscuras subió a un taxi y, gracias a las dietas laborales de Curull, se alojó en el Meliá Plaza, el antiguo hotel Oltra, en plena plaza del Ayuntamiento. Camino del hotel, Hoyos se dedicó a examinar los cambios producidos en la red viaria de acceso a la ciudad. Los polígonos industriales se habían multiplicado en poco tiempo. El consistorio llevaba a cabo obras por todas partes, ya que al cabo de unos meses tendrían lugar las elecciones municipales. Le llamó la atención la cantidad de edificios que se estaban construyendo, las numerosas grúas que se alzaban por todas partes, precisamente en una ciudad en la que un informe cifraba en cincuenta mil las viviendas desocupadas. ¿Se había convertido Valencia en un lugar de oportunidades? Sin embargo lo más interesante, como tuvo ocasión de comprobar, era la gran cantidad de información deportiva que llenaba a rebosar los diarios. Todo el mundo parecía aficionado del equipo de la capital, rompiendo una perversa dinámica de años por la que el Barça y el Madrid se habían repartido las principales peñas del país. Los niños lucían la camiseta del Valencia, de algún balcón aún colgaba la bandera del equipo, de un blanco teñido de polución.
Llegó al hotel a las diez de la mañana, con una leve brisa de levante que lo eximía del bochornoso recuerdo africano. Recién salido de la ducha, todavía húmedo, observó que sufría una erección. ¿Había ejercido Valencia su encanto? Por desgracia, la ciudad no estaba tan bien dotada. La erección era producto del recuerdo de Nùria, su amable y afectuosa compañera de bufete. Cuando de forma urgente tuvo que irse de Valencia la echó de menos durante un tiempo; pero luego la distancia -sumada a la sensualidad de las mujeres africanas- atenuó su nostalgia hasta el olvido. Pero quizá el paisaje, la memoria de los rincones compartidos, le había devuelto el deseo. ¿Aún le amaría? ¿Aún se acordaría de él? Difíciles preguntas para un individuo que había interrumpido la relación sin dejar ni una nota de despedida. Precisamente a Nùria, que tantos sacrificios había hecho y tantas normas había transgredido por él. ¿Le había perdonado? A lo mejor el tiempo lo cura todo, pero prefería no arriesgarse cuando tenía entre manos el mayor proyecto de su vida.
Salió del hotel y decidió dar un paseo nostálgico por el barrio del Carme. Descubrió locales nuevos, cerrados a aquellas horas, y pasó por delante de los bares que durante un tiempo había frecuentado. Lo escudriñaba todo con esa atracción instintiva por lo no perdurable. A las doce se sentó en la terraza de un bar de la plaza de la Virgen y pidió una horchata. La probó y constató que la materia prima no era de Burkina Faso. La chufa africana producía un líquido más espeso y un poquito más dulce. Quizá la mezclaban con agua. A primera hora de la tarde caminó un rato por el paseo de la Malvarrosa, hasta que le entró hambre y, en el restaurante La Marcelina, antaño frecuentado por Hemingway, pidió marisco, vino blanco y un plato de paella. Aunque el marisco era de vivero, sin duda sabía mejor que el africano. De nuevo en taxi recorrió el llamado bulevar de la Periferia Sur, una intervención urbanística que iba desde el hospital Provincial, pasando por Tres Creus, el Cementen General y la Creu Coberta, hasta la Pista de Silla, en donde se había interrumpido en espera del reinicio de un proyecto que conectaba Valencia de un extremo a otro. La obra, inmensa, convertía muchos espacios de huerta en zonas urbanizables. Luego se dirigió a la carretera de Ademuz, llena de construcciones casi de lujo a ambos lados; visitó los numerosos edificios que como setas habían crecido alrededor de la Ciutat de les Arts i les Ciències. Encontró Valencia con el aspecto de una city, de un auténtico hervidero de negocios.
Con un buen puro se dejó caer por el pub Aquarium, casi en el corazón de la Gran Vía, en cuyo paseo central, cobijado por árboles centenarios, se iban depositando los zurullos de los perros con más pedigrí de Valencia. Después de tragarse dos gin-tonics llamó por teléfono a su cuñado, Vicent Marimon, secretario de finanzas del Front y diputado en las Corts. Marimon recibió la llamada en el despacho de Francesc Petit, mientras ambos comentaban los problemas de la cohabitación política con los conservadores y la búsqueda de una nueva sede.
– Si quisiéramos una grande y céntrica ya la tendríamos.
– ¿Y por qué no la tenemos? -preguntó el secretario general.
– Porque son ofertas muy generosas, tanto que son sospechosas.
– ¿Y qué? Seguro que conservadores y socialistas también se han aprovechado de cosas así al construir sus sedes.
– Las ofertas que estamos recibiendo nosotros son demasiado altruistas. Un tipo, un constructor, un tal Joaquín Solbes, nos vende dos pisos en la calle Colón prácticamente por el mismo dinero que sacaremos de nuestra sede, que por cierto está dispuesto a quedarse.
– En la calle Colón ni gratis. Es zona pija y además por allí pasan las manifestaciones más radicales. Nos la destrozarían a pedradas. ¿Alguna zona más?
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