Ferran Torrent - Especies Protegidas
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La prensa adicta se encargaba de publicitarlo todo. Por ejemplo, la exigencia del requisito lingüístico (la obligación de todos los funcionarios de saber valenciano o entenderlo) se revelaba como una imposición del Front, algo que los conservadores no tenían más remedio que aceptar con tal de mantener la estabilidad política.
Por otra parte, los nacionalistas habían conseguido pactar que una persona independiente fuera director general de Ràdio Televisió Valenciana. El nuevo responsable del ente público, un hombre de prestigio y de carácter moderado, resultó obedecer sutilmente las directrices impuestas por los capitostes de la derecha, que al fin y al cabo eran, a diferencia de los del Front, los que tras las siguientes elecciones podían volver a gobernar a solas. Casi toda la estrategia planificada por los conservadores trataba de «quemar» a los nacionalistas a lo largo de la legislatura.
Para entonces, sin embargo, Francesc Petit ya era consciente de la trampa. Y lo fue aún más cuando el Govern filtró a la prensa el proyecto de la Ruta Azul sin advertírselo antes, lo cual hizo montar en cólera al sector ecologista del Front y a unos cuantos especialistas en urbanismo (no demasiados) que veían, en el nuevo modelo territorial, una obra faraónica que afectaba al escaso patrimonio natural que quedaba en el lugar y ponía en peligro dos zonas húmedas entre Sagunt y Valencia.
Los conservadores filtraron la Ley de Ordenación, y más concretamente la Ruta Azul, como empresa pública para el disfrute de todos los ciudadanos, con un paseo marítimo de veinticinco kilómetros que regeneraría las playas entre la capital y Sagunt. El problema, según los especialistas, era que detrás del paseo, al apartar la autopista hacia el interior, no sólo se cargaban la huerta de las comarcas del Camp de Morvedre y l'Horta Nord, sino que dejaban las puertas abiertas a los movimientos especuladores de las grandes constructoras, que gozarían de un inmenso espacio para urbanizar.
Petit recibió muchísimas presiones. El proyecto, además, reactivó la oposición interna -aletargada a causa de los resultados electorales-, que esta vez disponía de una arma ideológica y política de considerable valor. Para más inri, la opinión pública -el ochenta y siete por ciento, según una encuesta de la Generalitat; un cinco por ciento en contra, y el resto no sabe/no contesta- se mostraba a favor del proyecto. Hacer de Sagunt un gran centro logístico de transporte intermodal capaz de competir con Barcelona avivaba el orgullo de los ciudadanos, muy acostumbrados a la sensación de que Valencia no tenía ningún peso en el conjunto del Estado. La construcción del paseo marítimo donde hasta el momento sólo había playas sin arena entusiasmaba aún más a un pueblo ansioso por sentirse importante aunque fuera en bañador.
El posibilismo ideológico de Petit le ponía en un gran compromiso. Por una parte valoraba los grandes avances en materia lingüística y educativa que supondrían cuatro años de responsabilidades en dichas áreas; por otra era consciente del desgaste que implicaban, entre los electores del Front más fieles desde hacía años -cerca del setenta y cinco por ciento-, los proyectos urbanísticos de los conservadores, a los que éstos no estaban ni por asomo dispuestos a renunciar, dejando para el Front la patata caliente de dimitir por un desacuerdo con algo que la gran mayoría de los ciudadanos aprobaba. La derecha le tenía acorralado y no sabía cómo escapar.
En el balcón de su apartamento, hundido en una silla reclinable de plástico duro, el líder del Front contemplaba, meditabundo, la línea del horizonte. La luna iluminaba el mar, pero esa imagen de lirismo típico y tópico no le impedía reflexionar sobre el callejón sin salida al que había llegado el partido. Apenas tenía gente en la que confiar a excepción del secretario de finanzas, Vicent Marimon, su amigo y la única persona que, desde sus inicios en la política activa, le había demostrado una fidelidad absoluta. Sin embargo, Marimon concentraba todos sus esfuerzos en una operación inmobiliaria: vender la sede y comprar otra más grande y más céntrica. Generosos constructores le ofrecían grandes facilidades no sólo en los precios sino también en las condiciones de pago. Algunas de las propuestas eran tentadoras; pese a todo debían alejarse de compromisos aparentemente altruistas. En sólo unos meses habían tenido ocasión de comprobar en qué consistía la amabilidad de ciertos gremios.
Los ingresos institucionales del Front se habían multiplicado y permitían la solicitud de un crédito hipotecario que Bancam, antes remisa, ahora estaba más que dispuesta a conceder. No obstante, el pragmatismo económico del secretario de finanzas le evitaba grandes aventuras. Tantos años de marginalidad política provocan falta de autoconfianza. Al fin y al cabo, quizá el tres por ciento de votos más que habían conseguido sólo era un préstamo a cuatro años.
Petit calculaba las posibilidades políticas a su alcance para salir del Govern sin que la opinión pública los castigara. Tenía que huir de la trampa en que la derecha le había metido. El problema era cómo hacerlo. Cómo mantener la tendencia de seguir creciendo a partir del siete por ciento, ésa era la cuestión. Y no era fácil. En el mismo instante en que se encendió un puro le llamó la atención una llamarada seguida de un estallido seco. En plena calle, a mano izquierda, se estaba empezando a quemar un coche. Acto seguido un individuo con casco y pasamontañas subía a una moto y, por debajo de él, se iba como un rayo. Intentó fijarse en la matrícula del vehículo, pero estaba tapada con una hoja de diario presidida por las grandes letras de un titular que Petit, en la distancia, fue incapaz de leer: «El Front decidirá el Govern.»
A la una y cuarto de la madrugada llegaron los bomberos y la policía. Con un extintor casero, un vecino intentaba apagar el fuego rodeado de curiosos que no dejaban de observarlo, entre ellos Petit. Los bomberos pudieron salvar la parte delantera del coche. Entonces la policía preguntó a los vecinos por el dueño del vehículo. No sabían de quién era. A lo mejor era uno de los cientos de coches abandonados que hay por todas partes. ¿Han visto algo? Nada, una moto -nadie supo decir de qué marca- con la matrícula tapada y un individuo con pasamontañas. Parecía un poco rellenito, dijo Petit, pero no estaba seguro. Luego el líder del Front preguntó a un bombero si aquello era muy frecuente, ya que recordó que también había ocurrido algo parecido durante la noche electoral. En lo que llevamos de año, ciento cuarenta coches quemados. ¿Y por qué no hacen ni dicen nada? El bombero se encogió de hombros.
Dos días después, el diario El Liberal publicó un reportaje sobre el regreso de la quema de vehículos. Denunciaba la existencia de una red de pirómanos organizados. Al día siguiente, el delegado del gobierno desmentía la información, como años atrás, desglosando todos y cada uno de los motivos por los que un coche es susceptible de sufrir un incendio. La lista no contemplaba la hipótesis de que en Valencia hubiera pirómanos. En una ciudad que hace del fuego su insignia, el delegado del gobierno negaba la existencia de pirómanos. Precisamente en Valencia, donde un individuo, desde que tiene uso de razón, ve más fuego que cualquier otra persona en cualquier otra parte del mundo, no hay pirómanos; precisamente cuando lo más extraño sería que esa clase de enfermos no convocara un congreso clandestino aprovechando las múltiples festividades del fuego que se celebran.
En su adolescencia, Rafael Puren -treinta y ocho años, casado, dos hijos, contable de una empresa de muebles y miembro más influyente en la coordinadora de las peñas del Valencia C. F.- prendió fuego a la falla Najordana. No la eligió por nada en especial. Además, fue un acto instintivo que luego lamentó. Algo incontrolable le empujó a hacerlo. Pero desde entonces el fuego era para él una pasión íntima. Después de acabar el servicio militar -en el campamento de Marines resurgió con más fuerza su ardor pirómano-, reflexionó sobre la conveniencia de ir a la consulta de un siquiatra, pero los precios le hicieron desistir y eso que lo tenía bien decidido, porque por encima de la conciencia del pirómano valoraba la del ciudadano casi modélico. Era un trabajador apreciado que quería formar una familia y un noble aficionado del Valencia C. F. El fuego había sido una locura de adolescente travieso. Pero una noche primaveral, cuando se dirigía a casa después del trabajo, un atasco en la entrada de Valencia le obligó a cambiar de itinerario y descubrió el almacén del depósito municipal de coches. Hasta entonces, su experiencia con vehículos se reducía a algunos de la marca Peugeot con matrícula francesa (tampoco por nada en especial). El almacén municipal lo atrajo con tal vigor, de forma tan inequívoca, que la tentación fue irresistible. Con responsable tesón reprimió su primer impulso. Sin embargo, hasta llegar a la puerta de casa no hizo más que pensar en el depósito. Entonces se dirigió preocupado a una gasolinera y compró una lata de diez litros de gasoil para tractores. También preocupado se fue hacia el almacén. No recuerda cómo llegó hasta allí, qué especie de deseo febril lo transportó, pero en vez de plantarle cara se dejó llevar. Prendió fuego al primer vehículo de la entrada y los demás -noventa y ocho- se contagiaron con una facilidad pasmosa. Estuvo cinco minutos extasiado contemplándolo, incapaz de desprenderse de la euforia que comportaba. Excepto él, nadie podía entender la magnitud de aquella sensación de grandeza que lo hacía estremecerse. Volvió media hora más tarde para ayudar a los bomberos y sacar fotos de lo que, libre de cualquier mala conciencia, consideraba una hazaña. Aquella noche, lejos de desvelarse, durmió como un tronco. Definitivamente era un pirómano y se aceptó como tal, así como un enfermo terminal asume su estado irreversible.
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