Ferran Torrent - Sociedad limitada

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Es la disección novelada de una ciudad, Valencia, donde un elenco de personajes ha convertido la traición, la inquina y la intriga pérfida en el modelo de conducta cotidiana. Julia Aleixandre, además de ostentar un importante cargo público, es una experta manipuladora de marionetas humanas de todos los colores y tamaños. Francesc Petit, Secretario General de un partido político sin representación parlamentaria, quiere escapar del ostracismo humillante a cualquier precio. Juan Lloris, otrora exitoso empresario de la construcción, ha caído en desgracia ante las autoridades y mendiga rastreramente una presidencia, una secretaría o al menos una vocalía. Y entre todos ellos y sus respectivas trifulcas, un periodista sin futuro aparente encontrará la manera de purgar sus abundantes culpas, cómo no, a costa de los demás.
Sociedad Limitada es una instantánea irónica y mordaz que se adentra en la corrupción política, la especulación inmobiliaria, la miseria cotidiana de los inmigrantes, la destrucción sistemática del medio ambiente… y, en definitiva, las infames maniobras que ejerce el poder desde la sombra para conseguir perpetuarse.

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– ¿No hay ninguna forma de conseguir más dinero del previsto? -preguntó Petit, pero en el tono de su voz se adivinaba un absoluto pesimismo.

– No tengo varitas mágicas, Francesc.

– Y los artistas, ¿no podrían echarnos una mano?

– Los buenos ya tienen encargos de las instituciones y no quieren involucrarse. Alegan que ya pagaron con creces el impuesto revolucionario en la transición. Los demás son tan malos que la subasta sería un fracaso. En la última presentación del programa cultural del Partido Conservador estaban casi todos. A título personal, eso sí.

– Cuando mandaban los socialistas también acudían a título personal -ironizó Petit-. Por cierto, ¿a cuánto asciende el presupuesto de campaña de los socialistas?

– Oficialmente a trescientos, pero en las últimas elecciones pasaron de los quinientos.

– ¿Y la derecha?

– Lo de la derecha es un milagro. Los socialistas dicen que en muchísimas localidades los militantes del Partido Conservador no pagan las cuotas. Les han desafiado a decir claramente cómo se financian. Según la Ley de Financiación de Partidos Políticos no se puede recibir de empresas privadas más del cinco por ciento del presupuesto global del partido, pero todo el mundo se pasa esa ley por el arco de triunfo, incluidos los socialistas, que tanto se quejan -Marimon echó un buen trago de cerveza-. ¿En serio quieres acudir a las altas instancias?

– ¿Qué otra opción me queda?

Una, pensó Marimon: manda la política a tomar por saco y dedícate a tu profesión. ¿A su profesión? Petit no se había dedicado a ella jamás. Ni un instante. Hasta ahora, toda su vida había sido la política, la parte menos agradable de la política. Sin embargo, después de tantas penurias, había por fin una esperanza que ahora, por culpa de un maldito crédito de poco más de cien millones, se difuminaba. Sin el crédito, lo demás era puro voluntarismo. Y ya había tenido voluntarismo más que suficiente. Muchos años perdidos. Demasiados.

– Sólo podemos contar con el esfuerzo económico de los militantes. Mi imaginación ya no da para más -Marimon suspiró evidenciando una actitud de impotencia.

Quedaban los amigos catalanes, una opción a la que de vez en cuando habían recurrido pese a la modestia del apoyo. Pero con Esquerra Republicana de Catalunya se habían roto las relaciones. Por una parte insistían en la idea de la construcción de los Países Catalanes, y por otra, con la ceguera que caracterizaba a Esquerra respecto a la sociedad valenciana, habían decidido, en contra de gran parte de su militancia, montar una sucursal política en el País Valenciano con los escindidos del Front. Convergencia i Unió se mostraba más amable, pero ya tenía quebraderos de cabeza más que suficientes con la sucesión de Jordi Pujol, con sus supuestos aliados de Unió, con algún que otro caso de presunta malversación y con el ascenso del PSC, que amenazaba seriamente el reinado de CiU en Cataluña. Los amigos cristianos no estaban para hostias.

Francesc Petit no tenía más remedio que acudir a las altas instancias. Aún no lo sabía, pero le estaban esperando con los brazos, y con el crédito, abiertos.

3

Las Rías Gallegas era un restaurante de estética clásica, con las paredes cubiertas por un estampado de flores y por tiras de madera barnizada de color mate, con mesas redondas y sillones tapizados con brazos de madera pulida. El precio del cubierto rondaba las doce mil pesetas. Tenía dos zonas reservadas, una al fondo a la derecha, a la que se accedía a través de un estrecho pasadizo que nacía en el hall y que evitaba pasar por el espacio central, y otra que se encontraba a mano izquierda según se entraba al comedor, en un nivel ligeramente más elevado, con dos puertas correderas. El primer reservado tenía seis mesas, el segundo dos. Júlia Aleixandre reservó ese último e hizo que el empresario José Luis Pérez -Excavaciones Pérez-, presidente de una Cámara de Comercio que aquel mismo día celebraba elecciones para elegir a sesenta y nueve vocales, a su vez responsables de elegir al comité ejecutivo y al presidente, la esperara.

José Luis Pérez tenía sesenta y dos años, pero aparentaba más. Su cara, ojerosa y de piel cetrina, lucía pequeñas verrugas alrededor de los ojos, y los pelos de sus patillas invadían parte de sus orejas. Aunque siempre usaba traje y corbata, su vestimenta indicaba que era un hombre descuidado en su aspecto. El estar gordo añadía aún más negligencia a su altura, que apenas pasaba del metro setenta. Mientras esperaba, el presidente en funciones pidió una cerveza y un platito de almendras. Las limpiaba con indomable avidez antes de comérselas, para quitarles la sal. Tomaba el aperitivo mientras leía El Liberal. La sección de economía dedicaba media página a las elecciones a vocales de la Cámara de Comercio. El subtítulo de la noticia destacaba que el empresario Juan Lloris optaba a una de las sesenta y nueve plazas de vocal.

Los comicios para decidir a los vocales de la Cámara de Comercio tenían lugar como si de unas elecciones normales se tratase. Los empresarios acudían durante todo el día a depositar su voto en una urna para elegir, de entre todos los sectores industriales, a los sesenta y nueve miembros. El proceso previo a las elecciones era farragoso. Se exigía que el censo estuviera actualizado y los funcionarios tardaban casi un año en elaborarlo. Siempre se había pretendido que las elecciones fueran limpias. Pero tras la ingente tarea burocrática estaban las diversas asociaciones de empresarios con el afán de intentar convencer a los empresarios líderes de cada sector industrial, que eran los que, con su prestigio o influencia empresarial, inducían al resto a votar por cierta candidatura o, en el caso de los vocales, por ciertos miembros. Paradójicamente, lo que era beneficioso para unos empresarios no lo era para otros, aunque pertenecieran a la misma asociación.

Las elecciones a vocales eran, por su número, más difíciles de controlar. Ahí entraba la figura de Juan Lloris, empresario que jamás había tenido ningún interés en la institución y que ahora apostaba con fuerza por ser uno de los sesenta y nueve vocales y, posteriormente, alcanzar la presidencia o acceder al comité ejecutivo como mal menor. Lo último no lo tenía nada fácil. En cualquier caso, la subsecretaria de presidencia de la Generalitat, Júlia Aleixandre, prefería mantenerle alejado de la Cámara de Comercio o de cualquier otra instancia del poder empresarial. Lloris iba por libre, era un individualista incapaz de admitir relaciones que no dominara. Su egocentrismo, la peculiar personalidad de su carácter, había causado más de un disgusto político: en 1998 se opuso a una donación económica con la que la Cámara de Comercio, a petición de la Generalitat, pretendía comprarle un yate al rey para que pasara sus vacaciones en Valencia. En plena discusión, los empresarios mallorquines se les adelantaron y el monarca continuaba yendo cada año a la isla. La Generalitat envió una carta de disculpa al rey, ya que los ecos del «problema» habían llegado hasta el mismísimo Palacio de Oriente. A Lloris la monarquía le importaba una mierda. El rey era él.

Entró Júlia Aleixandre. El dueño del restaurante, Alfredo Alonso, salió de la cocina para acompañarla al reservado. José Luis Pérez dejó el diario en la silla de al lado para que Júlia no lo viera y se levantó a saludarla. Júlia se fijó en su vientre, que sobresalía tanto que el cinturón le quedaba cinco dedos por debajo del ombligo, y en su cara, cubierta por una fina capa de sudor pese a la agradable temperatura del restaurante.

– ¿Qué tal, Júlia?

– Bien -seca.

Se dieron la mano, pero ella la soltó enseguida para darse la vuelta y ponerse a hablar con el dueño del restaurante.

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